Obras de caridad Sylvia Lago |
Soy yo, el padre Claudio. Fui párroco de la iglesia de Santa Elena, en el pueblo del mismo nombre, al norte de mi país, entre dos ríos. Ahora soy un fantasma, una pobre alma que cumple su penitencia en una de las gradas del purgatorio desde –si es que se puede medir el tiempo en la eternidad—hace aproximadamente una centuria. Años atrás, en las últimas décadas de aquel siglo agitado e insurrecto que fue el XlX, época tumultuosa de guerras civiles, de revoluciones, de muertes violentas, yo no era un fantasma sino un joven de carne y hueso, lleno de energía y fortaleza, que solía quitarme la sotana y, en bombachas de paisano, acuclillarme en la huerta para sembrar y remover la tierra o cabalgar en mi tostado por el campo que había donado a la comunidad religiosa el brasilero Reginaldo Silveira, gran terrateniente de la zona. Hombre de malas costumbres, aquel brasilero aquerenciado en nuestro país, que dilapidaba su fortuna en las casas de juego y los burdeles de la capital del departamento y de otras ciudades vecinas. Pero también hombre generoso, propenso a realizar obras de caridad: fundador de escuelitas rurales, donante de altas sumas destinadas a construir parroquias y hasta cementerios custodiados por estatuas de santos y rodeados de verjas y portones de hierro. Fui yo quien lo casé con Rosarito Guerrero, muchacha del lugar, hija de un maestro español, inmigrante que había llegado a América –como tantos otros- con muy pocas monedas en el bolsillo y, luego de vivir en la capital, había sido contratado por unos armenios fundadores - en esta región- de una colonia agrícola. Conchabado, sí, como allá se decía, por escaso dinero, para enseñarles nuestro idioma a sus hijos. Cuando se vio venir –y sintió en el pellejo- una inevitable y acelerada vejez, don Reginaldo quiso fundar un hogar decoroso con una buena mujer que lo hiciera vivir sus últimos años plácidamente. Y le echó el ojo a Rosarito que era, por entonces, una adolescente. Pidió consentimiento al padre para visitarla en el caserío de los armenios y al poco tiempo se anunció el compromiso. Siempre vi ese matrimonio como una aberración; me costaba aceptar aquel enlace incongruente de anciano-feo y rico con joven-bella y pobre, por más que la literatura –yo era un buen lector de los clásicos- hubiera consagrado ya en sus páginas ese acto desproporcionado, ese desatino. Pero un cura tiene la obligación de ser discreto, cauteloso, más aún cuando se trataba de la decisión de un verdadero benefactor de nuestra parroquia. Así y todo advertí a Rosarito –que asistía al culto y se confesaba conmigo- sobre los peligros y consecuencias de un matrimonio que seguramente la haría infeliz. Pero no me escuchó. Un huracán, a veces; otras, una fogata centelleante aquella jovencita que casi todas las mañanas venía a descargar sus pecados en mi oído. Llegaba muy temprano, cruzando el campo en su caballo, a todo galope. Dejaba a su zaino –el único bien que, por entonces, decía poseer, y al que adoraba- en los fondos de la parroquia, debajo de unos paraísos. Y enseguida me buscaba en la huerta, donde sabía que me encontraría a esas horas. Buen día, padre Claudio; siempre atareado, usted, me decía ladeando un poco su cabeza altiva, el cabello suelto, las mejillas encarnadas por el azote del viento. Una flor de campo, sí, de las más delicadas, aquella criatura privilegiada por la gracia de Dios; una flor perfecta. Con su padre –ella misma me lo contó- había aprendido aritmética y lenguaje y hasta poemas de autores españoles que recitaba o cantaba con donaire. Rosarito era una joya insólita para aquellos lugares desolados y bárbaros donde Nuestro Señor había determinado que viviéramos. Yo le ofrecía frutillas que arrancaba de la planta, o rabanitos jugosos, o un tallo de apio blanco que ella mordisqueaba alegremente. Entonces elevaba los ojos al cielo y rezaba, rezaba rogando a Dios que las partes de mi cuerpo ligadas más a lo terrenal que a lo divino se mantuvieran tranquilas, sin insinuar ningún apetito condenable. Recuerdo su sonrisa, sus ademanes libres, un poco salvajes... Me decía, buscándome con su mirada esplendente: Padre Claudio, quiero confesarme. Y sin esperar respuesta corría hacia la iglesia y entraba en la nave principal y allí me esperaba, prosternada ante la imagen de Santa Elena. Yo iba a mis habitaciones, muy modestas, y apresuradamente vestía los hábitos de ministro del Todopoderoso y volvía, circunspecto, para tomar mi lugar en el confesionario. Ella se arrodillaba en el reclinatorio con escabel de terciopelo almohadillado que ofrendara, con otros implementos que ornaban nuestra santa casa, precisamente el hombre que, tiempo después, se convertiría en su esposo. Yo vislumbraba su cara en la penumbra del confesionario, a través de la rejilla de madera que separaba nuestras cabezas inclinadas. Y ella murmuraba, con voz tímida y dulce, sus pecados que, en realidad, no puedo afirmar que lo fueran. Casi siempre tenían que ver con actitudes adoptadas frente a su padre el maestro, viudo de una lugareña –la madre de Rosarito- que falleciera muy joven, víctima de una de las muchas pestes que asolaban los poblados. Que había respondido a su papá con soberbia, -me decía- que había ido a la laguna cercana y, sin permiso, se había bañado desnuda, a la luz de la luna... Era allí cuando se desplomaban sobre mí las imágenes que, no por bellas y naturales dejaban de ser, para un sacerdote, inapropiadas, pecaminosas. Difícil, Dios mío –todavía ahora que estoy en este lugar de brumas puedo recordarlas, aunque de otra manera- evitar que surgieran esas visiones, por más que tratara de sustituirlas en mi mente por otras, dolorosas y hasta rechazables: el rostro de los moribundos a quienes daba la extremaunción, la cara de algún indio crinudo que venía al portal de la capilla por limosna o, incluso, el semblante ajado y decadente de aquel brasilero con el que ella resolvería desposarse no obstante mis consejos que, por cierto, terminé por dárselos con vehemencia. Le dije que ella no lo amaba, que se arrepentiría durante toda su vida de haber tomado esa resolución insensata. Me respondió que, a su manera, ella lo quería, que era generoso, que la llevaría a ocupar, como dueña y señora, una estancia magnífica, que estaba harta de ser pobre. Yo mismo, el padre Claudio, que ahora purga con plegarias, quién sabe por cuánto tiempo, los pecados que cometió desde que se vinculó a esa historia; yo, que ahora soy un fantasma pero que supe ser un joven vigoroso totalmente resuelto a servir a Dios, tuve que casarlos. Frente al altar de la suntuosa capilla de la estancia, colmada de flores, con candelabros de oro y fuerte aroma de incienso, los uní en matrimonio mientras mi corazón sangraba. Y confundí mis latines cuando los bendije observando aquella mano con piel de batracio que calzaba en el dedo inmaculado de la niña el anillo de boda.
Pasaron algunos meses antes de que ella volviera a visitar la parroquia de Santa Elena. Y cuando regresó no lo hizo cabalgando en su zaino sino apoltronada en el mullido asiento de uno de los charrés de la estancia, vestida de señora, con traje oscuro de seda, sombrerito con velo, pulseras, anillos. La recibí amablemente, aunque distante. ¿La señora venía a confesarse? Dijo que sí y se instaló, haciendo susurrar las tafetas de su traje, en el reclinatorio donde tantas veces, desde niña, había alivianado su alma. Cuando levantó el velo, dispuesta a hablar, pude ver sus labios sonrosados, húmedos. Y me estremecí. Habló con prisa y voz perentoria: Deberá hacerme un favor, padre Claudio, un enorme favor que le agradeceré mientras viva, un favor que acarreará para su iglesia una dádiva inimaginable, un favor, un favor..., repetía, jadeante. Su aliento me quemaba el rostro cuando “confesó” –porque realmente fue una confesión, aunque no en busca de la misericordia y el perdón divinos- que su marido estaba “gastado” –así dijo- completamente gastado, padre Claudio, y no puede, no puede... Lanzó un suspiro largo que si no hubiera salido de su boca podría haberse confundido con un resuello. Y de inmediato apuró sus palabras, sin intentar mirarme a través de las varillas: Ocurre que él anhela tener un hijo, un heredero. En realidad ambos, mi esposo y yo, lo ansiamos. Y por su condición de sacerdote y hombre de bien, padre Claudio, por estar seguros de su bondad, de su espíritu caritativo y de su discreción, sobre todo de su discreción –recalcó-, es que lo hemos elegido... Confuso, espantado, me precipité fuera del confesionario, dispuesto a huir, a desaparecer. Pero no permitió que lo hiciera: me enfrentó en la nave vacía, arrogante como siempre, y bella, tan poderosa e inclemente en su hermosura, con el escote cubierto apenas de un encaje muy fino que dejaba entrever los pechos palpitantes, con su boca de labios temblorosos... Nueve meses después supe que el infante había nacido en la estancia, lindo y sano. Lo supe al otro día del nacimiento. Desde aquellas visitas –que no fueron más de cuatro o cinco- en las cuales, delirante y a la vez atormentado, la recibí (de bona fide, lo juro) y acepté, ay, sus furores de hembra en celo y luego dejé de verla y me maldije y empecé a aplicar a mi cuerpo toda clase de suplicios, había envejecido como si hubieran caído sobre mí cincuenta años. Al otro día del nacimiento vino a la parroquia el capataz de la estancia a darme la buena nueva y entregarme una bonita canasta con moña y lazos dorados que contenía dos botellas de vino portugués del mejor y las deliciosas perdices en escabeche –sazonadas con pimienta negra- que sólo sabían preparar en la enorme cocina del caserón de don Reginaldo. Y que eran famosas, por exquisitas, en los alrededores. Esto le mandan mis patrones –me había dicho el capataz- para que usted también celebre y comparta con ellos su felicidad. A medianoche desperté entre vómitos y retortijones, torturado por el dolor, y ocurrió el trance: pasé de mi tormento físico a este lugar donde el cuerpo ya no padece sus miserias, a esta grada del purgatorio donde –intuí- cumpliría mi ciclo de pecador que no ha perdido la esperanza de alcanzar el paraíso. Me encontré aquí sin que nadie, ni un santo, ni un arcángel, ni un querubín del Señor me recibiera para darme explicaciones. Y ahora, de tanto en tanto, me pregunto:¿mi muerte fue un castigo de Dios, que no supo o no quiso comprender la acción caritativa que yo había realizado para alegrar el mundo con un nuevo y deseado angelito? ¿Y para que unos padres atribulados pudieran ser felices y vivir en paz? ¿O fue cosa de aquel viejo zorro que me envió el presente griego con el fin de darme rápida salida al más allá –cuando el niño había nacido-, asegurándose de que nadie revelaría nunca el secreto que nos unía, la verdad que jamás debería salir a luz? En este reino tan triste donde permanezco en actitud de contrición, vuelvo a pensar en aquel imprevisto desenlace. Y me pregunto si yo lo merecía. Quizá no sean las mías sino elucubraciones de fantasma que intenta presentarse, ante quienes lo juzgarán, como un auténtico arrepentido. Cierro los ojos, entonces -que las almas conservamos aquí, aunque atenuadas, nuestras formas carnales- y vuelvo a recordar las palabras que, antes de marcharse, pronunció el capataz esbozando debajo del bigote una sonrisita condescendiente: que sus patrones habían escogido ya, de común acuerdo, el nombre con el cual bautizarían al recién nacido; se llamará Reginaldo, como su padre –me dijo. Y su segundo nombre, para que Dios lo haga un buen cristiano como usted, será Claudio. Ya lo han decidido. Espabílate ya, alma en pena, deja de cavilar y atiéndeme, que vengo especialmente a otorgarte una gracia –una obra de caridad, dirían allá en tu estrella- que te brinda el Creador. Soy su Emisario y te diré que no ha pasado, como crees, un siglo desde que arribaste a este reino sino, de acuerdo a tu canon temporal, apenas setenta y cinco años. Y para que no sigas divagando mientras aguardas tu acceso al paraíso -que llegará, llegará, debes tener paciencia y fe- nuestro Rey Infinito quiere mostrarte un punto –solamente un momento fugaz – de lo que en tu planeta llaman “el presente”. Observa, pues, esta visión, tu que fuiste propenso a esa clase de imágenes. Allá está, radiante bajo la luz del sol, la monumental iglesia de Santa Elena, construida donde estuvo tu humilde parroquia con la “inimaginable dádiva” que realizara el matrimonio Silveira-Guerrero. Mira, al costado, el imponente cementerio donde, en mausoleo de mármol con un ángel custodio, yacen los restos mortales de aquellos benefactores que no te sobrevivieron demasiado tiempo: sólo doce años durante los cuales Rosarito, tu “flor perfecta”, se desacató y sin guardar discreción ni secretos, tuvo cada diez meses un hijo, una caterva de criaturas de todos los pelos y colores: muy blanquitos, algunos, como los armenios de la zona, mulatones como el capataz de la estancia, pardos y negros como los peones y zafreros. Ella, la paridora, murió a consecuencia de su último parto, que ocurrió unos meses después de haberse ido del mundo, ebrio y con el hígado deshecho, don Reginaldo, a quien seguramente, aunque lo buscaras, no encontrarías en este reino. Ahora mira bien porque es la última imagen que voy a concederte. Mira a ese cura gordo y rozagante, de mofletes colorados, que sentado debajo de los paraísos, detrás de la iglesia, celebra sus setenta y cinco años de edad rodeado de las monjas del convento cercano, a quienes de vez en cuando pellizca o acaricia; mira con qué alegría le sirven perdices en escabeche preparadas como sólo esas hermanitas saben hacerlo (sin pimientas dañinas, sin aderezos perniciosos) y escancian para él, en copa reluciente, el exquisito vino de Portugal conservado en las bodegas de la estancia que este siervo del Señor, Reginaldo Claudio, heredó de su padre legítimo, entre otros bienes cuantiosos, por ser el primogénito y además por haber elegido, siguiendo tu ejemplo, el sacerdocio. |
Sylvia Lago
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