Abrió los ojos una vez más -todavía estaba allí- y le sonrió.
La miró sonreír
La conocía demasiado y supo que sonreía sin ganas, con cansancio.
Levantó el brazo para rodear el de ella; sólo el brazo y con suavidad, pero apropiándoselo. No lo retiró ni movió el cuerpo un milímetro, pero él supo que ella ya no quería estar allí.
No podía entenderlo.
Pero no había engaño posible: aquel cuerpo suave y tranquilo, tan imprescindible para él, estaba tenso en napas recónditas, pronto a dejarlo.
Juraría que, de caer en la confianza del sueño, ella se habría levantado en puntas de pie y desaparecido en la oscuridad.
Cerró los ojos, acompasó la respiración y esperó. Sintió como casi imperceptiblemente zafaba su brazo y quebraba sin ruido el mundo mágico en el que habían estado juntos.
Intuyó que la esperaban. Y que ella quería irse.
¿A qué otra vida?
¿Es que era posible otra, fuera de la que compartían? ¿había lugar en esa mujer para ritos distintos y risas y silencios, no los de ellos?
Cargó en sus ojos todas las acusaciones y el amor y los abrió.
Vió la decisión en los de ella.
¿Con qué argumento detenerla?
Incapaz de pronunciar uno sólo optó por aquello que, seguro, no sería capaz de hacer el que esperaba, el otro.
Pero él, sí.
Lloró.
Lloró con la fuerza invicta de sus pulmones de catorce meses.
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