I - Lo visible
Miguel, hijo bastardo de Jorge Hannover, se embarcó hacia el Río de la Plata. Tal vez en este río, tal vez en el Támesis antes de su partida, había tirado ciertos papeles y cierto anillo. Habían sido un recuerdo doloroso y romántico para su madre. Desdeñó que fueran para él testimonio de su vínculo con el hombre que esperaba ser Jorge IV de Inglaterra.
Era 1808. El 24 de mayo Miguel Hines había cumplido 18 años. Ya nada acreditaba su origen. Desembarcó en otro mundo y otra historia.
Las invasiones a Buenos Aires, al mando del almirante Popham, habían ocurrido un par de años antes. Miguel vivió sus consecuencias sin tomar partido a favor de los ingleses. No se consideraba unido a ellos por ningún lazo. Creó otros. Fundó una familia casándose con una criolla, María González. Sus hijos tuvieron los ojos oscuros de María no los azules de él. Su trato era cordial y alegre, dado a la amistad. En su hogar se hablaba castellano, no se probaba el té. Sólo un recuerdo aceptó de Inglaterra: un 24 de diciembre, su casa -en la calle Defensa, frente a la plaza, cerca de la iglesia de San Pedro Telmo- se iluminó, tras las rejas de las ventanas abiertas a la noche porteña, con un centenar de velitas titilando sobre el que fue el primer árbol de Navidad que se encendió en el Río de la Plata.
Sus negocios lo llevaron a instalarse en Colonia del Sacramento, en la Banda Oriental. Vecino bien querido, fue elegido alcalde de esa ciudad que hoy, pasado un siglo y medio, en el Casco Viejo guarda el aire de entonces. Conoció las casas de piedra, las calles que bajan hasta el río, las lentas puestas de sol sobre el horizonte de agua, las tallas portuguesas de la iglesia, que allí están, todavía.
Andando el tiempo una de sus hijas se casó con el poeta Carlos Guido y Spano. Otra con Norberto Larravide. Su hijo mayor, Miguel José, fue un aceptable músico: su ceguera de nacimiento acentuó sensibilidad y condiciones que dedicó al piano. El gusto por la música resultó tan hereditario en la familia como el amor a los viajes y al mar.
Hines cruzaba con frecuencia a Buenos Aires. Una vez, fue reconocido allí por un amigo de su primera juventud. Hablaron acerca de la delicada situación de Inglaterra. Uno mencionó derechos, responsabilidades. Otro rogó olvido y silencio. No prestó atención al énfasis con que, al despedirse, su amigo se dirigió a él con el protocolar Highness. Un apretón de manos fue lo último que los unió. Siguieron sus rumbos.
El destino de un hombre viaja en los mismos barcos en los que pretende esquivarlo.
Jorge IV vivió la prolongada ancianidad de su padre esperando ser rey. Lo fue -él mismo- poco tiempo. Murió en agosto de 1830 (Carlota, la única hija de su desamorado matrimonio con Carolina de Brunswick había muerto, antes). No dejó herederos directos para el trono de Inglaterra. La línea sucesoria serpenteó entre hermanos y sobrinos.
Según dicen, una fragata fantasmal fondeó frente a Colonia, una noche. Miguel Hines recibió extrañas visitas. Y una extraña muerte lo llevó. Cuando amaneció, la fragata no estaba.
Al buscar culpables, se atribuyó el crimen a dos soldados de Manuel Oribe. No era desconocida la simpatía del inglés por los unitarios (opuestos a Rosas, cofrade de Oribe).
¿La muerte llama en el lenguaje del que un hombre quiere olvidarse? ¿en el que elige vivir? ¿en el que sueña? Hines vivió muchas vidas... Concluyeron todas con una sola bala, en una mínima ciudad del sur.
Norberto, su yerno, demandó justicia. Demandaba verdad, que es tan difícil.
Oribe, presumiendo quiénes podían ser los asesinos, los detuvo. Mucho debía Oribe a Larravide como para desatender su demanda (Norberto era un puntal en La Unión: sin retacear ni un patacón hacía menos duro el sitio a Montevideo, que le fuera arrebatada por el Pardejón Rivera). Se apuró en asegurarle que no quedarían asesinos sueltos que pudieran alardear del crimen: "Están presos. Se los fusilará mañana". Y ordenó un pelotón para el amanecer.
María González, contradiciendo al marido de su hija, prefirió escribir :
Colonia del Sacramento, 22 de agosto, 1843
A Don Manuel Oribe
en propias manos
No le agradezco, Oribe, su orden. No calma mi pena por la muerte de Miguel. La aumenta con el sentimiento de causar más dolor y a usted la pérdida de dos de sus soldados.
Tal vez, a fuerza de batallas, usted le da a la muerte valor de intercambio, para conseguir algo. Las mujeres, que siempre sentimos a los hombres como hijos o como novios o como hermanos, vemos a cada uno tan valioso que no puede trocarse por nada. Ni por una victoria más ni por un enemigo menos.
Miguel ha muerto. Privado está de la vida -que tan bien usaba- y yo privada de él. Ahora es así. Tengo que aprender a vivir sin su presencia. Las venganzas no ayudan: ni pensar en ellas ni cometerlas. De nada resarcen.
Es cierto que además del dolor, a todos en casa nos ha dado miedo su asesinato. Miedo, como dan los misterios. Era querido y bueno. Y lo han matado. Pero no se nos pasará el miedo ni el dolor porque usted mande fusilar a esos dos hombres.
Tal vez, ni siquiera lo asesinaron ellos. La noche del crimen se vio una fragata inglesa, me han dicho, fondeada cerca del puerto. Al amanecer ya no estaba. Eso es parte también del misterio y del miedo.
Sé que usted interviene en esta aflicción de mi familia a instancias de Norberto. Conozco la amistad que lo une a mi yerno. No se deje obligar por ese afecto. Norberto demanda justicia por la muerte de mi marido. Yo lo excuso, general, de pretenderla. Matar es sólo un miedo hacia algo que pretendemos suprimir; pero nunca la justicia acompaña a la muerte ni hay justicia que la repare.
Muertos, sus hombres quedarían -según este último renglón escrito de sus vidas- signados como criminales. Vivos podrán hacer algo que los redima, si lo fueron. Escúcheme, aunque ellos fueran los asesinos -que no lo sé- me basta perdonarlos. Deles esa oportunidad, don Manuel. No los fusile.
María Hines
Al rayar el sol, se escucharon los disparos del pelotón de fusilamiento.
II - Lo
invisible
12 de agosto de 1843.
Paisaje de Colonia, en la Banda Oriental: hondonadas, montes.
Noche verdosa y negra, con enorme luna y con silencio enorme.
Brilla en el cielo El puñal de los troveros.
El galope de un caballo recorre el paisaje.
Burdel de campo. Patio, parral, aljibe, bajo la luna llena.
Ventanas de un amplio rancho, pobremente iluminadas.
Hay gente adentro. No se escuchan voces. Sólo grillos.
Sale del rancho un hombre, que es Manuel Oribe, El defensor de las leyes.
Lo despide una mujer que tiene un raro broche de plata en el escote.
Oribe monta. Parte al galope.
Un trote se acerca. Se detiene junto al quilombo. Llega Miguel Hines.
Vista del interior: primeros planos de caras de hombres y mujeres. Ni un sonido.
Cuando el inglés abre la puerta se oye una milonga (ostensiblemente, ya empezada).
Una vieja ve a Hines, le hace una seña de asentimiento, va a buscar a Joaquina.
Aparece Joaquina. Quedan borradas las otras caras. Vale su sonrisa. Y la de él.
Joaquina y Hines entran a una habitación. El desprende el broche de su blusa.
Joaquina murmura palabras de amor en portugués.
En el cielo pálido la luna se vuelve transparente.
Al amanecer, Hines monta a caballo. Acaricia el pelo de la mujer de pie a su lado.
El gringo gira el caballo. Pasa la tranquera. Emprende un trote largo.
El sol al rojo blanco traspasa la neblina de la madrugada.
Forasteros que esperaban a Hines cerca de su casa, se le acercan. lo saludan respetuosos en aquel idioma que él no usaba. Los hace pasar a su escritorio. Les da la espalda, para servir vasos de bienvenida. Cuando se da vuelta hacia ellos, un disparo le traspasa el pecho. (Música, trunca).
Los ingleses quedan de pie unos minutos, como atestiguando la muerte del hombre, a quien no vuelven a tocar. Y del que, parece, les costara alejarse. Se van, envueltos en sus capas.
Llegan lentamente dos soldados de Oribe, de poncho. Atan los caballos a un árbol. Se acercan a la casa, cuchillo en mano. Vichan sigilosos, primero por una ventana, después a través de otra. Ven al muerto. Se miran, extrañados: no hay quehacer. Guardan los cuchillos. Montan. Se van, al paso.
En la bahía, marineros ajenos a los conflictos de tierra, sólo preocupados por el viento, levan anclas.
Notas (que no son
cuento)
De aquí:
- El general Fructuoso Rivera (Don Frutos o El Pardejón) vivió entre 1788 y 1854. Un elogio a su valentía perdura en la ponderación: "Fulano es... en tal cosa... como Rivera pa'l sable"). Fue fanáticamente querido y detestado. Sus actitudes admirables y deplorables no vienen -aquí- a cuento. Cuando fue electo primer presidente de la República Oriental del Uruguay gobernó desde 1830 hasta 1834. Lo sucedió el general Oribe.
- Manuel Oribe (El defensor de las leyes) vivió entre 1792 y 1857. Fue el segundo presidente electo en la República Oriental del Uruguay. Lo desplazó, por las malas, Fructuoso Rivera, que no estaba en ánimo de rendir cuentas por su anterior administración. Oribe entonces puso sitio a Montevideo, en la Villa Restauración o Unión, durante nueve años desde 1842 a 1851. Esos nueve años se llamaron los de la Nueva Troya o también Guerra Grande (si bien ni la guerra era diaria ni era grande) y concluyeron cuando se firmó La paz de octubre, "sin vencidos ni vencedores". En recuerdo, se levantó una estatua en el kilómetro cero de Montevideo. Suele ser llamada estatua de la libertad, pero en realidad se levantó en celebración de esa Paz de octubre. La modelo fue la mujer del escultor.
- 1813, la Junta de Buenos Aires rechazó las Instrucciones de José Artigas, presentadas por los diputados orientales.
- 1814 - Exodo de los orientales, dejando todo, siguiendo a Artigas hasta el Ayuí.
- 1817 - La Banda Oriental, entregada por la Junta porteña a la dominación portuguesa, pasó a llamarse Provincia Cisplatina.
- 1825 - el 25 de agosto la "Ley de independencia" de la Banda Oriental declaró "nulos los vínculos con cualquier reino" seguida por la "Ley de unión" a las otras provincias. El Gobierno argentino aceptó el compromiso. Entraron al Congreso argentino diputados orientales. El canciller de Rivadavia, Manuel José García fue a firmar la paz con Brasil y... volvió a entregar la Banda Oriental. Renunció Rivadavia. Cuando Dorrego asumió el poder abogó por la traída y llevada Banda Oriental, para que recuperara su autonomía-federal. El ministro inglés, Ponsomby, propuso (mediando entre Argentina y Brasil... y en pro de sus propios intereses comerciales) que la Banda Oriental fuera "una especie de estado independiente". En diciembre de 1827 Ponsomby escribió a Dudley Ward: "Veré con placer la caída de Dorrego."
- 1828 - Presiones inglesas. Canning: "Si Brasil no devuelve la Banda Oriental a Buenos Aires, Inglaterra se le declarará en contra".
- 1828 - Ponsomby escribe a Londres: "Ya puede moverse aquí como le plazca". En diciembre: Lavalle asesinó a Dorrego.
De allá:
- Las invasiones inglesas a Buenos Aires las realizaron Popham y Beresford, en 1806. Los derrotó Liniers.
- Jorge III, el primero de los Hannover que nació en Inglaterra, fue rey de los ingleses desde 1760 a 1820.
- Al mayor de sus hijos, Jorge IV, le tocó en suerte vivir como príncipe largo tiempo. De joven fue alumno del brillante Georg Lichtemberg en la universidad de Gotinga, sin mayor provecho. Después vivió en la seguridad de ser rey pero sólo lo fue de 1820 al 30.
- Carlota fue hija de Jorge IV y Carolina de Brunswick. Murió al poco tiempo de casada, sin hijos. Su marido fue Leopoldo de Sajonia-Coburgo, hermano de su tía María Luisa Victoria. (Leopoldo, más tarde ascendió al trono de Bélgica, en 1831, siendo su primer rey).
- Al morir Jorge IV lo sucedió su hermano, Guillermo, duque de Clarence. Los hijos de Guillermo IV murieron en la infancia.
- Eduardo, duque de Kent, tenía seis meses cuando murió su padre, Jorge III. Este príncipe se casó con Maria Luisa Victoria de Sajonia-Coburgo. La hija de ambos, Victoria, recibió la corona a los dieciocho años -en 1837- y el siglo siguiente la encontró aún reina de Inglaterra. Murió en 1901, de muerte natural. Tal vez ignoró siempre que tuvo un tío lejano y novelesco, que se llamó Miguel.
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