Vacaciones del 85 Cuento de Ana Larravide |
Entrar cada verano al apartamento de la Plaza Libertad no sólo era encontrar todo como siempre, llegara uno desde Washington, Ombués de Lavalle o Buenos Aires. Era olvidar que hay órbitas, planetas, teoría del big bang. Los deterioros no eran paso del tiempo sino marcas de fábrica ¿o es que no estuvo siempre algo borrado el tapizado en el mango del sillón y siempre el agujero en la silla de esterilla al lado del aparador? Había cambios, es cierto: más fotografías, menos gente. Pero, al llegar nosotros mismos, apenas lo notábamos. Sí debía notarse en el invierno, cuando nuestras llamadas de larga distancia la sobresaltaban, a las diez de la noche, porque "ya estaba acostada". Este verano -para entrar usamos la llave, y no estaba armado el pesebre, ni prendido el árbol- pusimos las valijas en el hall sin tropiezos ni apuros ni exclamaciones. Los niños fueron como siempre a encontrar los juguetes de cuando nosotras fuimos chicas. Juan conectó las lámparas, fue hasta el fondo, desde la cocina gritó: "Hay café ¿tomás uno?" (aquellas pequeñas ceremonias de recibimiento, con esto o lo otro que nos preparaba). No pude contestar, porque había abierto el ropero del espejo (adentro del que mientras estuvo enferma escondimos murmullos por teléfono) y aunque cuando murió le sonreí sin llorar, al entreabrir ahora esa puerta, contra una manga (vacía de su elegancia y de su abrazo pero con el olorcito suave y maternal de siempre) lloraba. |
Cuento de Ana Larravide
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