Soñar con sangre Sylvia Lago |
I: Venganza |
El
revólver estaba partido por la mitad, a lo largo, y el suicida se lo
acercaba a la mujer, al niño, con una parte en cada una de sus manos. El
metal y las manos estaban cubiertos de sangre nueva, roja, como si el
hombre no hubiera muerto hacía ya tres años, descerrajándose, con esa
misma arma -pero entera, perfecta en su cuerpo de acero luminoso- un
balazo en el corazón.
La
mujer, de tanto soñarlo, había convertido aquel ritual en realidad: el
suicida aproximaba el revólver -a la mujer, al niño con las manos
juntas, como si les ofreciera un ícono hermoso, reverenciar. La
semisonrisa de labios amoratados -como cuando lo estaban velando- se
convertía en una mueca extraña: ella no sabía si expresaba dolor o ironía,
rencor o arrepentimiento.
Y
no podía perdonarlo.
El
niño iba creciendo, frágil y triste; cada tanto levantaba la cabeza con
cierta majestad, llevando hacia atrás un mechón de cabellos lacios y
finos. Entonces la miraba, altivo, como -cuando vivía- algunas veces la
había mirado su padre. A ella le parecía que, de pronto, podía verle,
en el rostro, el alma, y, alrededor, alas muy tenues, oscuras, que
rondaban la cabeza infantil, limpia -probablemente- de malos pensamientos.
Un
día no pudo soportar más ese sueño y se lo contó al hijo para que,
compartiéndolo, pudieran resistirlo.
Cuando
se despertó -o creyó despertarse- de súbito, la noche siguiente, allí
estaba el suicida exhibiendo su ofrenda. Vio, a la luz de la luna que
iluminaba vagamente el cuarto donde dormían, cómo el niño extendía las
manos para recibir su mitad, y vio que de esas manos chorreaba sangre
nueva, muy roja, que se iba tornando cada vez más oscura y se desprendía
y, de repente, se echaba a volar, como una mariposa de la noche.
Entonces comprendió que su único hijo compartía, desde siempre, con orgullo, aquella muerte afrentosa y lejana. |
II: El pavo |
Pendía,
descabezado, atadas las patas con un alambre retorcido, de una rama del
viejo ciruelo, en el fondo de la casa.
El
árbol estaba, por esa época, cargado de frutas moradas, jugosas;
algunas, muy maduras, se desprendían de los gajos y se abrían en la
tierra, como bocas sangrantes. Pero lo que goteaba por el pescuezo del
pavo sin cabeza no era zumo sino, realmente, sangre.
La
abuela engordaba el pavo de navidad durante varios meses. "Hay que
cebarlo", decía, y le daba de comer muchas veces al día una ración
espesa, amarillenta, que mixturaba harinas, semillas, huevos, miel.
El
pavo, ingenuo, tonto, ajeno a su destino, engullía y volvían engullir,
insaciable.
La
niña acompañaba a la abuela cuando alimentaba al ave que agitaba su
cresta roja, granulada y, de tanto en tanto, graznaba, pidiendo más. Ella
misma, la niña, le acercaba la escudilla repleta, y miraba, en silencio,
cómo el animal apuraba su glotonería.
Cuando
se aproximaba la nochebuena, la abuela sacaba de un cajón del aparador
una cuchilla filosa y fregaba, hasta dejarla reluciente, una vieja
palangana de cobre.
La
niña no asistía al degüello del pavo. Pero lo veía luego, decapitado,
colgando de una rama del ciruelo durante varias horas. "Para que, por
el cogote -decía la abuela- destile hasta la última gota". Y la
sangre caía, cada vez más espesa, más lenta, en el recipiente de cobre.
Después,
la abuela hacía con ella pequeñas morcillas -"pocas porque el
material es escaso"-; deliciosas morcillas con pasas de uva, nueces,
piñones, avellanas. Todos aseguraban que eran sabrosas pero la niña
nunca quiso probarlas. Sabía que adentro estaba "aquello" que
el ave muerta había rezumado -perdida ya en el tacho de basura la cabeza
con su pico angurriento y su cresta colorada- durante una noche impiadosa
y sombría.
El
pavo de nochebuena señoreaba, por fin, en el centro de la mesa,
apetitoso, dorado, tentador, rodeado de ciruelas, de manzanas, de hojas
verdes, frescas.
Pero en el sueño de la mujer que había sido la niña sólo aparecía, para las navidades, el cuerpo sin cabeza del degollado, pendiendo de la rama del ciruelo, atado por las patas, destilando goterones de sangre. |
III: La flor |
Dormía,
aquella criatura, en una cama turca que apenas levantaba unos pocos centímetros
del piso. En un ángulo del cuarto de sus padres, dormía, y desde allí,
con los ojos semicerrados para que no se percataran de que a veces estaba
despierta, solía observarlos.
Era
una niña curiosa; le gustaba detenerse en los objetos y los seres que
entraban en su horizonte, a veinticinco centímetros del suelo. Le
gustaban especialmente los zapatos que permanecían al borde de la cama
matrimonial: los grandes como botes -así quería verlos-, negros o
marrones, a veces lustrados, otras no, de su padre, y los de tacón alto
de su madre, casi siempre sandalias que entrelazaban tiras de cuero o de
plástico. La madre, antes de acostarse, las abandonaba para calzar sus
gastadas chinelas de entrecasa, de peluche celeste. También
veía, a menudo, los calcetines de su padre, tirados cerca de los zapatos,
y alguna que otra prenda de la madre que, lanzada desde la cama, no había
caído en
la silla en la cual debía pasar la noche, sino en el suelo: un sostén
color crema, una bombacha con puntillas, unas medias de nylon.
De
vez en cuando también quedaba olvidado, debajo del toilet o de la mesa de
luz, alguno de sus juguetes: el oso de felpa que le había regalado la
abuela en su último cumpleaños, o la muñeca Bonnie cuyos cabellos
estaban desteñidos y ralos, de tanto y tanto que la niña los había
lavado y peinado.
A
veces le gustaba observar los zapatos en movimiento, es decir, calzados
por sus dueños y rondando por la habitación: los mocasines de papá, por
ejemplo, que se desplazaban, presurosos, se metían en los pantalones
claros u oscuros -según la estación- y volvían a aparecer para alejarse
rápidamente hacia la puerta y salir del dormitorio; era cuando él se iba
a trabajar: elevando un poco la mirada, la niña lo comprendía porque
también veía, a la altura de las rodillas, el portafolios hinchado de
papeles que él llevaba a su empleo.
Adoraba
las chinelas celestes de mamá, tan livianas y mullidas, deslizándose por
la pieza, haciendo apenas un ruidito suave, casi un murmullo. Las adoraba
también porque cuando las usaba mamá se quedaba en casa: no salía de
compras, ni a trabajar en la tienda, ni a buscar, de noche, a las dos
hermanas mayores que iban, los fines de semana, a bailar al club deportivo
del barrio.
Con
aquellas chinelas puestas mamá era más de ella, de la hija menor, la única
que todavía dormía en ese cuarto. Porque las hermanas mayores compartían
con la abuela el otro dormitorio de la casa. Había
dos objetos que ella no quería y que aparecían, por la noche, debajo de
la cama matrimonial, a los lados: se llamaban "escupideras"
aunque sus padres pocas veces escupían en ellas; acaso solamente cuando
estaban acatarrados. De madrugada, al oscuro, la niña escuchaba el sonido
fuerte del chorro de orín masculino o el más liviano, como un susurro,
del pichí de mamá.
No
todas las noches oía esos ruidos: se diría que, sobre todo, surgían
cuando ambos -o sólo su padre- habían salido hasta muy tarde, antes de
cenar, y volvían "alegres" o "chispeados", como les
decía, de mañana, con sorna, la abuela, enlenteciendo sus palabras para
agregar frases como ésta: "vinieron hinchados de cerveza, los dos,
qué vergüenza".
Cuando
regresaban así poco se preocupaban de su hija; hablaban en tono más alto
que de costumbre, de modo que la niña podía captar expresiones breves,
que a veces se referían a ella: "no te inquietes, mami, está
completamente dormida", o "no estés tan seguro, papi, pero
bueno, igual". Igual. Esas noches oía crujir más aceleradamente que
de costumbre los resortes de la cama de bronce, y oía también jadeos y
olía, además, un vaho desagradable de bebida fermentada, que le
provocaba náuseas.
Los
zapatos que calzaba la madre aquella mañana que salió muy temprano con
el padre y tan silenciosamente que la niña no se despertó, nunca los había
visto antes. Recién los conoció cuando, dos horas después, regresaron.
Seguramente eran nuevos y la niña los recrearía durante mucho tiempo en
agitados sueños venideros.
Con
medio taco de suela lustrada color amarillo y capellada de gamuza azul le
parecieron, a la niña, realmente feos. Luego le resultarían, también,
odiosos. Los tacos golpeteaban groseramente, aquella mañana, el piso de
madera, y las piernas de mamá, sin medias, cubiertas hasta la rodilla por
una pollera negra, se le antojaron más gruesas, más pesadas en su
blancura contrastante.
El
cuarto permanecía en penumbra -a pesar de que había sol apenas habían
corrido los visillos de la ventana- y mamá se paseaba de un extremo al
otro, con paso agitado, y lloraba.
La
niña concentraba su atención en aquellos zapatos que traqueteaban por el
dormitorio y, de vez en cuando, miraba los otros, oscuros, abrochados, del
padre, que estaban inmóviles al pie de la silla donde él se había
sentado, mudo, quieto.
De
repente la madre se detuvo y gritó, sin importarle nada si la niña
estaba o no despierta: "¡alcanzame la escupidera, que me voy en
sangre!". El padre se levantó muy rápido y arrastró con un pie el
recipiente que corrió, carraspeante, hasta donde estaba la madre.
Ella había abierto mucho las piernas y las mantenía rígidas, de
modo que los zapatos de gamuza azul con taco de suela amarilla quedaban,
uno del otro, muy distanciados. La escupidera se situó entre ellos y la
niña vio caer la sangre, mientras oía el gemido de su madre: "ay mi
dios, ay mi dios, te juro que yo no quería hacerlo", repetía.
Aquella sangre no cesaba de caer en el recipiente enlozado, blanco. El padre volvió a sentarse. La niña vio, muy cerca, alineados, simétricos (y le pareció que temblorosos), los zapatos oscuros y oyó cuando el padre decía, con voz apagada, en tono también repetitivo: "Ya está hecho, mami, ya está hecho. No era momento para que lo tuvieras, no era momento". Y con un suspiro agregó: "acostate, hacé reposo. Esta pérdida es normal, ya pasará".
La madre se quitó los zapatos y se tiró en la cama. Todavía sollozaba. La niña, en su obstinado entresueño matinal, impuesto a fuerza de apretar los ojos y de no querer ver, vio, sin embargo, en el medio del cuarto, junto a la escupidera, uno de los odiosos zapatos, arrojado como al azar, y limpio; el otro, más lejos, tenía una mancha roja: una flor que, en un instante, había crecido sobre la gamuza azul. |
Sylvia Lago
El cuento uruguayo
Narradores uruguayos de hoy
Ediciones La Gotera - Junio 2002
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