Casual

Cuento de Ana Larravide

Iba a seguir de largo, algo lo impulsó a entrar. 

Quedaba una mesa libre, junto a la ventana. Pasó un diariero ofreciendo la distracción de las noticias, pero hoy no le importaba el mundo. Tomó café mirando hacia la calle. Montevideo es gris los días de invierno. La gente combina con el día y se pasea de gris. Leve variante: el gris azulado de la múltiple tela de jean (no ese decidido color de porcelana, que es el azul). Y apenas una nota, aquí o allá, de alguien que elige abrigarse de rojo, dentro de un riesgo clásico. Pero amarillo...¡qué ocurrencia! Nunca había visto una mujer vestida de amarillo, así, de punta a punta. (No digo una blusa, una bufanda, que, eso, vaya y pase). Se la veía de lejos, cruzando la plaza -ahora la tapaba el kiosco- reapareciendo a paso largo, cruzando sobre el césped (cosa que no se debe hacer ¡así está el pobre!) viniendo hacia aquí con ese rompevientos y pantalones de lana y un sobretodo desabotonado: todo, amarillo. Se detuvo justo frente a su mesa, al otro lado de la ventana. Miró hacia adentro por encima de él. No podía buscar bien, por los reflejos: hizo visera con la mano y ajustó la cara contra el vidrio. Era muy linda. 

Qué raro estar sentado bajo unos ojos que miran por encima de uno a un horizonte, sin ansiedad, sin extrañeza, como quien mira al mar. 

Se levantó. Interpuso su cara, ahora más alta que la de la muchacha, que levantó los ojos y miró a dos centímetros los suyos. Mirándolo, sonrió. Sonrió así.

Después giró y siguió caminando, ligera, luminosa, hasta doblar por Rondeau. Quedó apoyado al vidrio. Por un segundo habían estado tan cerca como las personas que van a besarse. Sabía que hubiera sido suave y tibio tocar aquel pulóver amarillo. Pero la mano le quedó detenida, sin llegar a caricia, abierta contra el vidrio, como en un adiós.

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