Vimos cuando la cabeza de aquel a quien llamaban el Mugroso se asomó a la ventana (el ventanuco de doble hoja que ostentaba en su centro, como pestillo, un corazón de hierro); su grotesca figura, vieron, parecida a la de un fantoche con la lluvia de pelos ásperos que le caía sobre la frente y que él apartó con la mano para que apareciera la cara.
Lárguense todos al demonio, vamos, andando, o no aprendieron todavía a respetar a los muertos, nos gritó.
Preguntaron a quién se velaba en aquel sórdido segundo piso -detrás de la ventana ubicada sobre el luminoso del Cabaret "Huevos de Oro"- y uno respondió que era el sepelio de la Enriqueta y allá arriba están velando a una puta, dijo otro y un tercero, emputecida y vesánica, agregó.
Sólo una vieja mendiga derrengada tomó la defensa de la muerta y declaró con tono desafiante que había sido una mujer de mala vida, sí, pero que desde hacía tiempo no lo era: a ver si alguien se atreve a negarme que la Queta murió por su honra, argumentó.
Un Austin del 47 dobló la esquina y se detuvo frente a la puerta principal y entonces observaron primero al chofer, un mulato de ojos oblicuos que se quitó la gorra y se enjugó la cara sudorosa, reluciente, con un pañuelo blanco. Luego el cura, enorme y grueso, sin embargo tan ágil: lanzándose a la vereda de un salto, cerrando con un golpe seco la portezuela del coche, caminando presuroso hacia el "Huevos" sin mirar a nadie, con la cabeza baja, absorto en sus pensamientos.
En la calleja del Puerto cayó un silencio duro que inmovilizó el aire. Rígidos en sus posiciones permanecieron por allí los hombres: semiverticales, algunos; tendidos, los otros, en las aceras, bajo la ferocidad ígnea del mediodía de enero. Casi todos borrachos.
De pronto el gemido ronco, angustioso, de un remolcador ensombreció el ámbito. Dos muchachos dejaron su postura de total abandono y se dirigieron a la dársena. A lo mejor hay descarga, dijo uno y se 'limpió la boca sin dientes con el extremo de su manga desflecada. El otro se encogió de hombros.
De un golpe se cerro la ventana del Cabaret. Hacia allí se orientaron los ojos de la mendiga, casi blancos, como ciegos bajo el claror restallante. De inmediato la mujer se encaminó rastreando hacia la escalera que por el costado del edificio conducía al cuarto donde se realizaba el velatorio.
Entendieron que debían seguirla. Por eso se adentraron en aquel conducto incierto -sofocado de silencio y tufos mohosos-, y en el rellano empezaron a oír las jaculatorias del cura alternadas por los rezos estentóreos de los que rodeaban el cadáver. Entrados ya vimos un cuerpo de mujer en torno al cual se estrechaba una circunferencia de seres foscos, inflexibles en su verticalidad, con aspecto de aves de rapiña confabuladas en una ceremonia siniestra. Vimos entre los cirios la faz de rasgos armoniosos, grave, cargada de secretos, en la cual se destacaba un nimbo violáceo que se espesaba bajo los párpados inmensos. Y vimos los otros ojos, el enjambre de ojos opacos que se detuvieron primero curiosos, recelosos luego, por fin declaradamente hostiles, en nosotros. Y las bocas que se abrieron al unísono y, suspendiendo las oraciones, ¡fuera, fuera de aquí!, nos espetaron sin abandonar el tono de letanía.
Salieron. Cruzaron la escueta calzada y fueron al boliche de enfrente: un viejo edificio colonial escoriado, con sus vigas desnudas. En el interior, volcado sobre un mostrador grasiento, el Mugroso apuraba sus cañas. Le pagamos las copas que había bebido, las que bebería. Animado por el duende del alcohol, comenzó a hablar, a hablarnos: "Así que ustedes también quieren saber cosas de ella, la difunta, la pobre Repú... ¿Que por qué la llamaban así, quieren saber? Pero si no era ése el único nombre que le daban. También le decían Queta, a secas. Y casi le diría que éste era el único apodo que admitía sin enojarse demasiado. El de Repú no me acuerdo si se lo puso aquel Jack, Jacklindón, como ella lo llamaba, que a la desdichada la obligaban a ser zalamera con los extraños: ésa es la primera norma de unas cuantas que rigen para las muchachas del Huevos. Aunque no; ahora que la caña me está despejando la memoria -siempre me pasa lo mismo- recuerdo que no fue así sino muy de otra manera: el sobrenombre se lo puso un criollo; un tal Patricio, el único que se enamoró, como dicen, se enamoró verdad-verdad de ella. La Queta le prometió largar esta vida para seguirlo y pensando en eso se enfrentó una noche a los patrones. Les hizo frente, sí; vestida con un traje rojo se les presentó en el despacho, ése que tienen bien disimulado en los fondos y que en familia llamamos El Escondrijo; ése en el que noche a noche ellos hacen sus negocios y timbean fuerte y se emborrachan con whisky del bueno. Allí la Queta habló, gritó, lloriqueó, pero al final salió como vencida, como deshecha, con cara de perrita apaleada, sí, aunque en realidad nadie la había tocado. Nomás le habían contestado siempre que no y que no, especialmente don Prudencio, torciendo, como es su costumbre, la boca hacia el costado donde acomoda el habanito que casi sin descanso fuma. Todo esto lo sé muy bien porque ese día, como tantos otros, yo los espiaba. Lo cierto es que de noche, cuando la Queta subió con el tal Patricio a la pieza donde ahora mismito la estamos velando no fue para pasarlo bien sino para bajar casi en seguida seria, sin color, y el otro atrás, serio también y como endurecido de empacado, con una expresión rara, incomprensible... Antes de separarse se observaron un rato, sin hablarse, como si se midieran. Después ella se fue a los fondos sin mirar a nadie; allá tenía su cuarto particular. Y Patricio, parado en medio del salón, como si de repente se hubiera vuelto loco, llenó con sus alaridos el ambiente: Mujer pública no, réquete, réquete república la reputa Enriqueta, gritó. Y los clientes lo espiaban con desconfianza mientras el hombre salía del lugar después de cruzarlos con una mirada llena de esa negritud que ponen el odio y el asco y que le da a los ojos aspecto de vidrios ahumados. Yo, que me había agazapado cerca de la puerta lo oí decir entre dientes algo de que volvería, de que ya iban a ver... no sé. La verdad es que fue una noche brava, aquélla. ¿Que qué tuvo que ver con ella el tal Jack, y si estaba esa noche en el Cabaret? Les contesto primero a lo segundo: Pues sí, estaba. Y creo que se empecino con Enriqueta esa vez más por el nombrete que el otro le había endosado que por la mujer misma, aunque puedo jurar que la Repú no era, nunca fue mujer de despreciar. Me acuerdo cuando la metieron a trabajar en el Huevos... Era toda una belleza la muchachita. Después se fue como desgastando, poniéndose ojerosa y callada; algunos dicen que en los últimos tiempos hasta se había prendido de las drogas. Pero lo mismo seguía linda, sólo que de otro modo, no sé cómo explicarles... Le pasó algo parecido a lo que ocurrió con este negocio, que en un tiempo fue cantina, saben, y trabajaba con los obreros del Puerto -entonces no había hambre como ahora- y un poco, también, con la marinería. Después empezó a llenarse de gringos. Entonces se convirtió en cabaret y, en confianza, les digo más: francamente se convirtió en quilombo. Y aunque el asunto marchaba y las ganancias eran cada día mayores, la cantina se volvió otra cosa, quién lo duda. Le cambió la cara, como dice la gente. Le cambió la cara. Volviendo al suceso que les estaba contando, les diré que el Jacklindón buscó a la Queta en cuanto salió Patricio. Les dijo a los patrones que se la dieran por la noche entera, que él la iba a pagar bien. Ella, al principio, se opuso: dijo que no y que no; que esa noche no. Pero los otros la obligaron a decir que sí, especialmente el patrón Prudencio que desde años atrás andaba enredado con la muchacha. El Jack la sentó en sus rodillas. Yo, que juntaba los puchos del piso, le eché un vistazo al hombre, haciéndome el distraído: le miré las espaldas enterizas, anchonas, y la cabeza cuadrada donde brillaba el pelo rubio cortado a lo erizo. Él la obligó a tomar. Llevaba el vaso hasta los labios de la Queta y gritaba ¡Whisky, Rrrepública, whisky! Y ella tragaba y eructaba y el licor le chorreaba por la cara, le manchaba el vestido, tanto-tanto que, cuando al final de la noche me tocó la limpieza, terminé en cuatro patas, como pichicho, lambeteando el suelo. Así empezó el asunto con el Jack".
Recordamos: Tenía las manos juntas sobre el vientre y, entre los dedos, uno dijo que otro le había dicho que una monja le había puesto el rosario de cuentas de madera oscura. Los dedos casi transparentes, como dormidos en una beatitud marfileña, las mejillas que no habían perdido totalmente el color de la vida, recordamos. La religiosa, dijeron, le habla quitado el anillo que se le hundía en la carne del dedo anular. El anillo de compromiso.
No es de oro, no; sólo de metal dorado, dijo la monja apoyando sus palabras en una discreta sonrisa. La pobrecita se habrá creído que era de oro, agregó. La monja-enfermera iba extrayendo de una bolsa de nylon las prendas íntimas, manchadas de sangre. Y las echaba al fuego de un brasero en el patio del fondo, cerca de un naranjo. Le preguntamos si eran las ropas de Enriqueta. Asintió. Le preguntamos cómo las había obtenido. Dijo, alzando el rostro: Ya no le interesan a nadie. Le preguntamos si eran de calidad. Y habló otra vez muy pausadamente: Sí.. Parece que formaban su ajuar de novia. Como también estas sábanas... Dicen que el marido lo trajo todo de su país... Sin embargo la amortajamos con una sábana de lienzo. Nos miró de súbito como si recién nos descubriera: ¿Y ustedes quiénes son? ¿Van a escribir en los periódicos sobre ella? La tranquilizamos, negando. Pero igual se entregó a su tarea con un gesto que denunciaba una repentina voluntad de mutismo. La dejamos. Caminamos por el corredor entre macetas de tunas, de malvones de variados colores. El Mugroso nos había contado que las muchachas de la casa se ocupan de las plantas con dedicación casi maternal. Al fondo están las piezas en las que ellas duermen durante las horas del día. Tienen ventanas estrechas que dan al pasadizo; ventanas con cortinas de cretona floreada. Y puertas; pequeñas puertas de madera pintada de verde, como el ventanuco que se abre sobre el luminoso del Cabaret. Golpeamos en una de ellas en busca de Malvina quien, según nos dijeron, era la amiga más allegada de Enriqueta. Y Malvina sale. Tiene el cabello teñido de un color herrumbroso que se oscurece hacia las raíces. Lleva puesto un salto de cama raído, de paño celeste. Nos mira, curiosa: no puede reconocernos. La inflamación de sus ojos grises, cubiertos ahora por una red de filamentos rojos, delata su llanto reciente. Le hablamos de su amiga. Baja la mirada hasta el piso, se persigna. Dice luego que hacía mucho tiempo que no se encontraban. Tiembla; parece atemorizada cuando nos cuenta que no asistió a la boda aunque estuvo con Enriqueta por la tarde, antes de que llegaran las modistas a vestirla. Ésa fue la única vez que vio "la horizontal" del novio, donde se instalaría la nueva pareja. Y la última ocasión en que conversó con su amiga, asegura. Luego intenta describir el departamento: "Era para enloquecer de envidia a cualquiera: con los pisos lustrados, como de hielo oscuro, lleno de esas alfombras que parecen de pasto fresco, y botones secretos por todos los rincones: se aprieta aquí y salta la mesita del aperitivo con sus vasos; se aprieta allá y se abre una puerta que comunica con el dormitorio y que antes era un precioso paisaje marino. Parecía cosa de magia, créame. Todo tan lujoso, tan mecánico... sueña, y la mirada se le aniebla definitivamente.
Nuevamente contemplan el cadáver. Ven la curva del pecho, la del vientre, y la extendida ondulación de los muslos: son colinas suaves que se alzan sin pudor, casi con alegría: se diría que palpitan. Miran el perfil sereno y la boca reveladora de una memoria extraña, con indicios de lucha. Y las venas dulcemente entrelazadas -bajo la piel transparente- como una oculta, sigilosa red de arroyos y ríos. Desviando la mirada ven a un muchacho esmirriado, de ojos desorbitados, casi salvajes, que desde la puerta los llama. Lo siguen. Sabemos que él, como todos los otros, estará ebrio. Una cicatriz pálida atraviesa su mejilla cetrina y muere en el comienzo de su patilla encrespada. Nos invita a tomar una copa en el salón. Nos convidás porque creés que hablando desfogarás tu angustia, tu miedo. Porque sabés que estamos dispuestos a escucharte cuando nos digas que sos hijo de Enriqueta y de Prudencio; cuando asegures que en una época, según lo oíste de sus propios labios, tu madre había amado a tu padre. Nos invitás porque sabés que no diremos nada cuando adoptes ese tono de orgullo malfundado para enrostramos: "Porque él fue el primero, sépanlo, cuando mi madre era una chiquilina y mi abuela se la llevó a Papá, que era vecino, para que la mantuviera porque estaban muy pobres y la vieja sentía que se moría". Apurando tu copa, suspirando luego, tratarás de que aceptemos las peripecias del drama que viviste y nunca llegaste a comprender: dirás que arribaron años duros, que a tu casa llegaban viajeros ricos y tu padre pedía a su mujer que los atendiera. Que a cambio de esas atenciones los hombres dejaban dinero y que eso estaba bien: "Nosotros teníamos que vivir" -nos desafiarás-, "teníamos que vivir". Contarás, luego, el encumbramiento de Prudencio, y tus pupilas relumbrarán como carbones diabólicos: relatarás cómo llegaron los extraños, cómo se establecieron, cómo Prudencio se fue apoyando en ellos: "Papá era sólo empleado del Huevos de Oro pero, Mamá por medio, pronto lo asociaron. Más adelante se inauguró el "secret- service", dirás malpronunciando. Y aclararás con sorpresivos ademanes que pretenden cohonestar tus palabras:
"las piecitas de arriba donde Mamá y las otras hacían lo suyo.. . ". Beberás otra copa que escanciarás con pulso indeciso antes de narrar el desenlace. Te enjuagarás la boca en el borde de esa camisa demasiado holgada, que no parece pertenecerte; esa camisa costosa y petulante, de color violento. Ya no te miraremos. Apenas si oiremos tu voz áspera en medio de tu ajenidad, de tu extravío. "Cuando llegó Jack y se interesó por ella Papá le aconsejó que se casara y todos juzgamos que ese matrimonio sería una solución para la vida de mi madre. De buena fe la aconsejó Papá, puedo jurarlo. Y sufrió como un desesperado al otro día del casamiento, mientras repartía entre los clientes la foto que de ella habían sacado los diarios: "Mírenla, compañeros", decía mi padre, y no le desperdicien un centímetro; la Queta sigue estando tan buena como el día en que por primera vez me la hice: buena de la cabeza a los pies. Digan si no los deslumbra ,vestida así, con su traje de novia ajustado, con esa carita de santa envuelta en tules. Estaba completamente borracho y se le retorcían los ojos cuando las uñas de los hombres se iban clavando en el papel en las zonas preferidas, como si eligieran el itinerario de un viaje sobre un mapa fascinante: unos, formando cruces, le marcaban el pecho, otros le acariciaban el vientre y los muslos. Él siguió recortando y guardando cuidadosamente las noticias sobre Mamá: las fotos del viaje de novios, por ejemplo; las del regreso con el diplomático, su marido. Y ahora miren lo que voy a mostrarles en seguida; observen, por favor, estas dos poses: una es la primera que se relaciona con ella, con su historia, digamos; la otra, la última".
Y el semblante enturbiado por el alcohol y el miedo se te cubrirá de borrasca cuando exhibas las fotografías: En la primera se aprecia un cuerpo de mujer joven, desnuda sobre la cama; los ojos están cerrados y una sonrisa incierta se insinúa en los labios casi infantiles. "Ésta se la sacó mi padre, dormida, hace no sé cuántos años", nos explicarás. La segunda es una placa oscura en la que apenas se distingue una silueta enhiesta. "Ésta la tomé yo mismo hace unas pocas horas. Créanme: mientras la obtuve el corazón se me hizo añicos". Permanecerás un tiempo en silencio; entretanto tu rostro se irá desdibujando segundo a segundo; será una máscara cetrina, sin facciones, tu rostro de vergüenza. Luego, como si hablaras para vos, concluirás: "Lástima que me falló el pulso, carajo; los dedos me temblaban y la máquina se me desvió tanto que ella perdió del todo su posición horizontal".
Otra vez contemplamos las manos. Como están vueltas sobre el cuerpo, disimuladas en ese fingido ademán de plegaria eterna, nos cuesta imaginarlas en acción. Sabemos -todos lo comentan- que las heridas de Prudencio y de los otros patrones del "Huevos de Oro" inundaron de sangre el piso de El Escondrijo, donde ella fue a buscarlos para perpetrar su venganza. En cambio la prensa declaró que Jack apenas había perdido unas gotas que se le coagularon sobre las mejillas. Nadie, dijeron, sabía que Enriqueta manejaba armas, y menos vislumbraba que pudiera ser tan diestra. Más bien prefirieron señalar que la Providencia o el Hado o alguna fuerza absurda había colocado las balas en medio de las frentes de las víctimas y, de aquel proyectil con que ella misma se hirió, no dijeron nada. Nosotros opinamos que no es azar que en poco tiempo ella haya aprendido a disparar como para no errar el blanco.
Tampoco fue azar que, cuando nos acercamos finalmente a su lecho (porque orientados por Patricio, habíamos venido a buscarla), ella, revelando el secreto, abrió los ojos, se irguió entre los cirios y las flores que comenzaban a descomponerse, y abandonando la posición horizontal salió a la calle con nosotros y juntos continuamos la marcha.
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