Aros de niebla |
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"la araña en el rincón Eliseo Diego |
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TAL
VEZ no quieras responderme, Arnaldo, porque nada te importa ya de mí, ni
de la vieja casa donde vivimos nuestra niñez y adolescencia; tal vez no
quieras recordar cuando la casa empezaba a estremecerse como si un viento
subterráneo le soplara las raíces y a nosotros, que dormíamos en el
mismo cuarto, ese temblor nos daba tanto miedo. Aunque más adelante
supimos comprenderla y la compadecimos porque no siempre, pobre casa,
estaba dispuesta a volar, a desprender sus cimientos de la tierra, como si
a un árbol lo arrancaran de cuajo o como si, de pronto, se viera obligada
a convertirse en un enorme pájaro viejo al que le impusieran el vuelo; o
tal vez en un hongo inmenso, parecido a esos que según dicen, quedan
durante mucho tiempo flotando en el espacio después de una explosión atómica.
Sólo que nuestra vivienda era inofensiva, cargada en su oquedad de
aquellos inolvidables aromas que circulaban por los cuartos: el olor
rancio del comedor en el que dominaba la presencia del gran reloj de pie
habitado por un enano ciego que respiraba fuerte, de noche, agrandando los
latidos de su corazón con el mal propósito de que tú y yo, los niños
de la casa, no pudiéramos dormir y nos aterrorizáramos al percibir las
palpitaciones de los muros... (¿o es que también aquel personaje del
reloj tendría miedo?); el perfume seco de la mesa de caoba, que parecía
emanar, asimismo, de las doce sillas tapizadas en terciopelo color
herrumbre; la fragancia de los licores de guinda, de menta, de mandarina,
que reposaban, en sus frascos panzones, dentro del cristalero donde lucían,
alineadas, las copas: sus verdes esplendentes -tan luminosos como las
esmeraldas incrustadas en las coronas de las princesas de los cuentos que
nos hacía tía Ostelia-la-soltera. ¿Recuerdas? Nos reuníamos los tres
en su dormitorio donde se mezclaban el perfume de las tres lociones
francesas que ella usaba con el de la lavanda y la naftalina de sus
roperos. Husmeábamos con avidez esas mixturas en sus ropas, y también en
su piel... Ella decía que éramos niños muy sensibles e imaginativos y
que le causaba placer contamos historias maravillosas, que estimulaban
nuestra fantasía... Todos esos recuerdos, hasta las palabras que
pronunciaba, huelen aún dentro de mí, Arnaldo... ¿No aspiras ahora el
aroma adormecido, tibio de sedas moradas, de las fundas que cubrían los
sillones de la sala donde muy pocas veces podíamos entrar, porque era el
sitio reservado para las visitas? Todavía puedo ver las consolas con
tapas de mármol, las mesas barnizadas de laca, las preciosas lámparas
que habían pertenecido a nuestros bisabuelos. Puedo evocar sus serenas luces,
inmóviles en el ámbito nocturno. Cómo las reconozco por las noches,
Arnaldo, cuando estoy tendida en mi cama, en medio de la madrugada sin
vuelos, perdida acaso de mí misma, sin ti, que estás tan lejos...
Brillan, resplandecen en medio de la oscuridad las piezas de plata maciza
que Constancia, hundida en su muda paciencia de años de servidumbre, pulía
a muñeca con paños de gamuza; la desdichada Constancia, sí, nuestra
vieja criada, con su olor de tierra y sus manos nudosas y la cicatriz que
le atravesaba una mejilla y sus marcas marrones en las piernas, aquellas
que nosotros le descubrimos un día que entramos en su cuarto mientras
ella dormía... Siempre usaba medias de algodón, negras o grises, para
ocultar sus máculas, pero esa vez se las había quitado, en su descanso,
y nosotros pudimos observar la piel estragada y eso nos produjo un
sentimiento de repulsa, más que de compasión... ¿Volaban
también los candelabros, las soperas, las bandejas, a su antojo, dentro de la casa viajera? ¿Serían, quizás,
como la lámpara de Aladino, objetos mágicos
que contribuían con sus poderes a que nuestra
antigua mansión se elevara, en la noche, rumbo a las estrellas? Es
difícil comprender las delicadas urdimbres tejidas por quién sabe qué
manos, qué dedos ágiles, ajenos a nuestro entendimiento, a nuestra
exigua inteligencia, que ni siquiera sabe para qué la vida …¿Qué
indescifrables hilos del pensamiento y la imaginación se entramaron para
determinar nuestros destinos, confundieron sus nudos para obligarme a
estar aquí, ahora, recordando, en un jardín sin tiempo? Presumo que ha
de ser el mediodía por la potencia del sol que calienta mis piernas
desnudas desde las rodillas hasta los pies. He dejado sobre el césped mis
pantuflas rosadas, las de raso, con un ribete de felpilla azul. Se parecen
mucho a las que tú te calzabas, algunas tardecitas, cuando no nos
vigilaban ni papá ni el abuelo-viejo ni Ostelia-la-soltera ni tío
Fabio-el-buen-mozo ni nuestra madre, siempre tan triste. Tampoco
la criada, que estaría, a esas horas, fregando trastos en la cocina, o
baldeando patios. Ellos se oponían a que te disfrazaras con mis ropas
aunque tú lo desearas tanto. Piensa en la furia de papá y el abuelo
cuanto te pusiste el vestido blanco de mi primera comunión... Fue todo un
escándalo, realmente. Por supuesto, te castigaron: aún oigo tus
sollozos, esa noche semiahogados porque apretabas la cara contra la
almohada para que yo no me percatara de tu llanto. Esa vez la casa no voló.
Seguramente quiso respetar tu dolor, y, todavía más, expresar su repudio
ante la injusticia del castigo. Por eso, no lo dudo, dejó que se
desplomara un enorme revoque del techo que se aplastó contra la tapa de
cristal del bargueño y la hizo añicos. Fue una forma de manifestar su
adhesión a ti. Porque nuestra casa, no obstante sus desvaríos, se
mostraba, a menudo, muy solidaria con nosotros. Sólo tenía aquella zona
penumbrosa y salvaje -donde, a ocasiones, cuando ellos se enojaban, nos
escondíamos- que no era un lugar hermoso, ni hospitalario, sino desgreñado
y malévolo. El sitio donde el terreno se acababa, confinado por el enorme
muro cubierto de enredaderas ásperas, llenas de espinas. A su costado
estaba “el galpón de las maniobras", como ellos lo llamaban, cuya
puerta de hierro permanecía cerrada con candado; solamente papá o el tío
Fabio la abrían, cuando practicaban tiro al blanco. También entraba allí,
algunas veces, el abuelo, que había sido -¿te acuerdas con qué orgullo
lo decía?- “General de la Patria" y conservaba aún la mano firme
para sostener las pistolas. Ocultos entre la maleza oíamos aquellas
detonaciones y también los gritos y las carcajadas con que celebraban la
puntería de uno o se burlaban del error del otro. Dentro de la casa,
cuando pasaba eso, mamá, seria y callada, se persignaba frente a la
imagen de la Virgen del Carmen, que estaba en su dormitorio. O, si se
encontraba en el comedor, se arrodillaba ante el cuadro de la Ultima Cena.
Practicaban tiro al blanco durante toda la mañana; no en vano eran militares
y deseaban que tú también lo fueras cuando te hicieras mayor; pero tú
no querías ni yo tampoco, Arnaldo. Aquel último rincón del fondo,
aunque de aspecto hostil, se convertía en nuestro refugio; allá donde se
expandían lo yuyos salvajes cubiertos de ortigas grises y cardos llenos
de pinchos... Además, ese lugar estaba poblado de alimañas. ¿Recuerdas
la gigantesca araña que estiró hacia nosotros una pata peluda, en aquel
amanecer lívido en que nos escapamos por el balcón que daba al
traspatio? Esa noche el mundo olía a podrido, a muerte. Nos quedamos
paralizados frente a ella, que nos miraba con sus ojos rojos (¿eran
rojos?) y con su boca redonda, de labios gruesos, esbozaba una sonrisa perversa.
Debo confesártelo, Arnaldo: la araña es, todavía, mi verdugo; todavía
ronda, sigilosamente, algunas noches, por los pasillos desiertos donde
crece el hedor nauseabundo de la pesadilla o del insomnio que sale de las
piezas habitadas y se infla en globos grises que explotan de repente. Aquí,
muy cerca de mí, cuando abro los ojos y estallan todos los cristales,
avanza, silente, implacable, transgrediendo los tiempos de nuestra casa en
vuelo. Y escucho otra vez los golpes de aquel postigo del fondo castigado
por el viento que ahora me anuncia, siempre, la llegada de una extraña
procesión de fantasmas. Seguramente es medianoche cuando la araña se
sumerge en las sombras y oigo un llanto muy leve y ellos van apareciendo
en medio de una niebla que se espesa alrededor: adelante va el
abuelo-viejo, vestido con su uniforme de gala, el pecho cargado de
aquellas condecoraciones que guardaba en un cofre de roble, en el cajón más
alto de la cómoda que algunas veces nos atrevimos a violar, cuando él no
estaba en casa, y tú prendías esos ornamentos sobre tu camisa y los dos
nos reíamos tanto. Luego avanzan, también uniformados, aunque con sus
trajes de rutina, papá y tío Fabio; tieso el primero, con los labios
apretados y los ojos ajenos, como si miraran sin ver; el otro,
Fabio-el-buen-mozo, mucho, mucho más viejo, me parece, que cuando estaba
con nosotros; se diría que carga sobre él la edad que no vivió y debió
vivir. Avanza con el horrible hueco del pistoletazo en la sien, negro de
sangre. Y los aros de niebla que giran pesadamente en torno a ellos los
separan un poco del grupo de las mujeres: nuestra madre, vestida de negro,
camina con pasos breves como si no quisiera rozar el piso; lleva un velo
que parece de polvo y le nubla la cara. Así y todo descubro sus rasgos:
la boca y las mejillas que se vuelcan hacia la tierra por el mucho dolor
que guarda en su corazón. Marcha como apenada de sí misma y del mundo,
con las manos escondidas bajo los entrepaños del vestido. Y Ostelia...
sus ojos son los únicos que brillan como brasas: hay algo en ellos, un
chispazo, quizá como de furia triunfal, o de blasfemia. Arrastra su
cuerpo en el silencio; es más rotunda, más concreta que los otros. Viste
aquel camisón rojo con puntillas negras que a veces
tenía puesto en las tardes en que nos hacía cuentos sobre brujas;
sólo que ahora el camisón se ha vuelto un harapo que deja ver sus
pechos, parte de su vientre y los muslos. De
pronto se detiene y estoy segura que me ve; cruzamos, durante unos
segundos, una mirada cómplice, y ella dibuja un signo en el aire
borrascoso; un artificio, sí, con su mano derecha. Una señal que no he
podido descifrar pero que me une a ella por una suerte de fascinación,
como cuando éramos niños y de pronto se quedaba callada en medio de la
historia, y sólo nos miraba, precisamente cuando el unicornio alcanzaba a
la ninfa del bosque y no, no la mataba pero le hacía aquello que nos
contaba casi susurrando, luego de una larga pausa, y después nos pedía
que no lo repitiéramos a nadie porque era un secreto. Más alejada, sola,
con una túnica desteñida que le llega a los tobillos y un velón
encendido en las manos -como para no hundirse del todo en la borrasca- va
Constancia. Sus gruesos párpados le cubren los ojos y mueve los labios,
cual si rezara o maldijera por lo bajo. Poco a poco las siluetas de la
procesión se difuminan hasta desaparecer. Sólo queda flotando una bruma
densa, un humo malsano que me borronea la visión. Entonces siento como
nunca, Arnaldo, que siempre estoy -hemos estado- al borde de una abismo;
que en cualquier momento voy a precipitarme en un pozo oscuro, insondable.
Cómo te echo de menos en esos momentos. Siento que estoy sin ti para
siempre, sin tu calor empapado de enero y mi brazo -otra vez en la casa-
se estira para alcanzar tu mano con la mía; de cuarto a cuarto, debe
alargarse, porque entonces ya éramos mayores y no ocupábamos la misma
habitación sino dormitorios contiguos. Mi
mano busca la tuya pero no la encuentra. Aunque ya el pacto estaba sellado
entre nosotros. Con sangre, sí, no debes olvidado, que así lo quiso
Ostelia, que oficiaba -decía de hada madrina aunque en realidad fue, ya
no lo dudo, una sacerdotisa del infierno. Con mi primera sangre menstrual
que tú contemplabas atónito, tembloroso. Ella quiso que supieras lo que
me había ocurrido: esa sangre. Y nos dijo que nos uniría para siempre.
Así aprendimos a amar a Ostelia con un amor intenso, desesperado,
enlazados en una conjura indisoluble. Porque ella nos mostraba lo horrible
y lo hermoso. Por eso ahora, esté donde esté, continúa enviándonos
mensajes. ¿No llegan hasta ti, también, sus indicios? ¿No sientes, muy
cerca de tu cara, aquel fuego recóndito de su aliento de virgen? Tía-Ostelia-la-soltera.
Sin hombre que la cortejara, presa en nuestra enorme casa, cubierta de
joyas y de trajes suntuosos pero vacía en medio de sus sueños de amores,
sus cuentos barbazules y brujas-carniceras. A ocasiones me pregunto qué
razón hubo para que ella se plegara a la voluntad de sus únicos varones:
su padre, sus hermanos. Y no encuentro, sabes, una respuesta clara. En
realidad nunca encuentro respuestas, tal vez porque no quiero indagar
demasiado... Mira, ya ha atardecido y vendrán a buscarme. Estoy sentada
en un banco de piedra, en medio de un jardín que no conoces, debajo de un
ceibo sin flores. Ahora me calzo las pantuflas, anudo las cintas de mi
salto de cama. La brisa se ha hecho fresca y el cielo es un enorme murciélago
que abre sus alas para que en ellas se enciendan uno, dos, varios astros.
De pronto Venus, luminosísima, empieza a cantar y las demás estrellas la
imitan. Cantan tan alto, tanto, que de repente sobreviene un zumbido y
dejo de oírlas y me sumerjo en el silencio. Pienso, sí, que donde estás,
tú también las escuchas y, a través de esa melodía, nos estamos comunicando.
Allá, debajo de un arbusto tupido, muy próximo a la fuente seca -donde,
dicen, alguna vez hubo agua y pececitos- descubro a Ceferina, la italiana
que llama a gritos, en la noche, a su hija muerta. Ella desea que la niña
vuelva -me lo ha confiado- sólo para cerrarle los ojos, cuyos párpados
no quisieron bajarse el día que murió. No soporta que hayan enterrado a
su criatura con los ojos abiertos, fijos, como si fueran de vidrio empañado.
Iré hasta su escondite debajo de las plantas y le diré que vuelva
conmigo, que el fresco de la noche le hará daño y que, además, la
encontrarán y la llevarán adentro por la fuerza. Sabes, Ceferina es
buena. No puede imaginar que aquellas órbitas ya estarán vacías. Y yo
nunca voy a decírselo. De
vez en cuando pienso que verdaderamente me has olvidado, Arnaldo. Que
deberías volver, sin embargo, y sentarte frente a mí en la silla donde
tantas veces te sueño rememorando las formas de tu cuerpo, las
expresiones de tu rostro. Y qué triste se pone el mantel blanco, cómo se
enfría ese plato tuyo que no está servido. Todo eso me hace ver los
primeros cubiertos que quedaron inútiles sobre la mesa donde todos comíamos.
El abuelo no quiso que se eliminara el puesto de su hijo menor, tan rubio,
tan bello, tan joven. Aunque papá repetía
que la muerte de Fabio nos cubría a todos de oprobio: era el suicidio de
un militar y lo había consumado por algo que nada tenía que ver con el
honor de su casta. Eso le resultaba intolerable. Ostelia -quién, sino
ella- nos reveló el secreto, una tarde, ante nuestro estupor: el tío se
había matado por una mujerzuela, dijo, y, lo que era peor, por una
maldita enemiga. El, todo un capitán, y tan hermoso. Se disparó el tiro
de muerte a mediodía, en el escritorio del abuelo. Y nosotros, que no
vimos el cuerpo, pudimos ver luego, la sangre que manchaba la alfombra.
Esa vez la casa dio vueltas y vueltas en el aire, enloquecida. Creo que
hasta se rozó con algún meteorito perdido en el espacio, porque oímos
aquel estruendo. ¿Recuerdas? ¿O el estruendo se produjo únicamente
dentro de nuestras cabezas, remedando el estallido de Fabio? En esa época
ya habían empezado, en la calle, aquellos extraños disturbios. Papá fue
destinado a comandar un cuartel en el norte y dirigía –nos contaba el
abuelo-viejo con orgullo- las operaciones militares contra los perversos
que deseaban destruir a nuestra patria. Mamá rezaba por él para que los
alzados no lo mataran. Pero papá era fuerte y además, valiente. Sabía cómo
resistir y él sí mató, de distintas formas, como bien se encargó de
decírnoslo, a muchos de esos criminales. Cuando, de tanto en tanto,
regresaba, se le veía en la cara un cansancio duro, sucio. Todo era lúgubre
en la casa, entonces. También Fabio se había alejado y en otro
compartimiento del interior del país conoció a la mujer, que había
luchado contra él, integrando un grupo subversivo. Había combatido como
si fuera un hombre más -nos dijo Ostelia- y caído prisionera. Fabio la
dejó escapar de la cárcel porque se enamoró de ella. Pero la muy
traidora huyó por la frontera y no volvió a encontrarse con él. como
seguramente se lo había prometido. Entonces vino el escándalo que terminó
con el suicidio del tío. Porque lo descubrieron y lo degradaron y papá
no hizo nada por evitarlo. Siempre fueron tan estrictos, tan inflexibles...
Aunque después que Fabio murió el rostro del abuelo se volvió escuálido,
de cera; se le nubló la mirada y se borró para siempre su sonrisa. Sin
embargo, a pesar de que tú y yo lamentamos aquella muerte, el tiempo que
sobrevino a ella fue, para nosotros, una época feliz. Ya no nos
vigilaban demasiado. Papá
volvió a su cuartel; mamá y tía Ostelia, que no se querían, vagaban
por la casa, cada una por su lado, dando órdenes agrias y contradictorias
a la pobre Constancia, sin recordar que ella había servido a la familia
desde las mocedades del abuelo. Mientras, el viejo, encerrado en su
dormitorio, bebía cognac y limpiaba sus pistolas y contemplaba, en éxtasis,
sus condecoraciones. Arnaldo, por Dios, tú no puedes haber olvidado esos
tiempos... Sólo yo percibía el eco de tus pasos en la madrugada, cuando
la casa se había desarraigado y lanzado a volar como una cigüeña de
alas inmensas que se esforzaba por alcanzar la luna. El envés de la luna,
sí: la zona más enigmática y sombría; allí planeaba nuestra casa -con
un posarse suave- en el mismo momento en que tu cuerpo se escurría entre
mis sábanas. Yo te prodigaba mi calor, mi ternura, hasta que te adormecías
y nuevamente la casa reiniciaba el vuelo. Y con sólo cerrar los ojos
ambos veíamos el océano centelleante y rumoroso sobre el que ella se
desplazaba, y oíamos al unísono los susurros de nuestras vísceras que
repetían los ocultos movimientos del mar. Pero qué poco duró la
felicidad... ¿O duró mucho, Arnaldo? ¿Podría afirmar que en esa
eternidad extendida como la plenitud de los astros nos habíamos detenido,
y que solamente eso existe hoy para nosotros? El resto del mundo es algo
que no comprendo y que me aterra. ¿No es mejor permanecer siempre en un
no-saber, como las cosas? ¿Qué conciencia mayor, desconocida, velaba tu
sueño y tu sonrisa cuando te dormías junto a mí? ¿Qué voluntad ignota
hacía crecer florecitas rosadas sobre la hierba de nuestro jardín y
brotar allá, debajo de los sauces, el trébol de cuatro hojas que descubrías
y elevabas al cielo como un talismán de buena suerte? Este durar, este
existir pensándote, ¿significa una espera indefinida en medio de la
niebla? ¿Pasaron años desde aquella noche que, justo cuando la casa
debería remontarse para cruzar el cielo, como una cometa poblada de
flores nocturnas, escuchamos la terrible explosión y salimos de mi cuarto
semidesnudos y mamá apareció con su bata color granate y el infierno en
la cara y luego Ostelia envuelta en su deshabillé y enseguida
Constancia con su piel arrugada, más hondo, más opaco, el miedo que se
le espesaba en los ojos? Un humo grueso, como nacido del centro de la
tierra, penetró por las ventanas, formó grumos en torno a nuestros
cuerpos. Tosíamos, escupíamos. Nadie atinaba a nada. Abuelo
-circunstancialmente el hombre de la casa, ya que tú eras apenas un
adolescente- sordo y casi
insensible como estaba, siguió hundido en su sueño, maduro de muerte;
ninguno de nosotros se acordó de él hasta que estuvimos todos en el
fondo, en aquel lugar donde se amontonaban los arbustos, donde habitaba la
araña que nos había amenazado desde la infancia. Volvió papá y averiguó
sobre el desastre. Velamos y dimos sepultura al abuelo, que se asfixió en
su pieza, en medio del aire ponzoñoso. Tú estabas inmóvil, delante de
los cipreses, entre los mármoles, mientras un general más viejo aún que
el abuelo pronunciaba un discurso tartajeante al que ninguno de los dos
prestábamos atención. La fachada de nuestra casa voladora quedó en
ruinas desde el atentado; era como si le hubieran quemado el pecho a una
paloma. Fue un tiempo agonizante, de escombros, de ceniza. La cara de papá
se volvió una efigie de odio. Tía Ostelia nos explicó que todo había
sido perpetrado contra él y que él no cejaría hasta castigar con la
muerte a esos que decían luchar por la libertad pero eran, en realidad,
unos asesinos. Sí, habían querido matarlo, o matar al abuelo, que era
como una prolongación anacrónica de nuestro padre. Mucho más tarde, aquí,
en este recinto sombrío donde ansiosamente te espero, oí, en medio del
semisueño que me habían provocado con inyectables, que una enfermera le
murmuraba a otra: esta es la hija del milico que dirigió la represión en
el norte del país. Eso dijo. Y musitó el nombre de papá. Esa vez dormí
durante varios días. Realmente, no hubiera querido despertar nunca. Creo
que no hacía mucho tiempo que te habías ido. Papá resolvió enviarte a
un colegio en Europa. Cuando nos dio la espantosa noticia dijo que había
tomado esa decisión para protegerte, ya que también a ti podrían
matarte, porque eras su hijo. Supe que no decía toda la verdad. ¿Temía
tal vez que tú, tan parecido a Fabio, tomaras una resolución con
respecto a tu vida que fuera rechazable para él? Sólo sé que estalló
entonces mi desesperación, mi rebeldía. Lo insulté, le clavé las uñas
en la cara. Las patas de la araña se volvieron garras y se prendieron en
su carne porque deseaba separamos. Vi su sangre tiñendo mis dedos de
violeta. Soporté sus bofetadas hasta que caí desvanecida y volé, volé
mucho en nuestra casa que, pudorosa y dolida, otra vez quería alejarme
del horror. Mientras, tuve aquel sueño. Soñé -¿o en algún momento me
lo habrá contado tía Ostelia?- que la vieja Constancia salía de su
mutismo y me hablaba del pasado. El abuelo viejo la había convertido en
su amante cuando era todavía una niña, y después la había repudiado.
Pero ella nunca pudo escapar del férreo círculo familiar. Se volvió la
esclava atormentada que todos conocemos. El abuelo viejo siempre fue malo,
Arnaldo, tú no lo ignoras. Por eso no lo quise y tampoco quiero a papá
que se le parece tanto. Fabio el-buen-mozo, en cambio, no era un perverso.
Supo amar y el amor lo perdió. (¿O acaso lo salvó definitivamente?). La
casa, te decía, se apiadó de mí y me condujo sobre extensiones
radiantes donde cantaban las avecitas del cielo. Desperté, por fin, en
este edificio triste, aunque también piadoso -debo reconocerlo- porque me
oculta, me aísla de los espantos del mundo. Mamá, que me visita a veces,
no ya en la procesión fantasmal, sino en persona real, me dijo que te habías
instalado en una ciudad de Europa donde estudiabas. Habló de un lugar
entre montañas... Y me aseguró que ibas a escribirme. Pero tus cartas
nunca llegan. Cada tanto viene también Ostelia. Me trae galletitas y
bombones para que los comparta con mis compañeras. Y me acaricia la
cabeza. A papá no lo veo nunca. Ellas dicen que volvió al norte, al
cuartel, a continuar su lucha. Nada me importa, sabes, que papá no me
visite. Si lo hiciera, otra vez me convertiría en una araña o en un cuervo,
para arrancarle los ojos. ¿Cómo no hacerlo si fue él quien te apartó
de mí? Sólo puedo soportar que se me acerque cuando aparece en esa
procesión en que todos están presentes menos tú: en ese cortejo
tenebroso que se desliza en silencio, rodeado de niebla. Con Ostelia que
me mira y me hace la señal misteriosa. ¿Querrá decirme, acaso, con ese
gesto de su mano anillada, que es mejor que no vuelvas, Arnaldo, que te
quedes en ese mundo donde las casas no vuelan y dice que hay castillos que
extienden sus terrazas sobre praderas y gente cortés que conversa contigo
en otra lengua? Quizás quiera advertirme que es conveniente que
permanezcas lejos de mí, pero yo me resisto a entenderla porque deseo
tanto que regreses... Pobrecita Ceferina, mi compañera de cuarto; mírala: acaba de salir de su escondrijo entre las ramas y caían hacia mí, sonriendo. Entraremos al edificio tomadas del brazo, y ella me contará otra vez lo de su hija muerta con los ojos abiertos. Y yo le contaré lo de nuestra casa que vuela y se parece cada vez más a aquella merleta dibujada en un libro de cuentos que leíamos juntos: la merleta, sí, un pájaro mutilado, sin patas y sin pico. Pero con alas. Le diré cómo se eleva temblando porque no ama el lugar donde la construyeron sobre esa tierra parda en la que no puede echar raíces, entre ortigas y flores que se deshacen como si sus pétalos fueran de seda vieja y enmohecida- hiedras y enredaderas que se extienden igual que tentáculos y quieren devorar, estrangular. Le diré que, ya sin nosotros, la casa ha de sentirse muy vacía, propensa como nunca a que la sacudan los vientos. Y que, como una hoja liviana, andará por el aire hasta posarse, al fin, en la superficie de la luna. Le explicaré que en ese instante se disipa la niebla y las estrellas empiezan a cantar. Y que tú, entre las montañas, contemplando el cielo, escuchas el canto y piensas en mí. Le diré todo eso a Ceferina y ella se quedará contenta, apaciguada, y olvidará por un tiempo a la niña que no quiere bajar los párpados. |
Sylvia Lago
Antología, 1994
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