Comunicando "Premio Ana María Matute" de Madrid, en 2004 |
Esta noche Lars propuso
que fuéramos a un restaurante de aspecto acogedor de su barrio, frente al
cual hemos pasado varias veces diciéndonos que algún día tendríamos
que comer allí. Algo en su expresión
entre circunspecta y efervescente me hace sospechar que ha resuelto
comunicarme la decisión, no de dejarme, pero sí de volver a su país; lo
cual es en cierto modo una forma de abandono. Cuando llegamos, el mozo
nos designa una mesa. A medio sentar me
detengo: -Estamos demasiado
pegados a la otra. No me gusta que los vecinos oigan lo que decimos. -Por ahora no hay
nadie–observa Lars. -Sí, pero se va a
llenar. Lars, que ya se había
sentado, se levanta. -Bueno, como quieras
-dice. -Vamos a cambiar de lugar
–le aviso al camarero. Bajo su mirada
desconfiada y vigilante nos instalamos en otra mesa. Ni bien nos sentamos,
en diagonal, alguien enciende un cigarrillo: estamos en la zona fumadores.
Me levanto de nuevo, y Lars conmigo. Nos quedamos unos instantes de pie en
el medio de la sala con abrigos y bufandas colgados del brazo, tratando de
avizorar alguna mesa que convenga y de pronto oigo sonar el celular dentro
de mi cartera. Me pongo a hurgar desesperadamente en ella dejando caer mi
tapado al suelo pero cuando logro dar con el aparato ya han cortado. Al
retomar contacto con la realidad circundante, advierto que ya estoy casi
al lado de la mesa que Lars acaba de encontrar. Una buena mesa. Me siento
mientras Lars cuelga mi tapado, su abrigo y nuestras dos bufandas en el
perchero que está justo detrás. Inmediatamente advierto que la mesa se
mueve, tiene una pata más corta. Estoy por llamar al mozo pero Lars
detiene mi ademán en el aire. -Esto se arregla fácil
–dice. Saca un paquete de
kleenex del bolsillo de su sobretodo, dobla uno y lo coloca bajo la pata
responsable. Su espalda por encima del borde de la mesa forma una curva
casi perfecta. Se incorpora y apoyando su cuerpo con las dos palmas sobre
la mesa comprueba que está firme. Me sonríe. Se estira un poco hacia mí
para darme un suave beso en los labios. El mozo nos trae las
listas de platos. Podemos ya sea optar por un menú –combinación
preconcebida de entrada y plato- ya sea pagar un precio exorbitante si los
pedimos independientemente. Excluimos de común acuerdo esta última
posibilidad. Examinando los seis menúes propuestos, compruebo que cuando
me interesa el plato, no me gusta la entrada o viceversa. Lars, por su
parte, encuentra casi enseguida el menú que le conviene. El mozo nos
observa de reojo; cuando le parece que estamos listos se acerca: -¿Eligieron? -Tengo un problema –le
digo-. Quisiera el plato del menú 2 con la entrada del menú 5. -Eso no se puede
–contesta el mozo. -¿Se puede saber por qué?
–preguntamos Lars y yo al mismo tiempo. -No está previsto... -¿Está seguro?
–insiste Lars. -Esperen, voy a ver. Cuando vuelve dice: -No quedan más espárragos.
Tiene que pedir otra entrada. -¿Y de este plato queda?
-pregunto mostrando el menú 2. -Sí, ese queda pero va
con la entrada correspondiente. Si quiere pedir otra tengo que preguntar
si hay. -¿Tan complicado es?
–me asombro. El mozo no parece haber oído. Lars me explica con un
dejo burlón en el tono de la voz: -Tienen el mismo número
de platos que de entradas. Mientras tanto el mozo
mira hacia el aire como si tuviéramos una conversación que no le
incumbiera. -¿Es así? –le
pregunto al mozo. -Mire, no puedo perder el
tiempo, me reclaman en otras mesas. Haga su pedido. -Bueno está bien. Opto
por el menú 2, pero la ensalada que sea sin pepinos. No los digiero. El mozo anota en su
libreta sin decir palabra, sin mirarme. Lars elige el menú 1. Pedimos
media botella de vino y una de agua mineral. -Tráigame primero agua
de la canilla –le digo al mozo-, tengo que tomar un remedio. -¿No lo puede tomar con
agua mineral? -No, mejor no. Es para
disolver. -¡Habráse
visto! –le comento a Lars, en cuanto el mozo se aleja, sin bajar
demasiado la voz Lars me agarra las manos:
“Vera, tengo que decirte algo...” -Espera Saco el celular; lo
examino para ver quién llamó hace un minuto. -Es Paula –digo. Me dispongo a llamar a mi
hija. Suena varias veces pero no contesta. Dejo un mensaje: que vuelva a
llamarme. Le digo a Lars: -Odio cuando pasa esto.
Acaba de llamarme, ¿cómo puede ser que no pueda comunicarme? -Ya sabes como son los
adolescentes... -No es eso... Ella me
llama y un minuto después, no contesta al teléfono.. -Habrá cambiado de opinión.
Se estará besando con algún muchacho... vaya uno a saber. -No creo –digo-. Es el
servidor, la saturación de ondas, algo por el estilo. -Si fuera así no sonaría,
aparecería en seguida el contestador. Puede que sea así, puede
que no. Me quedo mirando al aire para que Lars no pueda atrapar mi mirada,
para sustraerle cualquier terreno firme desde el cual despegar. Por un
instinto casi involuntario, por una especie de creencia ciega en la
inexistencia de lo que no se pronuncia. -Te noto un poco agitada,
Vera...-dice Lars En ese preciso instante
se oye dentro de mi cartera el timbre estridente anunciador de un mensaje.
Saco el celular. Paula habla pero sus palabras están entrecortadas por
encima de un ruido de interferencias. El mensaje resulta incomprensible. -¿Y? –pregunta Lars. -Nada, no se oye nada.
Puro ruido de fondo. Dejo el celular sobre la
mesa. -No entiendo por qué no
sonó –digo. Lars me mira con cara de
pregunta. Explico: -Mi celular estaba
prendido pero no sonó. Paula no tuvo más remedio que dejar un mensaje. -Será que no hay
cobertura –postula Lars. Los dos nos inclinamos
sobre la mini pantalla para comprobar que sí que la hay. -No sé...-dice Lars -Adentro de la cartera
quizás no haya ..-conjeturo. -No creo. Puede que la
cobertura sea errática. -“Errática” –
digo-. Me gusta esa palabra. Lars busca el encuentro
de miradas pero yo mantengo tercamente la mía fuera de su alcance, fijada
ahora en el celular. -Hace un calor tremendo
aquí –digo. No es sólo un pretexto;
estoy demasiado abrigada; los meteorólogos anunciaron mucho frío para
esta noche de mediados de otoño y el ambiente está demasiado
calefaccionado. -Vera...
-dice Lars, pero el mozo llega, salvador, con el vino y la botella
de agua mineral. Le sirve a Lars un poco
de vino en el vaso para que dé su visto bueno. Con una mirada cómplice,
Lars, sin probarlo, me tiende la copa ante la mirada atónita del
camarero. Pongo cara de catadora, me demoro un poco, vuelvo a tomar otro
sorbo con el ceño algo fruncido. Por fin apruebo, como resignada. Lars y
yo lanzamos una tenue risa contenida. Mientras que el mozo
sirve las dos copas, le hago notar que se ha olvidado de traerme el agua
de la canilla que le pedí para el medicamento. -Estaba segura... –le
comento a Lars cuando el otro se va, sin cuidarme en bajar la voz; la
sorda batalla entre clientes y camareros es casi rutinaria en esta ciudad. En seguida el mozo trae
una jarra de agua y la posa casi con violencia sobre la mesa. -Después se quejan de la
competencia que les hacen los chinos –digo-. Que vayan a aprender de
ellos, pura reverencia, pura sonrisa. Lars asiente; vuelve a
mirarme con esa mirada aterradora, desbordante de palabras. Me parece que
está ya a punto de empezar a hablar. -Tengo que volver a
llamar a Paula – digo, saliendo al paso. -¿Qué urgencia hay? -Si me llamó por algo
será. Estiro la mano hacia el
celular; Lars me la ataja, me la aprisiona dulcemente, me dice: -Vera... Me hago la tonta; digo: -Bueno, está bien. Lo
dejo encendido, ya veremos. Si suena, por favor, atiende –le pido levantándome-.
Voy al baño. Al volver compruebo que
todavía el mozo no nos ha servido. Le pregunto a Lars si Paula llamó, me
dice que no. -¿Por qué te va a
llamar si dejó un mensaje? -Un mensaje
incomprensible. -¿Y cómo puede saberlo? -Debe estar esperando mi
respuesta. -Vera... –dice Lars de
nuevo. Justo en ese momento
aparece el mozo con las entradas. Inspecciono con el tenedor la ensalada
que me acaba de poner delante y advierto que han dejado en ella varias
rodajas de pepino. Pero que además hay innumerables trozos de morrón
verde y rojo. Un verdadero atentado a mi tubo digestivo. -No puedo comer esto
–le digo al mozo. -Es lo que pidió ¿no? y
le sacaron los pepinos –contesta. Le
muestro las rodajas culpables: -Se ve que el cocinero
estaba algo apurado –contesto. -Apártelos usted misma
–dice el mozo sin empacho. -Lo haría, pero tengo
otro problema: el morrón, la ensalada está llena. -Usted no dijo nada... -¿Cómo podia saberlo? No
figuraba dentro de los ingredientes, de hecho es ilegal. ¿Me lo puede
cambiar sí o no? -Voy a ver qué puedo
hacer –dice el mozo llevándose el plato con mal humor. -Te felicito –comenta
Lars-. Lo de “ilegal” les da un miedo bárbaro. Me ofrece algo de su sopa
que él aún no ha probado. Me inclino por encima de la mesa para tomar de
la cuchara que Lars me tiende, maternal. -Está hirviendo –digo
reclinándome otra vez hacia atrás en el respaldo de la silla. -Mejor -dice Lars-. Así
puedo esperar sin temor a que se enfríe demasiado hasta que te traigan a
ti la ensalada. Transcurren unos segundos
de silencio peligroso, anunciador de inminencias en el que no doy pie a
nada. Me abanico con la servilleta. El trago de sopa ha aumentado en mí
la sensación de calor.
El pulóver, aunque fino pero de cuello alto, resulta demasiado
abrigo para la temperatura ambiente. Se lo digo a Lars. -Sácate el pullóver
–sugiere. Su frase suena anacrónica
y erótica; no tengo nada debajo o más bien sí: una camisetita de ropa
interior. -Voy al baño –digo. -¿Otra vez? -A sacarme lo que tengo
debajo. En el baño tranco la
puerta que da acceso al espacio común para hombres y mujeres donde están
la pileta y el espejo. Dejo la cartera sobre la pileta y urgida, por si
alguien quiere entrar, me saco con movimientos rápidos el pulóver, la
camiseta que poso sobre la cartera; vuelvo a ponerme el pulóver sobre la
piel y meto la prenda en la cartera. Destranco la puerta y me demoro un
poco. Me lavo de nuevo las manos, me miro en el espejo. La que aparece en
el reflejo –atractiva, linda, segura, saludable- no coincide con la que
siento dentro de mí. Trato de impregnarme de esa imagen, de
internalizarla, pero no hay comunicación posible entre esas dos extrañas.
No entiendo que Lars quiera dejar a la del espejo; me parece normal que
desee separarse de la que tengo dentro. Vuelvo a llevar a ésta a la mesa,
la única que me acompaña a todos lados. La sensación de calor ha
disminuido a penas; el pulóver, sólo sobre la piel
sigue siendo un abrigo excesivo y produce una sensación
desagradable. En cuanto me siento, Lars
me cuenta: -Volvió el mozo
anunciando que pueden servirte la entrada que querías al principio.
Resulta que ahora hay espárragos; los habrán mandado venir especialmente
para ti –dice riendo-. Cierto que te lo mereces. ¿Estás mejor? -Sigo con calor –digo. En ese momento llega el
camarero quien pone el plato delante de mí con su habitual falta de
delicadeza. Como Lars terminó ya la sopa, voy comiendo con prisa. Pero no
puedo hacer sólo eso. Estar a su merced comiendo, delante de él,
desocupado, con todas las palabras a punto de desbordarse en una avalancha
asesina sobre la mesa. Tengo que esquivarla, no dar paso. Siento que el
apuro de comer, ese apremio que me vuelve indisponible, es insuficiente.
El acaloramiento del que sigo siendo víctima me proporciona un nuevo
pretexto. -Voy a sacarme las
medias, son de lana, me dan demasiado calor –le digo a Lars. -¿Vas a irte otra vez? -No, no hace falta. Inclino el busto para
tratar de alcanzar con la mano izquierda el elástico de la media que ciñe
la pierna derecha bajo la rodilla; luego inserto el pulgar y tiro hacia
abajo. Al llegar al talón debo ejercer una presión aún mayor para
retirarla del todo. La operación es dificultosa porque intento comer al
mismo tiempo lo cual me ocupa la mano más hábil en mí, la derecha. Con
una mano sola no puedo cortar los espárragos que tengo que introducir
enteros en la boca. Además, no me gusta entregarme a este tipo de
exhibiciones en público por lo que me veo obligada al disimulo, sobre
todo que, como previsto, el restaurante ahora se ha llenado. Pongo la bola
de lana negra de la media levemente húmeda en la cartera. Calzo el pie
derecho liberado y a sus anchas dentro del zapato. Lars mira mis tejes y
manejes divertido, tal vez ya resignado. Tengo la boca llena, y la
masticación del espárrago entero se me hace dificultosa. Podría empezar
a hablarme, decirme algo por fin sobre su decisión, pero supongo que mi
concentración le es necesaria. Vuelvo a repetir la misma operación
con la otra media que también pongo en la cartera junto a la
primera y a la camiseta. Termino al mismo tiempo
de comer y de sacarme las medias. Los dos platos principales llegan sin
transición. En la salsa del pescado
del mío se advierten finas tiras de morrones verdes y rojos. No sé qué
hacer. Reclamar de nuevo instalaría una declaración de guerra inequívoca
con el personal del restaurante, para la cual me hace falta el apoyo de
Lars. Supongo que esta vez me lo negaría; necesita tranquilidad para
decir lo que tiene que
decirme. Sin tomar los cubiertos,
sólo observando el plato con aprehensión y ojo crítico, comento para
probar: -Creo que en este país
hay sobreproducción de morrones. Los ponen en todas las recetas Lars se muestra
consternado por mi mala suerte. Me ofrece su plato, insiste en que no le
molesta intercambiar. En el suyo no hay nada que me caiga mal, es un plato
de carne, eso sí y yo no suelo comer carne. Pero acepto. Sigo agobiada
por el calor
y se lo digo. -No sé qué se puede
hacer –constata Lars impotente. Se me ocurre de pronto la
idea de que él se saque la camisa; debajo tiene una camiseta de verano.
Yo a mi vez me pondría su camisa en lugar del pulóver. Lars está de
acuerdo. Nos preguntamos si es mejor hacerlo ya o esperar. Sopesamos pros
y contras. Lars tiene que ir primero al baño. Volver con la camisa y dármela
con disimulo por debajo de la mesa. Luego, yo iría a cambiarme al baño
llevando en la cartera la camisa de Lars. Como los platos van a enfriarse,
tal vez sea más conveniente hacer la operación después, antes del
postre, digo yo. Lars disiente; opina que cuanto antes me sienta a gusto,
mejor. -Además –agrega-,
seguro que tienen microondas. Si se enfrían los platos, les pedimos que
nos los calienten. Me convence; se levanta y
va al baño. Yo aprovecho para llamar de nuevo a Paula. Lo primero que oigo es un
rumor continuo indefinido y por debajo la voz de mi hija. -Sí... ¿Mamá?... ¡Por
fin! ...Quería decirte que... La comunicación se
corta. Miro el celular, todo parece en orden, los problemas no vienen de
mi aparato; vuelvo a dejarlo encendido sobre la mesa. Lars regresa del baño
con la camisa colgada del brazo, con una expresión entre placentera y
perdida, algo como un dulce tormento en la mirada. Me sonríe mientras
avanza hacia mí con su paso elástico. De lejos parece más rubio,
pienso; me arden las comisuras de los ojos, siento un torrente callado
acumulado en la garganta. Se sienta, se sonríe de nuevo, parece mirarme
con amor o tal vez con conmiseración. -Pude hablar con Paula
pero se cortó –le informo. -¿Te dijo algo?
–pregunta mientras me entrega la camisa debajo de la mesa.
-No hubo tiempo Lars me acaricia la
mejilla, me dice: -No te preocupes, Vera,
ya vas a poder comunicarte. Luego mira el plato, a
medio llenar: -¿No comes más?. -No, en realidad no tengo
hambre -contesto poniendo la camisa de Lars en la cartera. Me levanto. -Bueno -dice Lars-,
mientras que vas al baño, yo termino lo mío. Está rico, me gustan los
morrones. -Que te aproveche- le
digo festiva, tratando de ignorar la presión en la garganta y el picor
salado que me asoma en los ojos,
mandándole un beso con los labios. Como si nada. Esta vez hay una mujer en
la parte común del baño, y el inodoro de los hombres está ocupado.
Entro en el de las mujeres, minúsculo como de costumbre. Miro a mi
alrededor: no hay percha. Cuelgo mi cartera en el picaporte de la puerta,
me saco el pulóver, lo mantengo apretado en el antebrazo mientras que
extraigo la camisa de la cartera, cuidando de que no toque el piso, la
pongo sobre el brazo izquierdo mientras introduzco el pulóver empujándolo
dentro de la cartera ya bastante llena con la camiseta y las medias. Me
visto con la camisa de Lars, y salgo embargada por su perfume. Otra mujer
distinta a la de antes, me mira con curiosidad, supongo que habré hecho
ruidos extraños. Entra en el inodoro, yo vuelvo a encontrarme con la del
espejo. La camisa está un poco arrugada, la aliso con la mano; me gusta
la imagen, pero tengo que dejarla. Vuelvo a la sala, desamparada de la del
reflejo y con la cartera hinchada al hombro. La mesa ya está despejada;
encima se ven los menúes que entretanto trajo el mozo. Lars me pregunta
si quiero postre. Digo que sí. Me acomodo en la silla sintiéndome ya
mejor; elijo un helado. La camisa me queda bien,
dice Lars con el tono de los piropos. Y trato de atrapar los destellos de
deseo en su mirada con rapidez de malabarista pero evitando cualquier
contacto prolongado; cuido también de dejar las manos sobre mi falda.
Lars estira su brazo y me toca a la altura del hombro. -¿Estás bien? Asiento con la cabeza
mientras miro fijamente al celular que insólitamente suena dos veces, con
timbres diferentes. Uno es el de una llamada normal, el otro es el aviso
de un mensaje. Primero contesto. Es Paula. - Me llamaste ¿Qué
pasa? ¿no oíste el contestador? –me dice. -No, no se entendía
nada. -Me quedo a dormir en lo
de Vanesa. -Está bien –digo-. Un
beso. Hasta mañana. Mi mirada se cruza con la
de Lars que me dice: -¿Viste? No había por
qué preocuparse. -Y agrega-: Tenías un mensaje también ¿no? Cierto, me había
olvidado. Llamo al servidor. Es un mensaje escrito. Empiezo a leer:
“Aprovecho que estás en el baño para decirte...” Con pánico, apago el
celular sin leer lo que sigue, con los ojos clavados en la grisura vacía
de la pantallita. Lars me mira, me dice con
una sonrisa: -Bueno,
¿estás de acuerdo? Le digo que sí con la
cabeza. Lars llama al mozo; le pide dos copas de champán. |
Silvia Larrañaga
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