Doce

Detrás de la armadura

algo apartaba la agonía de la respiración.

Primera luna de trinchera.

Frente perdido

porque el aliento desinfló los dientes.

En la aceitada hiena de la calle

se estrellaba la astucia de los gatos.

De un rudo salivazo

limpiaba el coronel su botamanga.

 

 

Mi cuerpo tropezó

con la carreta de las carcajadas.

 

La carne dividida,

sujetada en la bolsa de los trenes hediondos

corría veloz.

Las ratas se chupaban las indefensas vísceras.

Descuartizaban minuciosamente

el supurado tamboril del  hígado

sin saber que el platillo tenía nombre.

 

La luna estaba floja como una media vieja.

 

Caía la luz.

Nata revuelta.

Costra de sol, fritada en el castillo de von Manheim,

aquel, con el anillo y la hija empolvada para el baile.

 

Tapiz de pus colgaba de los ojos

como una caravana de marfil.

En  hipócrita mierda,

el socio Pío XII  se meaba en la Cruz

con su gorrito blanco.

¡Ese obediente Pío en la pimienta de Berlín.!

 

Anduve sin zapatos

para salvar mi sed.

Brindé con peces vivos

remojados en sal.

 

Desfile de prelados y sombreros autócratas.

De neblina  prusiana,

Tortugas que transaban ceguera por un culo de cerdo.

Boda de cómplices y  víctimas.  

Todos cocodrileando, 

viscosos, arrastrando bocazas 

para la mordida putona,

maricona,

promiscua.

 

El miedo era una coincidencia de suspiros.

Flauta en secreto.

El ejercicio noble

del  Padre Nuestro horneado en las barracas.

El pan envenenado con levadura negra.

 

Mientras,

disciplinados pulpos

cultivaban  finezas en letrinas de gas.

Los gritejos perdían su tamaño de rostro.

Hinchazones obscenas.

Toscos gestos aislados, reunidos

bajo el sobaco del bufón.

 

 

Pongan la tercer mesa

para los angelitos venideros.

Cristina Landó
de Recuerdo de Guerra 

Ir a página inicio

Ir a índice de poesía

Ir a índice de Landó, Cristina

Ir a mapa del sitio