Treinta y tres |
Rajado
el viso helado de Alemania. Truena
el oso del Alpe. El
deshielo se vuelca en
una orquídea. Su
noviazgo de acero. Sus
cenizas anónimas. Es
primavera del 45. Sin
uniforme y sin reloj he
vuelto a casa. Heidelberg. El
río fija el rostro en
las calles vaciadas. El
Puente Viejo. Su
portal barroco. La
Universidad con sus canciones. El
Valle del Neckar. Acorralado
tras la puerta dura. Trancado
y apaleado. Con
la barriga del barril abierta. La
canilla de bronce machucada. Sin
chorrear de cerveza. Sin
la francachonada de los vasos cantores. Está
de pie, como
si fuera un crucifijo, el
mostrador de Schafferman y
su musiquería. Desde
Wagner al jazz americano. Enconos
invisibles, como
el zurcido de Rebeca Wolf en
el guante del padre. Caserones
raídos en
suntuoso silencio. El
farol extendiendo su mantel amarillo. La
flauta de la ausencia en
la boca vacía de los patios. Aquí
estaba mi infancia. Aquí, en
este filo de la cerca me
lastimé el tobillo. Tengo
la cicatriz. Cada
piedra es un beso de mi madre. Tras
la fuente andaluza se arrincona el jardín. Sin
los extravagantes mecanismos de alarmas y timbrajes. Sólo
muros bajitos. Y
las enaguas de las chimeneas calentando las conversaciones. Ya
no conozco nada. Mi
corazón repite los paisajes. Un
frunce de recuerdos. El
Neckar también está salobre. |
Cristina Landó
de Recuerdo de Guerra
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