Polifemo: - ¿Cuál es tu nombre?
Ulises - Nadie.
A oscuras, atravesó la alfombra. Interrumpió tres de las cuatro llaves de luz y se apropió del espacio transfigurado. Rastros de otro mundo -fuera de la zona iluminada que se reservó- la penumbra concéntrica borró teléfonos quietos, carpetas cerradas, papeleras tupidas por frases indecisas. Se sentó. Pensó vagamente en posibles momentos perfectos: "una playa en la madrugada, escuchar un piano, encontrar tiempo para algo deseado -terminó de sacar los papeles- tiempo y lugar... Me quedaré aquí hasta la hora que sea; concluiré con todo esta misma noche." Se sacó los zapatos. Sintió la alfombra bajo las medias. Qué bien. Prendió suavemente la radio. Mejor. Se abstrajo en lo que hacía. Pasó el tiempo. No escuchó el ensordecido runrún, como de locomotora lejana, cada vez más próximo. Hasta que irrumpió allí mismo, en la puerta de la redacción, poco antes de que la máquina se apagara con un mugido. Alto y pálido, con ropa gris azulada, el hombre saludó con una inclinación de cabeza. Comenzó a deambular en la penumbra. Fue volcando las arrugadas frases de las papeleras en una bolsa negra. De escritorio en escritorio juntó las cenizas del día, aproximándose. La radio sonaba. El otro hombre escribía. Por fin los dos quedaron dentro del círculo de luz. El que limpiaba inclinó la cabeza para escuchar; el que escribía levantó la suya para mirarlo:
-¿Le gusta Bach?
-Es Telemann.
-No sólo le gusta. Conoce algo.
-Algo. Toco en la Sinfónica Nacional.
-¿Ah, sí? ¿Y qué toca?
-Soy percusionista.
-¿Titular o suplente?
-Titular.
-Encantado. Y yo soy Napoleón Bonaparte.
-No se ría. Pagan poco a los músicos o no pagan. Y esto de limpiar oficinas es tranquilo. Nunca encontré a nadie, aquí, de noche.
-Yo tampoco, a nadie.
Concluía el concierto.
Un público invisible aplaudía largamente.
¿A Telemann?
¿A nadie? |