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Cosquín de fiesta Marcha Montevideo Año XXIX Nº 1386 12 de enero de 1968 pdf |
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Se habían adelantad» a los otros casi tres días y llegado a la orilla del río cuando apenas se veían algunas carpas viejas, de gruesa lona enlutada —parecían más de trabajadores estables que de eventuales acampantes—y cargado desde Córdoba bultos y fardos y mochilas y la tienda de campaña prestada por el general Anselmo Funes .—armable debajo de cualquier árbol por medio de un sistema de cuerdas y poleas sencillo y rápido—, era comprensible y hasta indiscutible que pudieran elegir el lugar y lo hicieran, prefiriendo esa zona llana y umbría, protegida por dos inmensos sauces llorones cuyas ramas se prolongaban en finos dedos verdes hasta la superficie del río robándola, arañándola. Y si habían albergado al uruguayo con aspecto de loco, por simpatía, nomás, porque lo habían visto solo, envuelto en un aire de total desamparo, sentado en una piedra junto a la corriente con su morral de lona azul, gastado, como único implemento de viaje y esa expresión que oscilaba entre el fastidio y la preocupación, y al Cholo se le había ocurrido hablarle: “¿Qué pensás hacer, hermano, vas a pasar la noche meditando en la roca?”, y el, al volverse y luego de mirar de arriba a abajo responderle: “Dale, cordobés, si me hicieron el cuento de que Cosquin era una fiesta, de que era la Capital del Folklore y que en él río se armaba flor de relajo por las noches, música y borrachera y todo lo demás, y hace dos días que ando merodeando por la costa y no he oído rasguear una guitarra”, era porque algo así como un presentimiento común, un golpe unísono de corazón los había juntado a ellos, a los cuatro, para convertirlos en protagonistas de un evento. —Hay que tener paciencia, hermano —había sentenciado el Cholo, que era de Río Cuarto, y— el menor del grupo. —Las cosas aquí van llegando de a poquito. y Ramón, otro de los integrantes —que había trabajado cinco años en la Central Telefónica de Cosquín, aunque era de Villa Carlos Paz— le había asegurado: —Espera el sábado y después me contás. El uruguayo se unió al grupo sin hacerse rogar demasiado. En el morral traía unas pocas prendas y dos botellas de Espinillar. Era obrero de la ANCAP, dijo después, y se había aficionado a esa caña que conseguía a precio de costo. Se llamaba Álvaro Sosa Díaz y tenía veintitrés años. Esa misma noche alzaron la carpa. Pese a la sencillez del mecanismo —si general Anselmo Funes les había enseñado a "“armarla en un santiamén”, como él decía, en el fondo de su casa de avenida Junín— la tarea los había ocupado basta la madrugada. Menos mal que se entonaron con la caña que —por ser lo único con que podía retribuir a sus anfitriones— el uruguayo ofrecía sin escamoteos. Así los espíritus se fueron animando hasta que él Cholo se prendió a la guitarra y los otros empezaron a canturrear y después a soltar, de a poquito, penas y preocupaciones. El Cholo reconoció que sólo se estaba fogueando con el instrumento, que tocaba de oído. El uruguayo río y dijo “se te nota" y el Cholo se defendió explicándole que guitarreaba en las horas libres, cuando él patrón de la cantina en la que trabajaba de mozo, en Córdoba, se lo permitía; o a veces en su casa, cuando no lo vencía el sueño, porque le cierto era que la fajina se prolongaba hasta las cuatro o las cinco de la madrugada. Aquí empezaron a hablar de laburos y jornales. Sosa Díaz, dijo que en la ANCAP, que era un ente autónomo, ganaba un sueldo discreto; y como era soltero y compartía un apartamento de dos piezas con su madre, que también trabajaba, le sobraba tiempo y hasta algún dinero que iba ahorrando para hacer un viajecito por año. —¿Y si sos casado, podes vivir con tu jornal, allá?— preguntó Ramón que, aunque no ha cumplido los veintidós, acaba de explicar que está pensando en matrimoniarse con una vendedora de tienda de Santa María. —Si sos casado y ténés hijos y tu mujer no labura, te jodés lindo. Entonces estalló Antonio, que hasta el momento no había confidenciado más que con la botella de Espinillar: —Lo mismo en todos lados, hermano. Te hambrean y si querés corcovear, te dan palo. El Cholo contraatacó el desaliento de sus compañeros con el tarareo jocoso de una chacarera. Pero no consiguió aplacar la peligrosa euforia de Antonio, que, pasando un brazo sobre los hombros del uruguayo, intentó proseguir, entre hipos y sin soltar la botella, la iniciada protesta: —Aquí como me ves, hermanito, yo me estoy de farra en Cosquín mientras espero el teleéeeegrama —dijo, alargando la. vocal en inflexión típicamente cordobesa. —¿Qué telegrama? —inquirió Sosa Díaz, entre divertido e intrigado. Ramón palmeó él hombro del contrito, apresurándose a aclarar: —Antonio es obrero de la Kaiser, sabés. Están en huelga, en conflicto con la compañía desde hace veinte días. Han despedido a cuatro mil y la noticia del despido la mandan por telegrama. Un viejo se murió del corazón cuando la recibió. —Los muy pooodridos —se lamentó Antonio, estirando cada vez más la voz a medida que la emoción lo ahogaba. —Y lo peor es que soy casado, te das cuenta. Lola se llama mi mujer, y espera para mayo. ••• Es domingo y he subido al pueblo solo. En parte era verdad lo que decían los muchachos: las orillas del río se han ido poblando; fuera y dentro las aguas hierven de gente. Cuando el ferrocarril que me traía desde La Falda pasó sobre el puente del Cosquín —tan angosto, si daba la impresión de que la máquina corría en él aire—, las piedras aparecían peladas y la corriente se movía lenta, mansa, clarita. Ahora las rocas, durante el día, casi no se ven. Todas, en las horas de sol, tienen un cuerpo echado encima; la gente se revuelve en el agua, que en la mayoría de las zonas no alcanza a cubrir más que hasta la cintura —a veces más abajo— de un ser humano. En la costa ae amontonan las carpas, las tienduchas, las tolderías, los camiones y hasta los autos de lujo. De noche hay música, sí, pero de aficionados. Mucho barullo, gritería. Y corre él vino. Pero el asunto tiene algo de impostura, no sé.., como si unos posaran para los otros. Tal vez cuando empezó esto del festival, hace unos años... Los tres cordobeses que me han tocado de compañeros son macanudos: Ramón -una maravilla de animoso, broma y broma todo el día, con ese cantito que hasta, a uno se le pega y esa sonrisa que no se le cae de los labios. El Cholo, mal que bien, se defiende con la guitarra y le da tono al ambiente. Y Antonio. Pobre Antonio. Ya me tiene pasado con lo del telegrama. Al fin y al cabo no vine acá a amargarme, sino a alegrarme a olvidan mis preocupaciones, carajo. Bastante reventados estamos por allá como para que unos vengan aquí a fiarse con otra pudrición del mismo corte. Mire qué alegre está la Plaza San Martín con esto de la Feria de Artesanía Popular. Me gustan esas piezas de ónix, brillantes y pulidas, verdes, amarillentas, con formas de aves, que fabrican los de Catamarca, creo. Y las carpetas de ñandutí con pájaros bordados, de alas abiertas, que dan la impresión de que van a echarse a volar. Sí me sobraran, unos mangos le llevaría una, aunque sea la más chiquita, a la Vieja. A Yolanda le podría comprar un anillo con piedra de ónix. Aunque cuando me vine quedamos enojados y capaz que.. . Ahí está el tornero maniobrando el barro hasta sacar un cántaro parejo, liso, con su borde ondulado... Y qué buena esta coscoína morocha, de piel bronceada, que se ha atrevido con la minifalda y me mira desafiante.. . Casi diría que es más linda que Yolanda. Por lo menos la lleva muerta en cuerpo, en cintura. Si no me estuvieran esperando los muchachos a mí y al asado y a loa cuatro litros de Pilsen que, por ser domingo, nos hemos resuelto a empinar, le hablaba. Pero no. Mejor me arrimo al mercado de una vez. Y después compro «Los Principios». Aunque sería, mejor no llevar diarios a la carpa. Para qué. Para que Antonio se abalance sobre mí con ojos desorbitados y me pida que le lea las noticias sobre la huelga, y los despidos, y en seguida se ponga a sudar y a gritar que él debería estar en la capital y que de cagado que es nomás, se dejó llevar por los otros dos y los siguió al festival, y aquellos a calmarlo, «dejate de jooooder, hermanito», «si a vos no van a echarte», pasándole mi botella de Espinillar, la única que me queda. Qué calor del demonio; aquí el sol raja hasta las piedras y los yuyos. Bien me decía el dentista que largarse a Córdoba en pleno verano era el desastre. Y mire cómo han disfrazado estos coscones a esa pobre llama metiéndole cintas y flores de cera en la cabeza y hasta en el hocico... Ahora, seguro que me ofrecen fotografiarme con ella o con el burro que tira del carrito. Ya que me van a agarrar; hay que ver las cosas que hacen estos nativos para ganar plata. Las cosas que hacen. ••• —Y corre el chiste de que cuando el barbudo Cafrune se bajó de su colachata amarillo frente a una peluquería de señoras, salió a perseguirlo la peinadora ofreciéndole sus servicios a precios móooodicos.... Ramón festejaba su propia broma con una carcajada. —Ahora les cuento uno que oí en el Teatro Molina. Ni recuerdo quién lo contó porque a esa altura de la noche estaba en pedo. Creo que uno de los arribeños, fue. —Caaaallate un poco, hermano, que hace caalor— pide Antonio. Han terminado de almorzar y descansan bajo el más frondoso de los sauces. El sol restalla en las rocas, calienta el agua del río que los dedos del Cholo rozan de vez en cuando como si pulsara una guitarra. '—¿Vamos de peña —esta noche?— pregunta Álvaro, —Me parece que es allí donde pueden verse las, cosas más interesante. La gente se emborracha y suelta lo que tiene adentro. Anoche escuché a Marian Farías. La gorda canta qué es un deleite. —¿Viste cómo sacude el mechoncito de pelo que le cae sobre la frente? Y lo lleva p’atrás, y lo'vuelve a sacudir... —Ramón guiña un ojo a sus compañeros. —Mira, como mujer que es, me quedo con esas coscoínas morochas que andan por la Plaza. Esas que tienen color y olor de pan quemado—opina Álvaro. —Si da la plata, nos vamos de peña, pues— aprueba Ramón, luego de lanzar un suspiro. —Creo que cuesta doscientos la entrada. Con derecho a un vaso de vino y a una empanada. Por lo menos así es en la carpa de Salta—aclara el Cholo. —Mucha plata— dice Antonio. —yo no voy. Ramón se yergue y lo mira: —¿Qué? ¿Te vas a quedar solo a rumiar tu veneno toda la noche? ¿O a esperar el telegrama? ¿A qué has venido, al fin? ¿A aguarnos la fiesta? El Cholo, a quien no ha caído bien la mezcla de caña y cerveza, corrobora con gestos. El interpelado alza apenas la cabeza y responde, mirando a sus compañeros uno a uno, en la cara. —A aguarles la fiesta no, gauchos. He venido a la orilla del Casquín a entripar cada día más bronca y más miedo y más asco, ¿entienden? a eso. ••• Si esa noche lo llevaron a la Plaza Molina poco menos que arrastrándolo (“no quieeeeero, déjenme solo o a los tres los lincho)...borracho (“pero si hoy canta Fermín Fierro, hermanito; no vas a perdértelo con lo que te agrada”), puteando y carajeando y escupiendo a diestra y a siniestra (“te vas vos y Fermín Fierro a la concha de tu hermana y a mí me dejan solo”), y lo rodearon y lo protegieron mientras los altoparlantes clareaban Cosqninmaravilloso Capitaldelfolklore, y la gente se aglomeraba en torno a la plaza, y algunos los miraban y decían "tan temprano y ya en pedo"-, y otros daban vueltas y vueltas en la inmensa noria festiva, deteniéndose a veces junto a los fogones, marcando una empanada salteña, un chorizo o un plato de locro, fue porque los tres comprendieron que dejarlo solo en el rio hubiera sido un error tan grueso como quedarse los cuatro allí, a mirarse la cara o a insultarse o a morirse adentro de la carpa del general Anselmo Funes que, para colmo, había empezado a desmoronarse por un costado. En el escenario al aire libre, tenuemente iluminado de azul, los cantores compiten frente a un público silencioso. Caminan, los cuatro amigos, por la calle San Martín rumbo a la Plaza donde está montada la feria de artesanos. Las mujeres ostentan prendas encendidas y desafiantes; de sus orejas penden bolsas de madera policroma de seis centímetros, de diámetro y la tez brilla como si la hubieran aceitado. Antonio se detiene frente a una y le dice una obscenidad. La mujer vuelve el rostro, camina más aprisa. En uno de los stands de exhibición una anciana teje mantas de lana de llama. Sus manos diestras sé agilizan sobre el tenso tramado. Ramón le habla: “A cuánto el poncho, abuela”. Pero ella no responde. "Dejala, hombre. No ves que está sólita, como ajena...”, acota el Cholo en voz baja. Y Antonio, casi llorando: “No hubiera bajado de la sierra, abuelita, no hubiera bajado...". La anciana, que ha ganado la serenidad de las montañas, desaparecidas en la oscuridad de la noche, permanece inmutable. Sólo sus dedos danzan, hechiceros,, sobre los triángulos y círculos y rombos y variados polígonos qué brotan de sus yemas. Los demás artesanos aceptan el diálogo: explican al público sus habilidades, se jactan de los premios recibidos, alardean de su destreza, piden a los turistas que los fotografíen junto a sus obras y luego les proporcionen copias. Antonio vomita abrazado a un árbol de la plaza. —Deberíamos comer algo— sugiere el Cholo, mientras se dispone a cargar, de un lado, a su compañero. —Comer no, hermaniiiito... Déeeemosle al vino...— tartajea Antonio. En las calzadas se han improvisado peñas callejeras. Un grupo de adolescentes forma rueda, en cuclillas, y canta a secas, sin acompañamiento musical —también sin ánimo— las canciones que el Festival va imponiendo. Los cuatro compañeros se sientan a la mesa de un café, en la vereda. Dentro del local, un grupito rodea a un joven aindiado, grueso, que toca el bombo, oscura, lentamente, mientras canturrea, borracho, y los otros baten palmas marcando el compás: “Zamba de los mineros / tiene sólo dos caminos / Morir el sueño del dolor / O vivir el sueño del vino”. Una jarra de vino rosado llega hasta la mesa de los amigos. Sosa Díaz lo escancia. Antonio apura su vaso de un trago; sus ojos —no se sabe bien si por la luz exterior de Cosquín-bríllante o por ese fragor intenso que lo arde por dentro— exhiben un nimbo purpúreo. Cuando ha bebido su segundo vaso se pone de pie, vacilante, y comienza a aplaudir. El del bombo lo mira y alza una mano de dedos gigantescos que se separan del instrumento en un desplazamiento lentísimo.. Luego de dibujar en el aire un además amistoso la mano vuelve a la lonja con un golpe seco y resuelto. Y la voz del músico se dirige, muy grave, a Antonio, que continúa de pie: "Pa’ los boooorrachos”, anuncia; “homenaje de un santiagueño”, y otra vez el golpe opaco y hondo del bombo afirma los cuatro versos que ahora todos corean —a pesar de que la guitarra de Falú vibra en el aire, traída por los parlantes del Festival: “morir el sueño del dolor o vivir el sueño del viiiino”. ••• "Me vuelvo, sí. No sé, no quiero saber nada; el Festival no se ha terminado todavía pero nuestra sociedanónima sí. Quién fue el imbécil que escribió con carbón esa absurda palabra en la carpa del general Funes; seguramente Ramón, en fija que Ramón, el más bromista, «Sociedanónima». No quiero saber nada; cómo se lo llevaron, de dónde carajo habrían salido, nada me importa ya. Eran de la capital, dijo después el Cholo, que había observado la camioneta. Cómo aparecieron. Yo sentía que no debía servirle más vino pero cómo negarse si era la primera vez, en realidad, que había empezado a alegrarse. «Déme Los Principios». Sí, voy a hojear el diario mientras me tomo este balón de cerveza antes de que llegue el ómnibus que me llevará otra vez a Córdoba y de ahí, en un solo tirón, a Montevideo. A hojear las páginas en colores sobre el Festival y los partes de la capital aunque mirar los titulares, nada más, a esta altura de las cosas, me produce náuseas. Seguíamos sentados en la vereda y ya había cantado la Sosa y faltaba un número colectivo, la delegación de Chubut, creo, para que actuara su preferido Fermín Fierro, y él se había olvidado de todo, del telegrama y de los cuatro mil despidos y del viejo qué murió del corazón y de su mujer que espera para mayo y canturreaba despacito, despacito, música, solamente, sin letras, y parecía tan sereno. «No, no me lustro, pibe; mejor si, lustrá, dale, dale con ganas que estos mocasines parece que se tragaron todo el polvo de las sierras». Por qué habrá tantos lustrabotas en Casquín. Pero también los había en La Falda y en Córdoba; claro, aquí no hay calzado que aguante, ni ropa, ni nada, con el polvo de la montaña. «Cuánto ganás por día, pibe. Ah, doscientos. Pero ahora un poco más, verdad, con el turismo.» Me fui sin despedirme del Cholo y de Ramón, me escapé como un proscrito; ya no podía aguantarlos y eso que no hablábamos más que lo indispensable: «Seguro lo sueltan esta tarde.» «Seguro.» «¿Y acá los mueven, che?» «¡Y no!» «¿Y en tu país, Álvaro?» «Hasta aburrirse.» Se había quedado tan tranquilo pero era una de esas calmas mentirosas, como las que aploman el cielo antes de las tempestades. Fermín Fierro empezó a cantar y hacia el final de su canción, con los últimos acordes de la guitarra, Antonio se puso de pie. Estaba pálido; se le habían ido esas como marcas de fuego que le rodeaban los párpados. Creí verdaderamente que lo ganaba la emoción y que iba a aplaudir hasta que se le reventaran las manos. Porque la verdad es que antes de gritar, antes de pegar el primer grito, hizo un movimiento con las manos abiertas, enfrentándolas, que, quien como yo lo captara podía haber pensado que de inmediato iba a juntarlas. Pero no; enseguida las abrió, y separó los brazos del cuerpo como si se dispusiera a volar, y entonces gritó. De tarde, no apareció. Había que verles la cara a los otros dos cuando empezó la anochecida sobre el río y se encendió una luna inmensa, color yesca. Alguien guitarreaba, cerca, y se oían risas de muchachas. El primero en hablar fue el Cholo: «Si no lo han soltado todavía, hoy ya no lo sueltan.» «Le van a dar la noche, carajo», masculló Ramón. No les pregunté nada, aunque lo cierto era que no había comprendido muy bien la expresión. «Darle la noche» podía ser simplemente dejarlo a dormir en la cafúa. Pero podía ser, además, tantas otras cosas. En Tucumán, en una manifestación campesina habían baleado de muerte a una mujer. Sublevados después del entierro de la compañera los campesinos habían sido arreados a látigo por la policía montada. A un dirigente obrero le habían destrozado él cuerpo, fustigándolo. Parecían cosas de otro siglo pero venían ocurriendo. Diez minutos para que venga ese maldito ómnibus de La Falda que me llevará a Córdoba. No le compré, el ónix para Yolanda ni la carpeta de ñanduti para la Vieja. Está lindo ese burrito cordobés cargado de frutas de madera pintada que exhiben en la vitrina. Podría llevárselo a Yolanda. Aniñada como es, quedaría contenta y en paz. Aunque con lo furiosa que la dejé lo más seguro es que me lo reventará en la cabeza. «En vez de ahorrar para poder casarnos te vas de viaje, ingrato», me reprochaba. Lo otro, lo que estaba pasando, lo que me asaba las tripas desde antes de las fiestas de Fin de Año, cuando en Montevideo empezaron las persecuciones y otra vez las torturas, no podía ni siquiera mencionárselo. Yolanda tiene veintitrés años y es mujer de ajuar y de puntillas en las bombachas, todavía. Gritó: «Muúuuuuera la patronal de la Káiser, muera Onganía!», y se quedó mudo un momento, mirando el cielo estrellado. Nunca pensé que pudiera gritar tan fuerte. El Cholo y Ramón se irguieron a un tiempo, movidos no sé por qué idéntico resorte de terror que les igualó los rostros. Y lo miraron, serios. El Cholo ya estiraba los brazos hacia él cuando, retrocediendo y escapándosele, gritó otra vez: «¡Viva Peeeeron!» Sin entusiasmo, pero desde el fondo. Sin énfasis, pero a estallar los pulmones. Qué va a entender ella de todo esto que viví y de lo que venía viviendo, pobre Yolanda. Y si le digo lo otro: que quería relajo, sí, relajo: borrachera y guitarra y promiscuidad en la orilla del río, mucho revolcarse en la costa y mucha coscona de ésas de tetas fuertes como las sierras y olor a cabra salvaje para hundirme entre las piernas; que lo quería a morir porque allí, tan cerca de vos, de nosotros, Yolanda, estaba lo otro, el fierro caliente en los testículos, la caza de brujas los gritos, los lamentos, el horror, el hambre, tampoco hubieras entendido, como no vas a entender que aquí no había nada de lo que vine a buscar, que el río y el Festival y las canciones y el Cosquincapitaldelfolklore es todo una gran farsa, sí, una mueca ilusoria y traicionera lanzada entre parlantes y bombo y cohetería; que sólo queda esto, el lustrabotas-niño con cara de indio-que-no-es-indio con cara de mendigo y el grito, el grito de Antonio: «Onganía trai hambre, hermano», y «qué m’importa, qué m’importa que me encadenen.» De dónde salió el carro... Ellos lo presintieron antes, que yo —Ramón y el Cholo— porque miraron para la callecita —ésa que yo ni siquiera había visto y que cuando vi pensé que no tenía, no podía tener nada, qué ver con el festival— antes de que sonara la sirena y apareciera la camioneta blindada. |
cuento de Sylvia Lago
Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXIX Nº 1386 12 de enero de 1968 pdf
Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay
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Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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