Abriré la puerta y allí poema de Ana Larravide |
Big bang
Tomo el té en la taza azul y blanca que fue de mi madre y de mi abuela, en esta mesa de roble bajo la ventana que el sol de la tarde cruza en diagonal. Repito los gestos pausados de otras mujeres a la misma hora apacible. Pequeñas cosas ocupan su sitio en la casa, aparentemente quietas. Un sentido de unidad en el tiempo se percibe en el olor del té. Mirar el dibujo de la taza (el cuento de los enamorados que escapaban convertidos en palomas) sostener su calor frente a mi cara me convence de la estabilidad de la vida. Sin embargo, taza azul, mesa de roble, ventana iluminada, mujeres que laten en mi sangre y me trasmiten sus gestos suaves, nada ni nadie permanece como ayer, volamos como en un inmenso cuadro de Chagall: estamos estallando desde siempre en la expansión del universo. ¿de jazmín? Una taza de té es buena compañía mejor que un gato, un perro o que un programa de radio intrépido y moderno. Una taza de té, sobre todo en invierno, en esas tardes de horas parecidas tiene la delicadeza de la gente querida de acompañar con calma y en silencio. El perfume que trae es el perfume de todo lo agradable y conocido y también de aquello no vivido pero soñado como inevitable. En la pequeña nube que se escapa de su cascarón de porcelana hundo la cara como en una caricia que amé y que aún hoy me parece cercana. Allí Abriré la puerta y allí si lo hago con rapidez me encontraré. Podré verme sentada a la mesa sobre el almohadón azul de terciopelo jugando con minúsculas tacitas, vestida de celeste, un moñito en el pelo. La cerraré de nuevo y otra tarde al descuido se abrirá sobre mi adolescencia de libros y de tangos y de ausencia de amigos. La cerraré sin ruido y cuando vuelva a abrirla y a mirar años más tarde me encontraré contigo. Entonces ¿Te acordás del portón de hierro de la entrada? Prendidos a su reja cuando no nos miraban pateábamos el muro para hacerla cerrarse con un empujón. Era lindo treparnos a los árboles sentir tensos los brazos, entre el suelo y el cielo, oliendo la corteza rasparnos las rodillas y encontrar acomodo igual que las ardillas. Era bueno, además, no precisar consuelo por ningún tropezón (se curaban tan pronto la piel y el corazón) tener si los teníamos tan pequeños problemas (nos faltaba algún diente, nos sobraban las muelas). A caballo en las ramas comíamos ciruelas sin penas y sin leyes lo mismo que linyeras lo mismo que los reyes. Pil: Son casi las siete. Te imagino en la cocina. Te imagino sentada abajo del peral. Te imagino regando las hortensias. Se me terminó el pan de nuez. Lo extraño. A ti también. Del fondo al frente Sin decir ni palabra, en la otra mano un plumero, la llevaba hasta el fondo de la casa y en el último cuarto la escondía. Cada tarde la traías también sin decir nada y honoríficamente tu mesa presidía. Así iba y venía aquella calavera que mientras estudiaste medicina te acompañó sin conocer sosiego. Su belleza didáctica jamás fue por mamá reconocida. Lo necesario Madreselvas en el balcón, un lazo de amor para la ilusión, para la nostalgia, jazmín del país y jazmines del cabo para hundir la nariz, no me olvides para la melancolía y un malvón para la alegría, una Santa Rita para lo imposible y un poquito de ruda para lo imprevisible. ¿Qué me trajiste? Me dejaste de herencia casi todos tus sueños (conseguí algunos más de ambiciosa que he sido) el placer del divague y el placer del dibujo. Me dejaste también una cierta sonrisa y las conversaciones ¿inútiles? sin prisa, que tanto nos gustaban de sillón a sillón. Y el recuerdo de tangos con tu voz agradable cuando manejabas aquel auto notable por lo viejo y cachuzo rumbo a la rambla sur. Por ti aprendí que es lindo esperar. Esperar a que el sol apareciera cuando solemnemente me invitabas a ver que amaneciera o a verlo zambullirse en el mar. Y a esperar las sorpresas. A mi "¿Qué me trajiste?" cada día sonriendo respondiste sacando de algún lado un lápiz o un sellito o un papel dibujado. Era lindo tenerte de padre, que pusieras mi nombre en los cuadernos, que me contaras cuentos y el olor a tabaco de tu solapa gris. No sé como pudo haber sido que estuvieras presente más tiempo, apoyarme en tu brazo al ser adolescente o pelearme contigo por algo alguna vez. No te mostré mis hijos, te mostré mis muñecas en juegos que inventabas para hacerme reír. Me gustó esa palabra que pude usar tan poco y que tan lindo suena. No era mágica pero era una palabra buena, me gustaba llamarte y que estuvieras papá. Dibujo Río grande como mar nunca en la vida creí que fueras río, mar de puestas de sol sobre la rambla sur. Mar de ir a verte si uno está contento, con ganas de llorar o enamorado o solo o esperando lo que habrá de pasar. Te conozco el sonido, las caricias, la alegría, el abrazo y el cansancio. Te conozco de niña como a mí me conozco de memoria de crecer a tu lado. Pero de este lado en que ahora vivo te creen río (se me confunde el corazón) y en vez de azul o gris a veces te ven color león. Siento mucho decirlo y que te enteres pero del lado de acá sos solamente el Río de la Plata. Aunque siempre serás para mí el mar, que dibuja, tan amablemente, de este a oeste Uruguay. Ventana abierta Ese día de sol sobre tu cuna ni un ruido andaba por el cuarto ni el viento movía las cortinas. Ese día en que tu cuerpo chiquito que no había vivido ni un mes todavía, volvió a estar libre de los tubos y sondas que te enredaron con la muerte durante tres días, cuando pude mirarte, tan preciosa, curada y tranquila (ya no tenías los puños apretados sino abiertas tus manitos queridas) y de nuevo una sonrisa voladora inconsciente y dulcísima volví a ver pasar sobre tu cara mientras dormías, me sentí tan feliz. Más feliz que si hubieras nacido otra vez ese día. |
poema de Ana Larravide
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