Treinta y uno

Estas ratas deben ser arias.

Escarban el vellón de los judíos.

Mordisquean la uva del testículo.

Escrupulosamente.

Filosamente entran por el ojal circuncidado.

Ciegas.

Raspan para abrirse paso.

Hasta los jugos íntimos.

Hasta la miel privada.

Se abren paso sin luz.

Saben

donde meter la sarna.

Ellos las miran pero no las espantan.

Acampan en el Ghetto.

Salen por las ranuras de los pisos podridos.

Sigilosas como policías.

Con el lomo encorvado.

Sus duros pelos rajan  la vejiga.

Sangran por las orinas.

Hasta los dientes suben.

Con las patas peladas de fregar huesos sueltos.

Chupan hasta el meollo.

Sus puntas carcomidas

por el rojo fluido de las lastimaduras,

parecen las uñejas de una puta.

Los rasguños se vuelven tajos hondos

de aguantar las pisadas.

Ratas en procesión.

Lenguas y babas lentas.

Por el estómago.

Por los riñones.

Por el pulmón.

Asfixian sus repugnantes cuerpos

aglomerados en el esófago.

Cuando llegan arriba,

a la boca del aire,

son repentinamente vomitadas.

Los judíos las largan como mierda

y eruptan mucho rato.

Las ratas vuelven al vellón.

Portón sin vigilancia.

Cada cual con su peste

para apestar Varsovia.

 

Cierro los ojos.

Los oidos.

El alma.

 

El Ghetto es una cripta gigantesca.

Pira siniestra.

 

La verguenza no será suficiente.

Cristina Landó
de Recuerdo de Guerra 

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