El corazón de la noche Sylvia Lago |
OTRA
VEZ, soñé lo mismo aunque ya oscureció, aunque todavía se filtran por
los visillos de la ventana los últimos, debilitados resplandores de la
tarde: al lado de una enorme laguna de aguas quietas hay un pantano donde
viven aves muy antiguas cuyo origen se remonta a un período lejano, hace
cien millones de años…Son flamencos, cigüeñas, espátulas de alas
anchas y pico aplanado que retozan en las orillas de la laguna comiendo
insectos, pequeños reptiles, moluscos…La más hermosa es la garza
blanca, de cuello largo y plumaje muy suave que se convierte, durante el
celo, en un espléndido penacho; de esas plumas provienen los famosos “aigretts”,
que se usaban para confeccionar accesorios de lujo, de aquellos que te
gustaban tanto, mamá: abanicos, tocados de fiesta, gráciles pericotes.
En un momento la especie estuvo a punto de extinguirse. Así me lo enseñó
la maestra de sexto grado cuando yo era una niña y asistía a aquel
colegio religioso donde ustedes querían que me educara…Algunos
ejemplares de esas aves pudieron salvarse y viven en bandadas, al borde de
las aguas legamosas con las que siempre sueño. La más extraña, por sus
costumbres, es la garza-bruja; no tan bella como las blancas – a las que
se les llama, también, egretas albas - pero
originalísima por sus hábitos crepusculares y nocturnos: cuando asoma la
noche, papá, la nicticora – éste, ahora me acuerdo, es su nombre científico
– abandona a sus compañeras y se echa a volar; se eleva y luego se
desplaza en las sombras hasta que viene el día.
No se sabe qué busca, hacia dónde se orienta… …Y
yo soy esa garza, Malvina, soy esa garza-bruja aunque no quiera serlo:
todas las noches crece en mí una fuerza que me impulsa a volar y no puedo
evitar las ansias de alejarme del mundo, doctor; de alejarme de todo… Subo
muy alto, traspaso el límite de la luna y los planetas y cuando empiezo a
ver una claridad nueva, un tenue vislumbre, ah, recibo el golpe seco, las
plumas se te empapan en abundante sangre, garza-bruja;
caes vertiginosamente y te hundes de cabeza en el pantano. …Ese
es tu sueño, Inés, desde que la maestra te habló de las egretas y de
las nicticoras, cuando tenías once años: el ascenso y la caída, el
cazador cuyo rostro desconoces y muy dentro de ti, oscuro y palpitante, el
miedo, siempre el miedo… De
nada me ha servido, doctor – o de muy poco – que usted haya intentado
aflojar el nudo hablándome de las inhibiciones nacidas en la primera
infancia y de anhelos sexuales reprimidos y castraciones y todas esas
cosas. Es que no quiero, abuela, no quiero alimentar otro sueño que no
sea ése; aunque me despierte bañada en sudor frío, llorando porque me
han herido, Malvina, porque nadie ha venido a detener la mano del cazador
maldito, nadie. Pero
esta noche, no, no soñarás, no vendrán a derribarte en pleno vuelo
nocturno, garza-bruja. Porque pronto, lo sabes, llegará para ti el fin de
la pesadilla y la trenza feroz en la que te encuentras enredada se aflojará,
irá creciendo hasta entregarse, echar fuera el dolor, liberar la oscura
pugna apasionada, y otra vez se reorganizarán las moléculas para
integrar la danza armoniosa serena dulcemente vital de un nuevo
equilibrio, quién sabe cuál, determinado por quién, pero distinto. Cae
la tarde. Una neblina gris se amontona cerca de la ventana y avanza sobre
mí, lo invade todo…Se oye apenas el ruido de la calle, lejano,
incierto…Ya no aúllan las sirenas en medio del día y de la noche, ya
no estriden los gritos. Es otra época, sí, aquello ha
terminado…Entonces deseo saber cómo fue, de qué modo empecé a
hundirme definitivamente en mi propia noche cuando descubrí que algo
nuevo se había alojado en mi cuerpo, algo mío y sin embargo no-mío,
hecho de mi carne y al mismo tiempo él, con su ser propio…Aguza tu
memoria, garza-bruja, trata de recordar… …Una
mañana acababa de ducharme; salí del agua como todos los días, me
envolví en el toallón y comencé a frotar mi espalda, mis piernas. Te
mirabas en el espejo, Inés, en el enorme espejo con marco de acero que
ocupaba una de las paredes del baño, veías con deleite tus cabellos que
chorreaban agua, sacudías la cabeza con esos movimientos blandos, casi rítmicos,
que en algún momento de la vida aprendiste, debiste aprender…¿Cuándo?
Posiblemente en la pubertad, en la época en que comenzabas
a ocuparte de tu cuerpo, a encontrarte con él, a reconocerlo.
Sacudiste la cabeza y miles de gotas bajaron por tu piel como si cayera de
pronto una brillante lluvia de mercurio… …
Entonces dejé que resbalara la toalla y allí estaba, era yo, mi cuerpo
todavía luminoso a pesar de su ya iniciada madurez; sí, quién podía
dudarlo: el largo, afanoso cuidado ofrecía ahora los resultados
irrefutables: tanto ballet y natación y gimnasia y los meticulosos masaje
que Alfredo – aquel hombre que alguna vez quise – decía que me
proporcionaban un intenso goce y yo “no, Alfredo, si me los da una
mujer, una fornida señora experta y criteriosa, cómo puedes pensar”.
El volvía a preguntar, ahora con sorna: “¿Sentías agrado o no
cuando te frotaba la piel, alisaba tus músculos, seguía las líneas de
tu cuerpo?”, mientras indagaba me acariciaba los pechos con suaves
movimientos rotatorios hacia arriba, cuidándolos, me acariciaba y yo
reconocía que sí, que también aquellos masajes me deleitaban, aunque de
otro modo, era verdad, casi más dulce, más… Y él decía entonces que
se justificaba mi preferencia porque la mayoría de los hombres eran sádicos,
agresivos, “te estrujan los senos, te los deforman, quieren la destrucción,
el daño, sólo así logran el clímax para, ¿es cierto o no?”. Sí,
era cierto, pero costaba reconocer eso frente a él, aceptar mi pasado,
mis vejaciones, sin avergonzarme: me habían maltratado la carne en nombre
del placer, de la pasión y hasta del amor…Pero debajo de todo eso
estaba el odio. Me acordaba de El
Pozo, de Onetti, de aquel hombre que le retorcía los pechos a la
mujer buscando en la violencia, absurdamente, la pureza, y tenía que
reconocer contigo, Alfredo, que la lucha era eterna, la agresión y sobre
todo, el asco… Ahora,
avanza la noche. La joven enfermera me ha dado un calmante, el más
potente de todos los indicados, ése que me sume en una somnolencia
brumosa: “así dormirá bien, querida, descansará; es un sedante nuevo,
de efectos maravillosos”, asegura mientras sonríe y sé que nada puede
comprender, nada, subida como está en el columpio de sus arrebatadores
veinte años (acaba de cumplirlos, me lo ha dicho), con esa tensa,
acuciante piel de mulata, tibia carne ávida de sensaciones. El mundo es aún
maravilloso para ti, enfermerita, porque crees que puedes avasallarlo con
tu cuerpo, transformarlo…Ignoras que la magia no está sólo allí, en
tu mano que acaricia o esgrime la jeringa del hipnótico con la eficacia
simple de tu confiada ingenuidad, pequeña garza de túnica impoluta… …Pero
qué lejos está para ti el sortilegio, Inés, la ninfa cuyo traje
inconmensurable tenía cola de estrellas: “Léeme, mamá, léeme aquel
cuento del hada que recorre la noche y va pintando el cielo con los
colores de la aurora…” Acércame esa magia, egreta alba; ofréceme,
aunque sólo sea por un momento, la engañosa paz de las entrañas… Nada
puede comprender, es verdad, pero qué importa ahora, si ella, las
paredes, las ventanas, todo empieza a girar en torno a mí y crece un
nimbo difuso aunque no , no me duermo, mi mente, mi boca, mis manos, se
llenan de imágenes y yo las acepto, deseo que vuelvan, que me rodeen, por
eso las invoco… Allí
estabas, Inés-Afrodita recién nacida de la ducha – primero agua tibia,
nunca demasiado caliente, después resueltamente fría, para que los
tejidos, para que la circulación - : tu cuerpo bien plantado, el tono de
tu tez tirando al bronce. Arribábamos al fin de la primavera y
ya me había expuesto a la fruitiva acción de los primeros soles. …Y
qué felicidad sentías al contemplar tu silueta en el espejo, al
comprobar que todavía eras hermosa, eras-para-el-placer (si lo querías)
y para-conquistar-el-mundo-de-la-erótica (si lo querías) tal como lo
enseñaba la revista italiana, la francesa y la
yanqui mostrándote-señalándote-imponiéndote esa crema, esa pócima,
esa postura: siempre el embrujo, siempre. Podías
ganarle, sí, ganarle al “mundo mago” a pesar de tus
cumplidos cuarenta años, aunque esa vida que alguna vez te
entusiasmara ya no te importaba demasiado, Inés, porque en un instante
fugaz, frente a la cara de un niño, aquel niño de ojos quietos, se había
rasgado el cielo y habías vislumbrado otro amanecer… Entonces
me incliné para secarme los pies y sentí el dolor – una puntada
intensa, breve – y vi en la alfombrilla del baño algunas gotas de
sangre. No, no se trataba de eso, doctor; ya había finalizado mi período
y fuera de la fecha jamás tuve pérdidas. Siguió una serie de punzadas
menores, intermitentes; me senté sobre la tapa nacarada del water y
comencé a frotar la zona del bajo vientre. …Otras
veces lo habías hecho, Inés, desde tus primeras menstruaciones,
asesorada por mamá que, con gesto compungido, te compadecía cuando
“aquello” se hacía presente. “Aquello”: el prematuro fantasma con
quien tuviste que familiarizarte, el monstruo que sacaba cada mes su
lengua sangrante y había que ocultarlo, taponear la oscura salida con
algodón, ah, “ponete la bombacha ajustada, Inesita, para que no se te
note; para que ellos no se den cuenta”. “Ellos”, los
hombres-de-la-casa. ¿Los recuerdas, mamá?
Tumaridomipadre, tuhijomihermano, tus entonces magníficos
varones… Tenía que disimular ante ellos mi estigma, mi escarnio, y esa
maldición se repetiría regularmente, “no te asuste, hijita, pero es así,
sabés: la mujer, las mujeres”. La Fatalidad pesando sobre ti en
espantosa herencia cuando apenas habías arribado a los doce años y tenías
piernas largas y finas como la “Girafe Malú” en aquella novela de
Martínez Moreno; Malú, la francesita cuya historia te conmovería muchos
años después; también ella había sido una niña y soportaba las burlas
de un hermano mayor porque las piernas largas y flacas y la figura
desgarbada – “girafe” - ; siempre un hermano-mayor para disimular a
la hermana-menor aunque tú le ganaras las carreras en la playa, fueras más
diestra en los deportes, más inteligente en la escuela y obtuvieras
mejores notas que él; pero él tenía a su favor El-mundo, Inés, nada
menos que El-mundo. “No te asustes demasiado, querida: es algo natural,
aunque de todos modos”. Y
allá, en esa penumbra de los vocablos entrelazados con los gestos me
quedaba clavada, inmóvil. Ambigüedades del lenguaje, aprendería después,
cuando me dedicara a estudiar el otro ensalmo, el de las palabras; pero de
qué me serviría si aquellas frases me habían tatuado para siempre. Allá quedaba oculto, entrepañado, - como entre mis piernas
el algodón oprobioso – un lapso de mi pubertad con bicicleta y carreras
y salto a la cuerda y rayuela, marcada XX
por las inexorables sentencias maternas: “Ningún ejercicio violento
durante esos días. Reposo y
tranquilidad. Te sentás en
la hamaca sin agitarte mucho porque”. Y así me veo en el fondo de
nuestra casa-quinta, debajo del parral pesado de racimos, impulsando con
los pies calzados en sandalias aquel artefacto de hierro que en algún
seis-de-enero me habían regalado los Reyes porque era una buena niña
aunque esa vez, claro, fue el ciclomotor para él, para mi hermano; fue la
calle, la libertad, las distancias abiertas, sin que le resultara
imprescindible su condición de niño-bueno; el XX
“era”, nomás, “era” sin adjetivos y el orbe todo estaba hecho a
su medida, no a la mía. Allá
estoy meciendo mi angustia, tratando de disimular ante “ellos” el
hisopo que nada tenía que ver con aquel bulto distinto que crecía entre
las piernas de los jóvenes másculos pero no se trataba de un áposito
sino de la imponente floración de la propia carne fuerte, dura, “la
carne que tienta con sus frescos racimos”. Y mamá y abuelita miran a mi
hermano, a sus amigos; observan las pantorrillas musculosas, cubiertas de
vello, y sus ojos se clavan avaramente, orgullosamente, en los frescos
racimos que se insinúan, casi provocativos, y abuela me dice tendiéndome
la fruta que recién ha arrancado “probá, chiquita, es moscatel negra,
la más dulce de las uvas” y extiende hacia mí su mano temblorosa
mientras ellos pedalean en sus bicicletas, patean la pelota, comen uvas y
un zumo espeso, morado, se les derrama por los labios, les unta las
mejillas. Te sentabas frente a mí, abuela, en la hamaca doble, con el
vestido blanco del cuello y puños de encaje que empezabas a usar cuando
se iniciaba el verano cambiándolo por las ropas enlutadas de invierno, y
sonreías y me tendías cada tanto tu mano empalidecida, resquebrajada, y
las dos nos uníamos compartiendo vagamente un sentir común: la misma
limitación, sí, tu eras la vejez, la seca-paulatina-inexorable de la
sangre y la piel, los miembros que, oh dolor, pronto pasarían a ser fúnebres
ramos; yo era el racimo fresco pero avergonzado-humillado-atrapado ya
desde el principio de la vida; mujer-marcada-para-siempre por la Biblia,
por ti, por mamá, por “ellos” y “todos los demás”, aunque
ninguna de las dos lo supiéramos. Y la sangre liberaba su tibia
mansedumbre recorriendo ciega, quién sabe qué caminos, qué canales que
me ligaban a la tierra; aceptaba el dolor del vientre, de los órganos
nuevos que aprendían sus funciones, como un designio infausto que se iría
cumpliendo inevitablemente. Pero
no fue igual aquel día, cuando las punzadas y las gotas de sangre. Volví
a mirarme en el espejo; el dolor había disminuido aunque la cara… …La
cara ostentaba de pronto una expresión distinta, se extendían las
ojeras, un aura sucia anegaba tus pupilas, Inés, y el entreceño se te
volvía adusto y la boca crispada, sin sonrisa… Era otra vez el miedo,
una nueva modalidad de ese
espectro que a esa altura de la vida conocías bien aunque ahora surgiera
de repente – “el horror de estar vivo y un futuro terror” – pero
muy concreto, muy patente en mi cuerpo, en mis gestos. Y mis dedos
hurgaron los suaves, musgosos laberintos del placer buscando-descubriendo,
pero qué distinto. …No
fue como en la infancia, garza-bruja, en aquellas larguísimas noches de
verano pasadas en la quinta, la ventana se abría a un balcón en el que
se derramaban, entremezclándose, las enredaderas de aromas embriagantes:
“Espíritus-de-las-hadas-de-la-noche”, decía Malvina, la criada que
servía desde niña a mi abuela, y nos contaba a mí y a mis primas
mellizas – que venían desde una provincia lejana a pasar sus vacaciones
con nosotros – los extraños vínculos que enlazaban a esas plantas: la
dama-de-la-noche se mixturaba con la sultana roja, de hojas redondas y
lustrosas, y entre ambas elaboraban un perfume alucinante, un verdadero
maleficio. Por suerte estaban allí, trepando por los muros, las “lágrimas-de-Santa-Lucía”,
con sus pétalos casi transparentes, cuyo aroma rompía el conjuro
maligno, y los dedos-de-príncipe, de azulosos capullos erectos, que eran
los guardianes austeros de las otras plantas. Y aquel olor denso se
volcaba, con el sopor estival, sobre nuestros cuerpos abandonados: dormíamos,
Malvina y las tres niñas, en el cuarto más grande de la casa, y la luna
– siempre, siempre recuerdo blancas noches de luna – también era una
diosa, una diosa perversa, “cuidado, hay que taparse con las sábanas,
chicas, cuando entra la luna, porque un baño de su luz cambia de un día
para otro el cuerpo de las muchachas”. “¿Cómo lo cambia, Malvina, cómo?”.
“Les pone malos deseos en las venas y malos impulsos”. Y allá estaba
otra vez la ambivalencia, el vicioso trasfondo de doble sentido que
nosotros teníamos que adivinar, que descifrar. Una de mis primas
preguntaba: “¿Nos hace crecer pelos en el cuerpo, Malvina?” y ella
respondía con tono enigmático: “No, no, al contrario, es una luz muy
suave, que vuelve la piel más linda; pero la sangre bulle y empieza a
andar de otra manera”. Sí, de otra manera. Mis primas dormían y también
Malvina, que roncaba en medio de los efluvios de luna y de flores.
Entonces yo dejaba caer la sábana y me quitaba el camisón con entredós
y cintas que me había hecho abuelita y permitía que el astro inmenso,
blando, con forma de queso – igual a aquellos quesos chatos, un poco
irregulares, blanquiamarillentos, que cada tanto mandaba en encomienda el
tío de la estancia - volcara sobre mí
sus frías babas nocturnas; finas, finísimas estalactitas que
buscaban mi carne, y la fragancia vegetal me invadía, me penetraba: el
aroma blanco de la dama-de-la-noche, el punzante sabor (más adelante
descubriría que masculino, maravillosamente masculino como la forma
sugerente de las flores) de los dedos-de-príncipe, la frescura de la sultana
roja…Entonces mis manos, impulsadas por quién sabe qué energía
surgida del hechizo nocturno empezaban a deslizarse – también ellas
ninfas peligrosamente traviesas, peligrosamente mágicas – para
encontrar las zonas más sensitivas de aquel molusco vivo, expectante, que
mis piernas oprimían celosamente. Y
manaban, por la caricia de mis dedos, los zumos más tibios – “baba de
la luna, portami fortuna”,
rogaba supersticiando Malvina, en los plenilunios – y yo hallaba la
fortuna allí, en el despertar de los secretos pliegues adormecidos que
entraban en repentina floración, y un apenas temblor iba creciendo, en tímida
respuesta, y se tornaba rítmico y ganaba las membranas internas y se
intensificaba en los centros más ocultos, más vitales – luego diría,
autojuzgándome, más pecaminosos- de mi cuerpo… Pero aquella mañana no
fue el deleite sino la sangre y el dolor. Y mis yemas tactaron no para el
goce, no para las primeras voluptuosidades infantiles sino para la
exploración del miedo. El camino, esta vez, estaba abierto: fue muy fácil
deslizarse por él, reconocer lo propio y lo extraño. …En
la adolescencia, Inés, debías ser toda tú huerto-cerrado, como en
aquella oración a la Virgen que rezaba la abuela (y que no comprendías):
“Huerto-cerrado, jardín-sellado, Santa-María, madre-de-Dios”. La
virgen pura, entera, sin mácula. Mi madre, por ese tiempo, había hecho
emerger de las sombras un nuevo fantasma. Se llamaba Himen y de ese nombre
derivaba una palabra también sagrada: Himeneo. Ese vocablo, que en
lenguaje vulgar tenía un sinónimo: “casamiento”, en la jerga
femenina de la casa significaba nada menos que Ubicación-en-el-Mundo.
Himen: apenas una membrana tan frágil como esas traslúcidas retículas
que se esconden entre la pulpa de una cebolla pero que sin embargo “hay
que cuidar igual que si fuera de oro, Inesita”.
Ocurría, no obstante, que su consistencia nada tenía que ver con
el metal precioso; por el contrario, era lo-más-leve-lo-más-delicado-lo-más-frágil,
ah, y si se rompía. “Cuidado con el chorro del bidet, Inesita; que no
salga con fuerza porque entonces el himen”. Mi
hermano, en pleno transporte procaz, reventaba con el dedo los globos de
colores de mi cumpleaños. Asunción (cocinera de la familia y madre de
Claudia, una morenita de basalto cuyos dientes esplendían) agotaba
pulmones y mofletes para inflar los treinta o cuarenta globos de mi
fiesta; luego los colgaba en
los ángulos del comedor; prontos para ser repartidos entre los niños
invitados. Entonces venía él, el Demonio-perverso
– así lo había apodado Asunción, que nada lo quería – y en
cualquier descuido clavaba su uña en la tensa superficie oval y plaf,
explotaba el esfuerzo de la pobre mujer y era necesario llamar a mamá y
mamá, claro, lo regañaba, pero no tanto como para evitar que su primogénito
regresara furtivamente y, exhibiendo la más desviada de sus sonrisas,
repitiera la misma felonía. “Es un bandido-consentido-malnacido”
rimaba, furiosa, Asunción – y evocaba sin duda los sufrimientos que él
ocasionaba a la pequeña Claudia: “tantas judiadas que ese demonio le
hace” - pero Malvina no, Malvina respetaba al hombrecito de la familia
– no había podido escapar al consenso general, siempre unida, aunque no
fuera más que por los lazos que genera una larga servidumbre, al núcleo
mujeril – y lo justificaba a su manera mientras llenaba de aire sus
carrillos para inflar nuevamente los globos, y luego, a su vez, rimaba
“Ay, comprenda, Asunción: es un varón, el único varón”. El
único varón, sí. Desde chica lo odiabas francamente, Inés;
odiabas-y-querías a papá y soportabas – habías aprendido, en afanoso
ejercicio de represión, a soportar – a mamá y a abuelita. Odiabas,
asimismo, tu menstruación y tu himen. No te atrevías, por supuesto, a
derribar por ti misma las barreras: era imposible violentar, por ahora,
todos los tabúes. “Si se portan bien les mostraré, después, el Cofre
de las Estampas y La Reliquia”. Era en las tardes de verano; la abuela
se sentaba en la mecedora de caracoles, en el patio principal de la casa,
entre las dos mayólicas celestes donde crecían lujuriosas, eréctiles,
las flores de pajarito. Tenía en sus manos el rosario de grandes cuentas
pulidas que, según nos contaba, había pertenecido a su abuela y luego a
su madre, ambas habían muerto musitando oraciones, con el rosario
enredado entre los dedos. Esos
eventos daban al objeto un halo de misterio, acaso de horror: era el
rosario-de-la-muerte, sí, aunque ya adulta, fantaseando con los sentidos
de la palabra, imaginé “un conjunto de rosas” y me pareció hermoso,
distinto. Pero entonces no;
entonces la maciza cruz de plata y las cinco decenas de oraciones
representadas en las perlas y la media hora de letanías goteando de la
voz monótona de la abuela,
haciéndole contracoro mis primas, la negrita Claudia, yo misma:
“Diostesalvemaría, llenaeresdegracia” (ella), “Elseñorescontigoybenditatúeres”
(nosotras), tenían un único significado: La Virgen era Lamejor,
Laelegida, y Dios la prefería porque era íntegra, incontaminada; nadie
le había roto el himen, nunca, nadie. Yo miraba a veces el altar de
Nuestra Señora de las Grutas, en el dormitorio de abuelita, presidido por
una pequeña estatua que alguien le había traído de Italia. Ella la
rodeaba siempre de flores frescas y aseguraba que tenía virtudes
milagrosas. Segura, firme, la figurilla de piernas unidas, disimulaba sus
formas con los pliegues del manto; los miembros, adosados, apenas se
percibían, fijos en una materialidad contundente. La
reverenciábamos, claro: tan enhiesta, intacta, sin huecos ominosos. Pero
un día me percaté de algo que me espantó: aquel icono tenía un
extraordinario parecido con algo que nadie más que yo – seguramente
nadie – osaría relacionar con ella, con la virgen: era un diminuto falo
apuntando hacia las alturas, hacia el cielo. Oré mucho, sola – había
arribado ya a la adolescencia y sabía, por mis lecturas, lo que era un
falo – para que el Señor y la Virgen me perdonaran; pero como ocurría
siempre con los pecados que consideraba capitales, no tuve valor para
confiar mi secreto a nadie, ni siquiera a las primas, que solían ser mis
cómplices. En el fondo de la garganta me quedó el nudo amargo de aquel
sacrilegio que juzgué imperdonable. Cuando
terminábamos de rezar el rosario seguíamos a abuelita, en recatado
cortejo, hasta su vestidor, un nimbo de silencio circundaba al grupo
femenino en el comienzo del rito: La anciana abría la puerta de su enorme
ropero chirriante – donde, según mi hermano, se escondía un gnomo
gordo y obsceno que a veces dormía con la abuela y hasta le hacía
cosquillas – y sacaba del estante más alto, inalcanzable para nosotras,
el Cofre de las Estampas. Ay, cómo lo recuerdo: sus paredes de fina
madera – abuelita decía que era sándalo – estaban recubiertas de
felpa violeta; tenía la forma de una arquilla medieval ornada con tachas
de metal dorado (que entonces creíamos oro); almohadillas de satén negro
amortiguaban el interior de la caja y en un ángulo, prendido a la tela
con un gran alfiler, había un manojo de heliotropos secos (allí estaban
presentes, otra vez, en versión menor, aromando aquel sitio recoleto,
anunciando premonitoriamente futuros desenlaces, sahumando con sus
esencias muertas aquel santuario íntimo, “los fúnebres ramos”). …Lo
que más te gustaba, Inés, eran las estampas: de cartulina brillante
revestida de seda natural muy tenue, casi transparente – se diría que
su textura iba a volverse polvo en cuanto
la tocaran – de papel de hilo con imperfectas figuras pintadas a mano,
de pergamino con los márgenes dorados y los ángulos formando guirnaldas.
En ellas, santos y santas, cristos-en-la-cruz, cristos-cargando-la-cruz,
elevándose al paraíso ante los rostros angustiados de las dolorosas
mujeres; corazones-de-jesús sangrantes, traspasados por espinas, demonios
que se retorcían bajo la amenaza de fulmíneas espadas angélicas, vírgenes
con beatíficas sonrisas y abundosos pechos - más parecían destinadas a amamantar infantes que a
aceptar adoraciones y martirios - querubines de tez rosada y alas
puntiagudas – ya que no penes -. Debajo de toda esa mitología
representada cuya leyenda inagotable iba cobrando vida en la voz –
atemperada por la circunstancia – de la anciana-juglar, palpitante tal
vez imperceptiblemente sobre el mullido raso aparecía, por fin, La
Reliquia. Alojada en un pequeño estuche de marfil con tapa de cristal y
cierre de plata, se dejaba mirar, admirar: “Ah, esto no puede tocarse,
niñas; esto sólo se contempla en silencio, con respeto y devoción”.
La observábamos extasiadas y antes de comenzar a explicarnos –
siempre con las mismas frases – el origen y el sentido de aquel pedazo
de trapo amarillo-mugroso, opaco, desflecado, cuya superficie no tendría
más de seis centímetros cuadrados, la abuela suspiraba y quedaba en
suspenso, con la mirada fija, como si estuviera contemplando el aleph
borgiano (así pensaría yo muchos años después, cuando descubrí a
Borges) o más modestamente, el ombligo del mundo.
Para ella lo era, sin duda; todorigen,XX
todofin, La Reliquia. “Es un trozo de la túnica de Jesucristo, hijas;
por concesión escrita del Papa León XIII se la entregaron en el Santo
Sepulcro a mi abuelo Domenico Severo en un viaje de penitencia que hizo
cuando ya era muy viejito. El
donó en vida la mitad de su fortuna para que se construyeran, en la región
italiana de Campobasso, de donde procedía, capillas y conventos. ¿Se dan
cuenta del enorme tesoro que Dios nos ha concedido, nada menos que una
parte de la túnica que cubría el cuerpo de Nuestro-señor?”. No
nos dábamos cuenta aunque sí presentíamos algo oscuro, muy serio,
no-de-este-mundo, en el énfasis de las
palabras. La Reliquia – nos había informado mi madre
complementando los relatos de abuelita – sólo podía ser tocada
directamente por los enfermos graves de la familia y en algunos casos –
también en esa fábula mamá se volvía deliberadamente imprecisa – había
obrado prodigios: la hermana menor de la abuela, afectada por una
enfermedad de la vista que amenazaba con dejarla ciega, “se puso sobre
los párpados, con mucha , mucha fe, La Reliquia, y al poco tiempo mejoró
notablemente”; otro familiar que vivía en el campo – y después legaría
su fortuna al tío que nos enviaba los quesos – sufría de ciertas
llagas que no cicatrizaban; La Reliquia lo había curado de su mal.
Inocentemente pregunté, entonces, si se había aplicado sobre las heridas
del enfermo aquel retazo de la túnica de Cristo; mi madre, ladina, evitó
la respuesta concreta: “Qué cosas se te ocurren, criatura de Dios”.
Siempre me quedó la sospecha: ¿la minúscula mancha parda que se veía
en un extremo de La Reliquia podría ser, no la milenaria huella de sangre
brotada del cuerpo del Redentor sino, apenas, la del pariente que
intentaba sanar sus máculas,
por cierto mucho menos dignas? Cuando
mis dedos penetraron ansiosamente, aquella mañana en busca del origen del
dolor y se mancharon de sangre, no pensé en La Reliquia. Pensé en cambio
en mi himen, de cuya existencia no quedaría ya ningún vestigio.
En el colegio, la gordita Natalia, compañera de grado y – por
ser algo mayor – principal instructora del grupo femenino en materia
sexual, había sentenciado durante un recreo en que la rodeaban varias
cabezas expectantes: “Las mujeres tienen algo adentro que cuando se
casan el marido se lo rompe con la pija”. Orgullosa porque yo conocía
el nombre de ese “algo”, acoté: “Es el himen”. Pero mi sabiduría
pasó inadvertida ante la fuerza abrumadora del otro vocablo: Natalia se
había atrevido a nombrar el tabú, la palabreja cargada de
forma-de-materia-de-olor-de-color-de-energía, sí, de vida.
El mágico fonema que todas conocíamos, que bailoteaba en la punta
de nuestras lenguas y cantaba en lo profundo de nuestras gargantas, el
fetiche cuya figura habíamos descubierto a hurtadillas, en una revista
que, robada seguramente de algún cajón secreto de hermanos-mayores, llevó
a la escuela, un día de lluvia, nuestra precoz instructora.
La pija: una avasalladora flor carnal que crecía en un instante,
que pasaba de ser un capullo amustiado para convertirse triunfalmente en
ese monumento temido-y-deseado-y-envidiado, prometedor y amenazante.
Yo la había visto, yo, en su prodigioso crecimiento; la había
reconocido protagonista en la ceremonia oculta de alguna siesta de verano.
La historia era así: Malvina se quejaba a mi madre de que las tres niñas
jugueteábamos toda la tarde: “Gritan, se ríen, pelean y como están
juntas, no duermen”. Mamá resolvió separarnos: una de las mellizas haría
la siesta con abuelita, la otra con Malvina y yo, con mis padres.
El dormitorio de ellos era muy espacioso, con un ventanal sobre el
jardín del frente. El sol
castigaba, en las horas duras, esa XXX ala
de la casa; mamá dejaba entreabierta la celosía para que entrara aire
pero la cortina que cubría el cuadro de la ventana no impedía que se
filtrara, atenuada, la luz de los rayos implacables.
El ambiente se tornaba irreal en medio de aquella candente neblina
anaranjada que parecía empozarse en el cuarto. “Esta resolana es
tremenda”, se quejaban: “aquí se hace difícil descansar”.
Yo, sin embargo, me fingía dormida. Y a través de mis párpados
entrecerrados avizoraba aquel primigenio, excitante teatro que me ofrecía
la vida: ellos, los actores, gesticulaban en silencio, como dos mimos, en
el escenario de la cama matrimonial. La
Primadonna tenía los cabellos sueltos – así la recuerdo: había
deshecho la gruesa trenza que casi siempre rodeaba su nuca – y se
quitaba con movimientos rápidos de los brazos la bata que le llegaba
hasta los pies. El Actor, al
comienzo de la representación, permanecía inmutable, como ajeno. (Cuando
yo entraba en el dormitorio, antes, me había ordenado: “acuéstese en
la chaise-longue, hija, y trate de dormir”). De ese modo lo evoco en lo
que pudiera llamarse prólogo de la tragicomedia estival: la manta
semicubría los miembros fuertes, jóvenes; un brazo, doblado en ángulo
sobre la almohada, sostenía su cabeza; el otro se desplazaba con
movimientos suaves siguiendo el recorrido de la mano que prensaba, entre
los dedos, el cigarrillo encendido. Fumaba
con hondas aspiraciones y un vapor blando que entonces me parecía celeste
desdibujaba los rasgos de su cara. Por
un rato los tres nos quedábamos silenciosos; sólo
a veces yo lograba dormirme. Fue
en una de aquellas vigilias que se produjo la Revelación: el cigarrillo
murió en el cenicero de bronce que tenía forma de sapo; se deslizó al
suelo la sábana y emergió El cuerpo. Entonces empezó el episodio trágico,
oh Zeus cuya potencia humana fui descubriendo lenta, ávidamente, a través
de mis párpados entornados: primero los amplios pectorales donde se
destacaban las tetillas morenas; luego los miembros cubiertos por un vello
crespo que sombreaba la piel, enseguida el abdomen de ajustados músculos
y allá, en la maraña que se espesaba a medida que descendía hacia las
ingles, creció, de súbito, el Gran Personaje, la raíz de todos los orígenes,
la torre desafiante sustentada en las poderosas esferas – dos mundos, sí,
dos mundos apoyando a Hércules – que se imponían, simétricos, a los
lados. Toda la vida
palpitante de la naturaleza en pleno vigor se concentró para mí en esa
presencia: la atmósfera se volvió bermeja y se mezclaron en ella, caóticamente,
los tonos del arco iris mientras ardían en fascinación mis ojos
azorados. Y la escena se transfigura en cuanto entra en acción la
terrible Antagonista: salta como una gigantesca marioneta elástica, con
los cabellos rojos y los brazos vibrantes: bruja, bruja.
La vi desmoronarse desde su estatura semierguida, vi sus manos
juntas y temblorosas que se dirigían, en actitud de ruego, hacia la
efigie; y sus labios se me antojaron más gruesos y morados, sus pechos más
plenos, sus dientes más brillantes. Fugazmente
y totalmente la vi, alucinada, antes de que su rostro – aquella máscara
espantable que parecía fosforecer constantemente – descendiera sobre la
torre y la ocultara bajo la catarata del pelo. …
En ese instante, madre, te odié más que nunca, aunque esto recién lo
sabría luego, cuando pude explicarme el motivo de tu transformación y
comprendí que eran los ramalazos del deseo que obraban en ti para que,
sin quererlo, me robaras el mundo, mi apoyo, mi centro. Cundió entonces el desenfreno de mi carne nueva (y sin
embargo eterna: no más que la prolongación de la tuya buscando su
continuidad infinita, mamá) cuando apenas tenía siete u ocho años; mis
dedos infantiles palparon de otro modo, detectando imprevistas brasas
escondidas; se resbalaron entre insólitas savias mientras mi fantasía
concebía por primera vez – concebía, sí, a imagen y semejanza de
aquel cuerpo que ha trepado sobre el otro y luego de varias oscilaciones
se ha dejado caer, vencido, a un costado – su primer contrincante
amoroso, el primer adversario (imaginario aún) para la lucha que se
libraría, siempre, en el campo de batalla de mi propio cuerpo. …También
el último agonista surgiría de golpe, Inés, sin que hubieras presentido
el ímpetu feroz de su temible arborescencia.
Se desarrollaría tímidamente aquel diminuto grano endurecido –
semilla pertinaz de posteriores ramificaciones – y también promovería
en un principio el espanto y el odio, igual que la nueva aparición que
comenzara, en tu infancia, a desplegar en ti las ansias del deseo. Una
vez por semana iba a la iglesia con abuelita, a confesarme.
“Así al otro día, mi querida, limpias las dos de todo pecado,
podemos comulgar, recibir a Dios en nosotras”.
Era tan natural y a la vez tan monstruoso: la hostia, el cuerpo de
Cristo (“¿es verdad que es la carne de Jesús, Malvina?”) que la mano
indecisa de un viejo disfrazado, con olor a incienso (“¿el sacerdote
que dice la misa es un rey mago, Malvina?”) colocada sobre mi lengua
temerosa y anhelante (“mirá mi hijita que la hostia no puede
masticarse, eso sería un sacrilegio”) y resultaba algo así – la
hostia – como un círculo de papel que de pronto la saliva ablandaba y
podía tragarse, pero qué insulsa, qué sosa la carne de Cristo, ni dulce
ni salada, ni amarga ni picante, aunque tan milagrosa que, en cuanto era
deglutida, yo me convertía en un recinto bendito y tú también, abuela;
éramos todapureza, todacastidad; preciosos receptáculos de Dios.
Me había comido, enterito, a Jesús: lo tenía adentro, me llenaba
todos los vacíos. Aunque, por supuesto, no sentía el placer que me daba
el otro Señor-mío de dulce peso
imaginario (pero qué real) cuando mi fantasía lo hacía andar por mi
cuerpo; él entraba, entonces, no por la boca sino por el orificio
innombrable; tenías razón, Natalia, sabedora de todas las verdades:
“los hombres les meten la pija a las mujeres por la concha y de ese
modo, de ese único modo, se hacen los nenes”. (“¿Es cierto, Malvina, que los hijos no se encargan a París
ni vienen dentro de una sandía o un zapallo?”). Ibamos de la mano,
abuelita - frescos racimos y fúnebres ramos – y nos sumergíamos en el
antro en penumbra y caminábamos hacia aquella jaula de madera que tenía,
al frente, una puertecita por donde entraba El Confesor para instalarse en
su rincón tenebroso; en uno de los lados de la jaula había una rejilla
que emanaba un inmundo olor a saliva de viejas (así se lo había
enrostrado a la abuela él, mi hermano, cuando, niño todavía, resolvió
liberarse de tan repudiada obligación: “No voy más a confesarme, no;
aunque los pecados me llenen el cuerpo de lepra no volveré a oler esa
tabla agujereada con un olor inmundo a saliva de viejas”). Formábamos
fila para confesarnos – varias ancianas ceceaban sus rezos delante de
nosotras – y cuando llegaba mi turno (siempre después de tu breve,
seguramente blanca confesión de viuda fiel que te eximía de toda culpa
luego de pocas oraciones) me arrodillaba y alzaba la cabeza para que mi
boca alcanzara la rejilla y “Padre, quiero confesarme”, “Di,
hija”… …Aquel
viejo español, el padre Montero, carrasposo en verano y tosiente en
invierno, padecedor sumiso de una bronquitis tenaz por la cual – previa
complicación pulmonar – accedió sin duda al Paraíso… Y al momento
me ganaba el miedo, el terror de sufrir por la vida y por la muerte y por.
Y me quedaba inmóvil, paralizada. El
anciano tosía para que yo recordara que el Ministro-de-Dios estaba allí
y que era necesario descargar pronto porque detrás de mí había otras
feligresas ahitas y ellas también. “Padre, esta semana me peleé con mi
hermano y además desobedecí a papá porque no cerré los ojos”. “¿Cuándo,
hijita, cuándo no cerraste los ojos?”. “Cuando me dicen que me duerma
y yo hago que me duermo y ellos en la cama, Padre…” Se revolvía en su
cabina y suspiraba. “Bueno, hija, Dios Nuestroseñor lo perdona todo
porque es absolutamente misericordioso; rézate una salve y tres avermarías”.
De inmediato pronunciaba el latinazgo absolutorio que yo no entendía pero
que me hacía sentir purificada. Me hincaba junto a la abuela, frente a la enorme estatua de
Jesús y recitaba las oraciones indicadas mirando fijamente aquel órgano
de cera que sobresalía del pecho
abierto; era un corazón, sí, y la mano de Cristo – un hombre moreno y
barbado, de ojos tristes, que se parecía bastante a mi padre – lo hacía
emerger, sangrante, violentando los pliegues de la túnica para que los
pecadores comprobáramos que estaba allí – testimonio vivo luego de
tantos siglos – su sacrificio por los hombres. La
enfermera ha dejado un comprimido azul en mi mesa de luz, “por si de
madrugada, querida, se agudizan los dolores”.
Puedo llamarla, apretar el timbre color de hueso que cuelga de la
cabecera de la cama y ella vendrá, somnolienta, y me inyectará cuatro o
cinco horas de sueño soporoso, de tiniebla sin recuerdo… …Ya
no podrás alzarte en plena noche, garza-bruja; ya no podrás perderte en
la oscuridad protectora. Te
dejarán pegada a tu pantano, revolviendo las aguas cenagosas…Pero no,
ése no es tu destino; rechazas el narcótico porque te impedirá
rememorar y tienes poco tiempo, muy poco, para que las imágenes afloren
libremente, se desgajen de tu cuerpo y floten, aéreas, ante tus ojos casi
muertos… Sólo aceptas, pues, la pastilla sedante y en la bruma azulenca
que se espesa en torno a ti aparece Inesita vestida con su uniforme liceal,
detenida en medio del salón-biblioteca.
Tenías dieciséis años y habías resuelto, luego de intensas
cavilaciones, confiarle a papá tus últimos, importantísimos
descubrimientos sobre ti misma; ya no creías
en Dios y luego de varias actuaciones en el teatro experimental del
colegio (representabas, en larga veste blanca con enseres dorados, nada
menos que a Antígona) habías decidido ser actriz dramática. Te inscribirías en la escuela de arte de un teatro
independiente. Presentías
que la entrevista iba a ser difícil pero no rehusabas la lucha. Por otra
parte sólo él, dentro del asfixiante medio familiar, podría tal vez
comprender tus impostergables anhelos.
Le dirías que estabas harta del catecismo y de las martirizantes
lecciones de piano; todo eso no significaba nada para ti; trataba, en
realidad, tus verdaderas aptitudes.
Prometerías concluir aceptablemente
tus estudios liceales para, el año siguiente, dedicarte solamente
al teatro. Esos eran tus
plantes, tus premeditadas palabras. Pero
cuando entraste, luego de golpear la puerta de madera doble – “el
claustro del doctor”, llamaba mamá a la biblioteca, con cierta modulación
despectiva – se desmoronaron de súbito proyectos y discursos y, lo que
fue peor, se te quebraron al unísono la voz y el corazón. ,,,Estabas
sentado detrás del escritorio de roble trabajado en relieve con motivos
del Imperio Romano que te había legado tu padre (junto con los volúmenes
de Derecho y el prestigio de un entonces próspero estudio abogadil); una
de tus manos, apoyada en la frente, sostenía tu cabeza; sobre la cara caían,
en piadosas guedejas, tus cabellos negros. Ante ti había un libro abierto; un ejemplar de hojas de
papel-biblia, encuadernado en pasta roja. Junto a la mano izquierda –
que aparecía abandonada, inerme – reposaba la promediada botella de
whisky. Alzaste la vista y
recorriste con la mirada, muy lentamente, mi cuerpo, mi rostro.
Había algo extraño en tus ojos, papá, como si no me
reconocieras, como si yo tuviera que decirte-asegurarte-proclamarte que
era tu hija y que resultaba absolutamente necesario para los dos que antes
de hablar nos despojáramos de nuestras cotidianas máscaras. No
me atrevía a iniciar el diálogo. El balbuceó algo confuso, casi
inaudible, y con un ademán que quiso ser ceremonioso y resultó grotesco,
me invitó a sentarme cerca de la ventana de vitrales que difuminaba en el
lugar los tonos desvaídos del crepúsculo.
Aspiré profundamente el denso olor a tabaco mezclado con el aroma
natural de aquel encierro
donde señoreaban la humedad y el papel viejo.
Me pareció que ninguna voz humana podría turbar el silencio en
aquel clima de muebles de felpa, tupidas alfombras, cortinados y anaqueles
mudos. Esbozó una sonrisa
triste, completamente desesperanzada, y de ese modo, sí, cayó, sin que
hubiéramos hablado, la primera máscara, como una hoja seca.
Su voz surgió entonces más honda, más grave.
Me dijo, simplemente: “Aquí estoy, ya lo ves, tomando whisky y
leyendo poesía”. Así sentaste aquella premisa insoslayable: habías
bebido y lo reconocías. El secreto empezaba, por fin, a revelarse: bebías desde
tiempo atrás, desde que tu carrera diplomática (nunca habías llegado a
tener más que un cargo mediocre en un ministerio) fracasara con el acceso
al gobierno del partido político contrario al tuyo.
Eso decían las mujeres de la casa, en sordina, pero no era del
todo cierto. Tomabas
cualquier clase de alcohol, sí, mucho, porque querías matarte.
Mamá, la abuela y tú mismo habían tratado de disimular ante
nosotros, los hijos, “el horrible vicio” – como más adelante y
frente a mí lo designaría mamá en plena efervescencia de su rencor - ;
y allí surgía, al cabo, patente ante los dos, esa fatalidad hacia la que
te habías deslizado fácilmente – casi naturalmente – y de la que
nunca emergerías porque no te interesaba emerger, porque ninguno de
nosotros podría ofrecerte una vida mejor, porque cada uno y todos integrábamos
el mismo engranaje herrumbroso, agónico… …Poco
sabías de eso entonces, Inés. Pudiste
adivinar, sin embargo, la congoja que subyacía en aquellas pupilas
desalentadas. El se había
atrevido a violar el canon instaurado, desde quién sabíaXXX cuándo, por nuestros ancestros: allí en el recinto sagrado de
la biblioteca, en ese sitio que nos habían enseñado casi tan venerable
como el Altar de la Virgen de las Grutas, se emborrachaba y se emborracharía
noche a noche: solo, alejado del mundo, de nosotros, aceptando y
rechazando esa existencia cuyo sentido le resultaba cada día más
absurdo. También tú,
papá, nicticora con los pies apresados en el légamo, buscando la
liberación en algún vuelo nocturno y suicida.
Y esa verdad que entonces leí en tu cara, en tu gesto, había que
lanzarla, gritarla cada uno a su modo, desenmascarándonos, por fin: con
la carga feroz del desengaño y el resentimiento (sí, mamá, sí; una
ocasión oí aquella confidencia que musitabas con voz amortiguada a una
de tus amigas: “se emborracha, sabés, y no marcha en la cama”), con
el cinismo de quien se siente perdido de antemano (“mi padre es un
mamado, por más doctor que sea; un ma-ma-do y no me lo pongas de ejemplo,
por favor”, vociferaba mi hermano en los momentos en que mamá intentaba
enmendarlo); “mi yerno se ha entregado a la bebida y ha frustrado así
un porvenir que pudo ser brillante”, deploraba la abuela con gestos
compungidos, sin sospechar cuánto había incidido ella en ese destino con
sus imposiciones de matriarca-dueña-de-todos-los-bienes (codiciosa, no
obstante, de aquel título honorífico que tanto adoraba y que sus
antepasados ricos no habían podido obtener: “El doctor, mi hija se casó
con el doctor…”). O simplemente con la conmiseración sincera y simple
de aquella Malvina-siempre-adicta: “Pobre doctor, tan inteligente, tan
bueno; qué pena que tome tanto, qué pena”. Allí
estabas, pues, volcado sobre el vaso que entibiabas con el calor de tu
mano, no para resolver los fabulosos pleitos que las matronas de la casa
querían adjudicarte sino para beber tu whisky y leer poesía. Quizás
eso, papá, hizo más fácil nuestro acercamiento. Tímidamente, pregunté:
“¿Qué estás leyendo?”. Tus párpados cubrieron unas pupilas turbias
donde fugazmente chispeaba el espíritu del licor; miraste
aquella página cuyos caracteres yo no podía, desde mi sitio,
alcanzar. “Es un nocturno, un poema muy hermoso que acaso sólo sirva de
consuelo a los románticos desvelados.
Empieza así”. Y por
primera vez recitaste ante mí y tu voz expresó la tristeza, la honda
melancolía de esos versos que me acompañarían siempre y que hoy, todavía,
estremecen mis labios: “los que auscultasteis el corazón de la
noche…” …Aquí
me encuentro ahora, papá, sobreviviéndote, hundida en una cama de
sanatorio, evocando los versos de tus angustiosas vigilias.
Vivificando con mi boca tu voz y también la del otro, la del
atormentado poeta. Conviviendo
todavía con ustedes, mis muertos queridos… Te
dije que iba a ser actriz y fingiste - ¿o lo sentías realmente? –
sorpresa y desagrado. Entonces,
como Antígona, me torné rebelde, inexorable: nadie podría desviar mis
convicciones, ni siquiera tú. Cediste, blandamente cediste, y prometiste:
les hablarías, tratarías de convencerlas. Pero nada lograste.
Ellas eran más fuertes, nunca permitirían que la niña, la única-niña-de-la-casa,
- ay, Molière, los prejuicios que desde entonces, desde antes, desde
siempre –eligiera esa senda degradante para sí misma y para la
familia…(Y te volviste procaz, abuelita, y dijiste aquello asomando una
vocecita sucia que brotaba de debajo de tus rezos y tus crespones de
viuda: “Las que hacen teatro son todas unas putas, como las
divorciadas”. Dictaste tu sentencia inapelable mientras mamá expresaba,
despavorida, su más íntimo terror: “No se casará nunca, diosmío; se
convertirá en una trotacalles…”). No pudiste imponerte, papá.
Y yo tampoco pude porque, como tú, me había elegido débil frente
a la fortaleza inexpugnable de todos los fetiches, las santas tradiciones
que ellas, celosamente, defendían. Apenas me atreví a poner en práctica un improvisado plan de
venganza. Primer paso
inmediato, impostergable: desvirginizarme.
Contra ti, madre, contra tu sentido común; contra tu integridad de
hostia, abuelita, y contra mí, por supuesto, contra la egreta-alba que no
supo más que escoger a aquel pobre seductor de entretiempo cuyas poses de
avanzada no lograban ocultar su mansa sujeción a La Norma.
El era El-Maestro. El
Galán-Maduro. El
Sabio-Profesor-de-Arte. Entornaba los párpados y miraba desde el estrado
de la cátedra lineal a sus fascinadas alumnas mientras dictaba la clase y
nos explicaba – atisbando las reacciones que producían en la cohorte
juvenil aquellos rebuscados, embadurnados parlamentos – que la
homosexualidad entre los griegos era algo muy normal y formaba parte de la
educación del adolescente y que Aquiles y Patroclo, Safo y su academia de
doncellas. -No
recuerdas el nombre, Inés… -Galán
de cuyo nombre ahora no, no quiero acordarme… -Pero
recuerdas cuando te acercaste a él, en el patio del colegio, y le pediste
que te prestara libros para ampliar esos temas que había expuesto con
tanta eficiencia. -Por
supuesto, señorita, será un placer – y estiraba el pescuezo como si el
cuello duro de la camisa que La Norma le obligaba a usar, estuviera a
punto de ahogarle…Cuervillo de laguna, ave de charco que nunca levantaría
vuelo… -Cuándo
me los traerá, profesor; le prometo que voy a cuidarlos mucho. -Es
mejor que usted pase a buscarlos por mi atelier; allí podré mostrarle
algunas esculturas que ilustran precisamente. …Y
fuiste, garza-bruja, temblando-adolesciendo, con aquella pollera
acampanada que había confeccionado abuelita (“amplia, abundante en paño,
hija, que disimule las formas porque el pudor, el pudor”) y las
balerinas de gamuza que imponía la moda de entonces.
El te esperaba: blusón bohemio, cigarrillos ingleses en la mano,
un servicio de tazas de porcelana china con princesas y dragones en
relieve. “Beberá conmigo
una taza de té de jazmín”. Todo
tan exótico: la media luz, el biombo de bambú, las estatuillas indias,
los iconos tototecas; un sigiloso Recinto-de-Cultura. Y aquellos bronces
apagados que reproducían las esculturas de Fidias: “Zeus Olímpico, éste”;
“observe esta Atenea cuyo tocado simula una cornamenta y vea cómo
aparece, en esa época, fíjese, y antes, el símbolo fálico, el símbolo
reverenciado por las más antiguas civilizaciones”.
Se le empapan los labios cuando habla, cuando señala, cuando
explica. En el tercer encuentro se acerca mucho a mí para ilustrar en
vivo sus lecciones. Un día, en el crepúsculo – he dicho en casa que
asisto a un curso de perfeccionamiento de francés- me tiendo, ya
resuelta, en el diván refaccionado (no hay lujo, no, ni buen gusto en el
pretencioso aparato de la decoración: todo es falso y sofisticado, como
también lo eras tú, cuervillo, aunque eso no lo supe, no pude saberlo,
hasta mucho después, cuando ya nos habíamos separado). Acepto
una copa de cognac que apuro rápidamente – más para animarme a llevar
a cabo un trance que no deseo demasiado, que por temor al acto en sí –
y de súbito (por un momento, claro) me convierto en ti, padre, son tus
labios los que reciben la ardentía del licor, tu garganta la que se quema
y tose, tu risa la que trata de trivializar las mismas acciones que
realizo y que siento grotescas; mi-tu-debilidad, mi-tu-asco por la vida,
mi-tu-resolución de suicidio antes de haber vivido, porque la vida no
vale la pena y ya que no nos atrevemos en masa, por lo menos de a uno:
apurar la copa de veneno y si falta el valor para el veneno de golpe la
dosis día por día, papá, la lenta destrucción el cuentagotas:”¿no
oyes caer las gotas e la melancolía?”. Por fin, siempre, el salto hacia
el abismo: hundirse definitivamente en el corazón de la noche. …Se
oyó tu grito, Inés, tu diminuto grito de duendecilla herida que él
intentaba sofocar con los labios, con la boca jadeante; el pequeño
aullido simultáneo al pequeño dolor: ya está, mamá; ya está,
abuelita; en verdad que era frágil pero mentira, boba de Natalia, mentira
que dolía tanto; mentira también que enseguida el placer, mucho mejor el
dedo, Natalia, mucho mejor que esa violencia ese dolor ese peso del otro
soportado por mi cuerpo ese sudor de bestia, humano, sí, demasiado
humano, y estalactitas que bajan de la luna que se derraman sobre mi carne
que me embadurnan, ah, y ese olor ese sabor corrupto de la vida y la
muerte entreveradas en esa náusea que me llena la boca ahoga mi voz. Y
que él, creyéndose Supremo-Vencedor, piensa que es llanto y por eso me
besa e intenta consolarme. Cuánto
mejor las caricias las suaves limpias caricias de la masajista, tenías
razón, Alfredo, todos somos un poco homosexuales, allá muy al fondo y al
principio todos hermafroditas, pero ahora, santo dios, cuánto dolor,
ahora, Inés; qué difícil luchar contra el desflorador que destroza la
carne que avasalla las células; esto no es más celeste carne de mujer,
Darío, sino moléculas enloquecidas creciendo sólo para la danza del
dolor, sólo para la muerte; es arduo el último combate.
Todo se torna lúcido y ya no hay más misterio; el presente, el
pasado, son dos bloques de luz: apenas si preocupa el último paso. No,
no quiero llamarla; no quiero que la silueta menuda de la enfermera,
blanca en la noche como un ala blanca, desajuste las otras imágenes que
vuelven, las que …soy
yo, abuelita, recuerdas qué disgusto, cuánto rezaste para que Dios, la
Virgen y los Santos porque mamá, la habilidosa detectora de
todas-las-mentiras-vergonzantes rápidamente supo – computadora exacta
– dónde cuándo con quién:
el-profesor-de-arte/casado-con-dos-hijos/corruptor-de-menores/dicen-que-homosexual,
pero igual no lo denunciaríamos, no podríamos denunciarlo porque vendría
el escándalo, ese mal peor-de-peores, El Escándalo. Te encerraron, Inés, te dejaste encerrar sin ofrecer
ninguna resistencia porque en realidad tu violador poco significaba para
ti; muy en el fondo de tu corazón, deseabas, sí, borrarlo de tu mundo.
Sabías que era cierto: corruptor de menores, desfacedor de hímenes. Sólo
te había servido para la venganza. No habías obtenido placer con él
aunque a veces lo habías buscado: -Cada
día siento menos. -Es
el miedo que te vuelve frígida, es porque recién empiezas y. Pero ya verás,
más adelante, ya verás. Fallaban
tus encantos, cuervillo-de-pantano; no valían tus esfuerzos por enseñarme
todas las posiciones, no valían los libros ilustrados que me prestabas y
nada tenían que ver, por cierto, con el arte.
Pero no: se apretaban mis músculos, se tensaban mis nervios:
“huerto-cerrado”, abuela, “jardín-sellado”: allí también
ganabas. Ninguna
sensación, mamá, como si las dulces latencias de la infancia se hubieran
apagado para siempre. El veía
agrandarse tu asco, Inés, tu desprecio.
La relación se tornaba difícil, casi imposible.
Por todo eso cuando en casa resolvieron, no enviarte a un convento
(que era cosa de novelas y épocas remotas) sino a pasar una temporada en
la estancia del Tío-Poderoso, aceptaste, casi con alivio, el plan
maternal: la niña acompañaría a la abuela; unas vacaciones en el campo
serían propicias para fortalecer a la abuela y a la niña. …y
no estaba triste ni feliz; simplemente me había distanciado de todo:
sobrevivía. De esa manera, abuelita, nos encontramos de pronto
participando del Concierto del Huevo, versión moderna de la homónima de
Jerónimo Bosch; nos trepamos como dos burbujas ávidas al microcosmos
creado por El Bosco, aceptamos integrar el coro que formaba la familia del
magnánimo tío: flotábamos serenamente sobre un inmenso cascarón, un
queso redondeado y autárquico que repetía las mismas caras vesánicas,
malignas: demonios que tocaban el laúd adherían al huevo que sobrenadaba
el mundo, deslizándose, eterno, por las tersas pendientes de las
galaxias; así eran ellos y los acompañamos allá, en el tibio bienestar
agusanado, música-de-laúd cuatro siglos atrás, ahora, en la Edad Media,
en la estancia: las facturas de cerdo los pollos los corderos todo el día
los peones los sirvientes las chinas todo el día trabajando deslomándose
para que aquella panza siempre-preñada-siempre, de nuestros obsequiosos
anfitriones, creciera y máscreciera, se estirara hasta que.
Pero aún faltaba mucho tiempo para que.
Entretanto compartíamos una plenitud que no malolía demasiado.
Nos aclimatamos rápidamente, abuela: “qué sabroso este asado
con cuero” (comabuela, ordenaba el tío, gozoso, con un gesto de
perversidad infantil); “qué saludable la leche recién ordeñada”
(“bebabuela”) y las morcillas y chorizos y butifarras (“tragueabuela”)
“y las sandías y los melones las
uvas de la chacra” (atosíguese abuela con los frescos racimos/que acaso
reverdezcan esos fúnebres ramos). Una madrugada – dormíamos en una
habitación con paredes de cal y techo de bovedilla – ella lanzó un
corto chillido semiahogado; encendí la luz, me levanté, fui a verla
pensando en una araña, en una víbora, en un mal sueño: yacía con las
piernas entreabiertas (tu camisón se alzaba, impúdico, dejando ver los
muslos y las rodillas escamosas), con los cabellos blancos un poco enmarañados
y la boca hecha un círculo, antro-sin-luz-sin-vida, pobre abuela; quizá
como decía mi hermano te había visitado aquel gnomo que vivía en el
interior de tu ropero y habías traído a la estancia escondido entre
bolsos y valijas. Acaso a
tantos años, tantos, de tu desfloración, otra vez te había nacido el
himen como una obscena amapola para que él. Y aquel grito en la noche,
sofocado y opaco, era eso, maldito gnomo, maldito gnomo de la muerte. Por
ventura para ti, como siempre antes de dormir, habías rezado las
oraciones: allí estaba, entre tus dedos sarmentosos, el rosario familiar,
tu amuleto adorado que esta vez no había conseguido apartar de ti al
violador tremendo, insoslayable. …Quedaste
muda, Inés, anonadada. Te veías
en ella, te espejeabas: reconociste en la marioneta doblegada cuyos ojos
de palo habían quedado fijos en el techo, “el espanto seguro de estar
mañana muerto”. Y te faltó la voz para clamar auxilio; apenas si
pudiste arrastrar las piernas
temblorosas hasta el cuarto del tío y allí fortalecer tus puños y
golpear en la puerta, golpear antes de caer desmayada. Me
cuesta recordar ahora tu duelo, madre, tu duelo y tu llanto; alguien mucho
más fuerte que la abuela y que tú misma te había destetado brutalmente:
por fin conocerías el verdadero desconsuelo. Olvidaste mi violentado
himen, mis vacaciones expiatorias, mi presencia silenciosa al lado del tío
(juntos habíamos viajado desde la estancia, acompañando el cadáver) y
te echaste sobre el cuerpo ya endurecido besándolo, abrazándolo, queriéndole
prestar tu calor, tu vida. Pero
fue en vano: la abuela era un signo extraño, ajeno, que no podría
ofrecerte ninguna respuesta. Ni yo, ni papá, ni tu hijo sabríamos darte
respaldo o alivio; por primera vez te vi sola, desesperadamente sola. Y
por eso te quise, ese día en que velamos y enterramos a
mi-abuela-tu-madre; lloré contigo, ese día, la misma desventura. Nadie
te servía, era indudable. Tampoco tú me sirves ahora y es mejor que sea
así: cada uno es su noche, en medio de su propio desamparo. Después
el entierro guardaste el rosario dentro del cofre. Desde la muerte de
abuelita, por sacratísima herencia, esos objetos te pertenecían. Lo
colocaste junto a las estampas de los santos y La Reliquia. En el estante
más alto de aquel ropero (circunstancialmente abierto de par en par) de
donde seguramente se había escapado para siempre el gnomo destructor,
ubicaste la arquilla. Seriamente, ceremoniosamente.
Y enseguida, a pesar de tu pena, te aprestaste a preparar mi boda,
“porque en estos pocos días que estuvo en el campo del tío mi hija se
enamoró de su primo Agustín Nicanor, dueño, con veinticinco años
solamente, de una estancia de cuatro mil hectáreas.
El se vino siguiéndola y ya pidió la mano, se dan cuenta”. Orgullosa, solemne. Habría casamiento, sí, no obstante el
duelo reciente y el himen roto y el padre-estragado-por-el-vicio (eras
entonces una sombra indecisa, papá, hundido visceralmente en el alcohol y
en tus libros); no obstante la inercia soporosa que me había ganado y que
me sumergiría en un limbo sin formas ni movimiento. Nunca
te quise, Agustín Nicanor, ni siquiera te aprecié lo suficiente como
para. Aunque mi amor, creo, no te importaba demasiado: habías obtenido
sin esfuerzo una bonita-esposa-ciudadana que sabía francés e inglés y
era bachiller en letras, ah, un título menor pero título al fin.
La exhibirías delante de las amistades de tu padre (boda en la
capital, fastuosidad de un día: el Agro confraterniza con la Banca las
Empresas las Financieras Nacionales y Transnacionales) con aparatosidad,
elevándola al rango de Estatuilla de Oro cubierta de Perlas y Rubíes; de
inmediato la incorporarían al Concierto en el Huevo para que, como tu
madre muerta a consecuencia de su quinto parto, tu joven mujer procreara
un engendro por año. Y cuánta arrogancia en el flamante abuelo cuando
por fin naciera la nieta (ya tenía nombre, por supuesto; el nombre de mi
suegra Agustina María de la Concepción: suerte que no naciste, primogénita).
“Un casamiento es un acontecimiento”, dictaminó, en verso, el tío y
futuro suegro; “promueve obligaciones que luego se convierten en amplias
retribuciones”. Ardió, como el poniente en un crepúsculo estival, la
mansión que adquirió en el barrio más distinguido de la costa (y que
luego del matrimonio vendería con cuádruples ganancias): iluminación
sicodélica en el jardín, piscina de azulejos florentinos con flotantes,
melancólicas flores de loto (en ella, hacia el final del festejo, caería
mi hermano completamente drogado y borracho), orquesta que desmenuzaba, no
aires versallescos brotados de violines y violonchelos, Darío, sino el
jazz lloricón – a ocasiones estridente – de la época: ajustadísimo
Concierto en el Huevo si el Hada HarmoníaXXX
y su perfecto equilibrio fantástico no se hubieran trizado de repente… Empezaba
a clarear y Agustín Nicanor me buscaba por el parque por las terrazas por
las glorietas por los salones; dónde se encuentra Inés, le pregunta a
mamá; ha reservado una suite en el más lujoso hotel del Centro,
para-esta-noche, Inés, nuestra-noche-de-bodas, pero no ha calculado que
ocurren en la vida cosas horribles- que no mereces, Agustín Nicanor, pero
igual pasan – dignas de convertirse en materia candente para crónicas
de anunciadas, violentas muertes. Aunque
esta vez, gracias a Dios, no habría sangre: simplemente la novia ha
desaparecido, sólo eso. Era
la madrugada y no sé si por el champán ingerido o por el asco, no sé,
tuve ganas de vomitar. Subí la escalera de mármol y bronce – la
cola de mi traje me seguía como una desorbitada lengua siseante –
mientras las muchachas núbiles chillaban por el ramillete (oh aquel fúnebre
ramo de flores artificiales, abuela, que costó una pequeña fortuna, cómo
te hubiera gustado). Histéricas, gritaban tiralo, Inesita, a ver quién
le toca, pensando en los cuatro casaderos hermanos del novio, y yo lo
arrojo, sí, caiga sobre quién caiga; no miro nunca atrás nunca supe en
qué manos en qué cabeza dio y corro, corro como un fantasma perseguido
por su propia sombra blanca, corro por los pasillos de la planta alta vacía
(la fiesta, en el jardín, cada vez más irreal, más remota), encuentro
el baño, un mausoleo de azabache, un magnífico sarcófago silencioso.
Reina un olor recatado que conozco de inmediato, abuela: es la fragancia
de los heliotropos del Cofre de La Reliquia.
Vomito, sí, en el suelo; lanzo bocanadas de alcohol sobre mi
flamante vestido que desprendo para que se deslice hasta el piso.
Estás en enagua, Inés, una falda ceñida con encajes en el ruedo
y cierre invisible (destinado sin duda a la pericia de los temblorosos
dedos del novio); abres la lluvia – suave caricia del agua – y la
dejas caer sobre ti: “espíritu-de-las-fuentes”, “compasivas-vírgenes-sanadoras”
–invocas, ruegas, volviéndote pagana- “otórguenme las fuerzas
necesarias para llevar a cabo esto que estoy pensando”, imploras. Casi
enseguida sales – Ofelia completamente empapada y sin flores - y caminas
a tientas por los corredores semivelados. …y
oigo un coro de ninfas, Darío, que me dice adelante, esa es tu senda, y
de pronto me encuentro con una puerta oscura (¿el Hades, el
“Infierno”?) y la abro porque ahora soy valiente, ahora que me he
resuelto todo suena a aventura... …
Estás ahí, otra vez, echado en un sillón, con la copa en la mano y los
ojos perdidos, ciegos; pobre Edipo aguardando a su dulce Lazarillo.
También en la mansión que
ha comprado mi suegro hubo un refugio para ti, para tu escasa audacia,
para tu inadvertida fuga, para que, en esa biblioteca sin libros –o con
libros, no sé; los anaqueles están sumidos en la sombra – yo te
encuentre y pueda llorar entre tus brazos. Ignoro a qué alta hora te confío
mi plan; sólo recuerdo una leve sonrisa esbozada en tus labios pálidos.
Y fue la aceptación y otra vez la conjura aunque muy poco hablamos: no
habría noche-de-bodas-en-la-suite, no habría manos de Agustín Nicanor
explorando mi cuerpo, no habría horribles estalactitas de la luna en
busca de pasivas estalagmitas terrestres; tú y yo solos, confabulados, íbamos
a fugarnos sin fugarnos pero sería igual – casi igual, padre – así
nos fugáramos realmente: me tendí en la alfombra y apoyé la cabeza en
tus rodillas y empezamos, ora vez, a beber: había sobre la mesa, a tu
costado, una buena reserva de champán y de whisky. Entonces recorrimos
juntos, por única vez, todos los paraísos y todos los infiernos… Nos
encontraron dormidos, exhaustos, cuando ya era de día ; uno de ambos (¿tú,
yo?) había cerrado la puerta con dos vueltas de llave y ellos creyeron
que en esa habitación, la más conspicua de la casa, nadie podría
ocultarse. ¿Creyeron? Alguien abrió de golpe el clausurado portón del
Hades: allí estábamos, tirados sobre la alfombra, arrojados en el mundo,
borrachos, completamente ajenos. Purificados tal vez en la llama voraz que
había brotado de nosotros mismos. Sumergidos para siempre en un universo
que nada se relaciona con el de los otros; habíamos roto, por fin, todos
los lazos. …¿los
habíamos roto, realmente? ¿O sólo estábamos hundidos, ahora por propia
determinación, en el oscuro fondo de la noche, igual que en este momento,
papá, cuando no puedo resolverme a arriesgar el último salto? Pobre
madre: para ti fue otra vez la infamia y el escándalo: Tiotodopoderoso,
Maridoprofanado, Cuñadosofendidos (no mi hermano, a quien habían
rescatado de las aguas celestes y gozaba, en algún dormitorio olvidado,
su largo sueño de drogadurmiente), amigos-de-confianza que se habían
quedado para ver el final de la comedia (no hubo tragedia, ni siquiera
llegó a concretarse una definida venganza) pudieron contemplar el
desenlace con ojos azorados. Agustín Nicanor propuso, entre vacilaciones
y tartamudeos, que se me perdonara: me llevarían de inmediato a la
estancia y allá las cosas cambiarían y allá. Pero no, Tíotodopoderoso
tenía raíces enclavadas en el peñón más recio de lo
medieval-italiano: las manes del abuelo Domenico Severo – y de todos los
severos que habían sido sus ancestros – acudieron para imponer su
veredicto; tío admitió apenas, en homenaje a la memoria de la abuela y
para atenuar el escándalo, una transacción-con-el-momento-histórico-que-vivía:
no matarían pero jamás perdonarían. Y mamá padeció el segundo gran
duelo de su vida: lloraba a gritos, caía en hondos gemidos, insultaba
como una erínea estertorante. Ahora recuerdo su más insistente letanía:
“Son unos degradados, los tres, unos degradados”. Los tres: la tríada
de la cual, alguna vez, se había sentido dueña: el esposo, los hijos. Muy
temprano y curiosamente ataviada de oscuro se marchó en procesión la
masculinísima familia: el tío y sus cinco varones. Así acabó aquella
parodia de Himeneo y empezó para ti, papá, la última etapa. Vuelan
las garzas en las orillas de la noche; despliegan sus enormes alas pardas
y suben hacia el cielo donde se acumulan las estrellas. Buscan tal vez algún
astro piadoso que les diga que sí, que esa luz, que por fin la han
hallado…Entonces se oye, Malvina, el estampido seco… Ahora
quiero, necesito llamarla, recurrir a la menuda egreta-alba, oprimir ese
timbre, comunicarle que sí, que a esta hora, cuando el incipiente clareo,
cuando las imágenes se vuelven transparentes, ah, el sufrimiento se
exacerba y es mejor que me inyecte, que me brinde una corriente suave para
seguir un poco más aunque se me entremezclen las ideas, aunque se me haga
difícil evocarte en aquel anochecer en que ella – no yo – te encontró
en tu recinto y volvió al comedor donde aún no habíamos iniciado
nuestra cena, papá, porque te aguardábamos. Malvina depositó sobre la
mesa la antigua sopera humeante mientras mamá se quejaba: “Desde que
murió la abuela no hay más orden en esta casa; nunca estamos los cuatro
juntos, ni siquiera en el momento de las comidas”. Mi hermano y yo, en
silencio, cada uno en su abismo, ignorándonos mutuamente mientras la sopa
se enfriaba en el recipiente de porcelana donde lucía un desvaído dibujo
de caza que conocíamos desde la infancia. Ella
va a buscarte a la biblioteca; se demora bastante y
de pronto aparece, demudada (aunque hay un brillo nuevo en tus
ojos, mamá, algo que sólo yo puedo captar: el resplandor del triunfo).
Con voz asordinada dice, relata, anuncia: “Abrí la puerta y lo
vi con la cabeza apoyada en el escritorio; pensé que, como siempre,
estaba…”(suspira, toma aliento; esta vez no se atreve a pronunciar la
ofensiva palabra). “Lo llamé, volví a llamarlo, a decirle que la cena
estaba pronta; me fui acercando y le toqué una mano y (sollozos) la sentí
fría, completamente fría. (Tono mayor) “Hijos, él se nos ha
muerto”. Mi hermano alzó la cabeza y la miró. También en sus pupilas
había un fulgor extraño aunque distinto al de ella. Acaso un destello
que revelaba, al fin, una frágil esperanza…No vi mis ojos, claro, pero
experimenté el embate de la amargura en la cara, en la piel toda, en las
vísceras. …Otra
vez te había dado, garza-bruja. Y te lanzaste, herida, a buscarlo, a
mirarlo, a decirle que si habías comprendido el mensaje de la parábola
triste que él había trazado y ahora se cerraba…Pero la reciedumbre del
dolor te inundaba la boca y los ojos, te impedía hablar, tocarlo. “El
dolor de estar vivo”, sí; era yo quien sufría. “Si
usted quiere realmente la verdad, señora, nosotros, los médicos, no
podemos negársela”. “La verdad ya la sé,
doctor; la sé desde el instante en que la palpé en mi vientre,
cuando las gotas de sangre en el piso. Lo que quiero saber ahora es cuánto
tiempo y cómo será”. “Eso depende de muchos factores. Nosotros sólo
podemos. Todo depende de”. Sí, de mi lucha, de mi acendrado amor, de mi
propósito de aceptar o no este parpadeo entre nada y nada, entre vacío y
vacío… …Después
de tu frustrado casamiento viene una nebulosa, época de altos cúmulos
que cambian de apariencia, se amontonan de pronto, dibujan gestos,
rostros, años apenas perfilados: seres que bienamaste y malqueriste,
descubrimiento ávido de nuevas sensaciones…Alfredo y otros hombres.
Querías sentir, gozar, y sobre todo, papá, deseaba olvidarte, matarte
definitivamente para hacer, oh ilusa, mi propia vida. ¿Recuerdas, Inés,
tus afanosos estudios de poesía? Dos, tres años de perfeccionamiento de
los idiomas que ya conocías, era necesario, pensabas, apreciar al poeta
en su lengua; y te aventuraste en el alemán, en el latín, en el griego;
descubriste a Heine y a Schiller, pudiste recitar, en voz alta, a Virgilio
y a Sófocles. Entretanto la
realidad se hacía y se deshacía aceleradamente a tu alrededor: como un
cielo caótico, desgarrado, que tocara ahora la tierra, te iba
arrastrando, removía, sin que te percataras demasiado, tu ínfimo
lugarcito… Una
noche de otoño dormía en el departamento céntrico al que me había
mudado, sola, luego de
la muerte de papá. Mi madre, ligada carnalmente y ferozmente a los
muertos, no quiso abandonar la casa que, como ella, se iba desmoronando.
Mi hermano, por inercia, permanecía a su lado. Increíblemente tu
esposa había seguido tus pasos, papá: sin la tutela de la abuelita,
zozobraba en hondas embriagueces solitarias. Y sus ceremonias se llevaban
a cabo en el comedor donde, después de cenar – y cuando mi hermano,
errante ave de la noche, se había retirado –ella se perdía en un largo
soliloquio incoherente, abrazada a una botella de
whisky. Pocas veces
nos encontrábamos: yo había elegido vivir sola y defendía mi
aislamiento. Esa noche me había acostado temprano. De pronto alguien
golpeó mi puerta insistentemente. Abrí
y allí estaba mi joven vecina, una muchacha delgada y tímida, a quien
conocía poco. Sabía que ella vivía con un hijo pequeño. El niño
permanecía de pie, a su lado. Los dos tenían los ojos muy abiertos, muy
brillantes, y me pareció que temblaban. Me pidió que tuviera al chico en
su casa, por esa noche: le había surgido un serio contratiempo familiar y
no podía llevarlo con ella; así dijo. Pensé en una enfermedad grave, en
una muerte o tal vez… Sí,
la situación del país había cambiado: la gente carecía de trabajo y
había hambre; muchos luchaban y la lucha era a muerte. Había
enfrentamientos callejeros, represión, presos, asesinados. Todo eso a lo
que yo me había obstinado en permanecer ajena... Todo
eso, sí, mamá, papá, abuelita: la realidad que no habíamos querido
ver, trepados como estábamos en el huevo gigantesco, trastabillando, cada
uno en su propia soledad, tarareando sin fuerza nuestra desafinada música...
Acepté quedarme con el niño. Era hermoso; me miraba sin hablar; serio,
cohibido. Le ofrecí dulce, leche; a todo respondía que no. Por fin aceptó
acostarse en el sofá del living y se durmió. Lo cubrí con una manta y
encendí cerca de él la diminuta veladora de mis sueños y vigilias
infantiles, con su pantalla de cristal opaco y su frágil pintura del ángel
de la guarda (la misma que prendías cuando yo era chica y no podía
dormir, Malvina, y tú cantabas a mi lado, suavemente: “Llama de la
virgen/dulce compañía/no me desampares/ni de noche ni de día”). Era
uno de los pocos objetos que había traído conmigo cuando abandoné la
quinta definitivamente. Una
claridad rosácea invadió el cuarto: cubrió los muebles, las cortinas,
el rostro de la criatura. Me senté en un sillón, encendí un cigarrillo,
empecé a fumar y a contemplarlo. Dormía serenamente, a veces sonreía y
yo, sin saber por qué, respondía a su sonrisa. Al fin también me dormí
y soñé que en mi casa entraban unos nubarrones de humo espeso; el
ambiente se oscurecía y se volvía asfixiante.
Desperté sobresaltada. Todo estaba igual, sonrosado y tranquilo.
Miré por la ventana: amanecía. Me pareció oír una explosión, lejos;
luego algunos balazos perdidos. “Acaso no haya sido más que una
ilusoria prolongación de mi pesadilla, de mi temor”, pensé. Volví a
mirar al niño, acurrucado en el sofá, y entonces experimenté aquel vacío,
aquel rechazo, aquel vértigo. Deseé que no se despertara, que no me
mirara con sus ojos quietos y luminosos. Cuando la madre, ya de regreso,
golpeó cautelosamente mi puerta y dijo “soy yo”, suspiré, aliviada.
Despertó a su hijo y me agradeció con palabras vacilantes. Ese mismo día
dejaron su apartamento. Nunca volví a encontrarlos, pero tampoco pude
olvidarlos. Aparecían en medio de mis sueños y me miraban, me miraban
con sus pupilas hondas y calladas... Ahora veo en la ventana del sanatorio los entreclaros del alba. Las sombras cederán a la luz, las imágenes nocturnas se irán desvaneciendo y comenzará otra vez el ruido de la vida. Vendrá la limpiadora con sus trastos y me preguntará cómo he pasado la noche y quizá tenga para ella, todavía, una sonrisa vaga. Después me visitará el doctor: me tomará la mano me mirará los ojos queriéndome decir qué guapa, qué valiente, así debería ser toda la gente y no sabrá que no, que no es coraje, que para mí, ahora, es mejor así: mirar de frente: hay que mirar al monstruo, doctor, para poder lucharlo. Y luego vendrás tú, mamá: el semblante abotagado, la pintura corrida de los párpados, de los labios. Me dirás que has pasado una noche de insomnio “pensando en ti, querida, pensando en ti”. Y sin duda estarás diciendo la verdad, mamá, tan sola entre tus muertos, tan despistada como siempre, fatalmente perdida. Tratarás de ocultar, como una niña en falta, el desdichado secreto que tu cara delata, que emerge en vapores húmedos de tu boca hinchada: la embriaguez casi permanente, tu soledad, tu miedo, pobre madre. Y como sospechas que acaso pueda ocurrir hoy, esta misma mañana – el doctor ya te lo ha dicho: ahora es cuestión de días, tal vez de horas- hurgarás en tu cartera honda y siempre revuelta, sacarás el rosario familiar, ese que irá a mis manos antes que a las tuyas. Sonreiré y te diré que no, mamá, ya sabes que no rezo. Y tendrás que esperar el momento en que, sin resistencia, mis dedos acepten esa ristra sagrada para ti y puedas colocarla tal como lo deseas, con la cruz sobre el pecho, bien a la vista, claro, porque la nuestra es y ha sido siempre una familia católica, temerosa-de-Dios, sí y ella, mi pobre hija, aunque tenía sus cosas, también lo era, dioslaguarde. |
Sylvia Lago
"La adopción y otros relatos", Antología Personal
Editorial Planeta (en prensa) - set. 2007
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