Esa mujer rizada.
Esparcida en la noche como el aire.
Fue oro de mi vida.
Su blanco nombre en pulserón bronce.
La veladora de su frente.
La pollera naranja.
Las negras olas del sacón de paño.
Moría de dulzura.
Mientras sangraba
empalidecía.
Tuvo la claridad de las colinas.
Clarividencia mía.
Luz tocada igual que los abrazos.
Sentí su corazón.
Campana escúalida
bajo los corcoveos del salvaje.
La ciudad se metía en sus raíces.
Se recogía como una basílica.
Las casas extenuadas
colgaban su molino en el ropero.
Iban en procesión.
Colchones y pianolas.
Cargaban con música y el sueño.
Esa mujer sonora.
Escoltada
por el pinchudo pino del fusil.
Deshabitada.
Alcanzada por mi deslumbramiento inoportuno.
Por mi sorpresa de canoa delante de la piedra.
Mujer de nieve.
Azul como un milagro.
Jarra de miel.
Buen pan de leche pura.
Enlazada en traidor abatimiento.
Porque no es atributo de las bestias.
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