Aros de niebla
Sylvia Lago 

"la araña en el rincón
acecha helada (...) 
alguien llora muy quedo 
entre las sombras”.

Eliseo Diego

TAL VEZ no quieras responderme, Arnaldo, porque nada te importa ya de mí, ni de la vieja casa donde vivimos nuestra niñez y adolescencia; tal vez no quieras recordar cuando la casa empezaba a estremecerse como si un viento subterráneo le soplara las raíces y a nosotros, que dormíamos en el mismo cuarto, ese temblor nos daba tanto miedo. Aunque más adelante supimos comprenderla y la compadecimos porque no siempre, pobre casa, estaba dispuesta a volar, a desprender sus cimientos de la tierra, como si a un árbol lo arrancaran de cuajo o como si, de pronto, se viera obligada a convertirse en un enorme pájaro viejo al que le impusieran el vuelo; o tal vez en un hongo inmenso, parecido a esos que según dicen, quedan durante mucho tiempo flotando en el espacio después de una explosión atómica. Sólo que nuestra vivienda era inofensiva, cargada en su oquedad de aquellos inolvidables aromas que circulaban por los cuartos: el olor rancio del comedor en el que dominaba la presencia del gran reloj de pie habitado por un enano ciego que respiraba fuerte, de noche, agrandando los latidos de su corazón con el mal propósito de que tú y yo, los niños de la casa, no pudiéramos dormir y nos aterrorizáramos al percibir las palpitaciones de los muros... (¿o es que también aquel personaje del reloj tendría miedo?); el perfume seco de la mesa de caoba, que parecía emanar, asimismo, de las doce sillas tapiza­das en terciopelo color herrumbre; la fragancia de los licores de guinda, de menta, de mandarina, que reposaban, en sus frascos panzones, dentro del cristalero donde lucían, alineadas, las copas: sus verdes esplendentes -tan luminosos como las esmeraldas incrustadas en las coronas de las princesas de los cuentos que nos hacía tía Ostelia-la-soltera. ¿Recuerdas? Nos reuníamos los tres en su dormitorio donde se mezclaban el perfume de las tres lociones francesas que ella usaba con el de la lavanda y la naftalina de sus roperos. Husmeábamos con avidez esas mixturas en sus ropas, y también en su piel... Ella decía que éramos niños muy sensibles e imaginativos y que le causaba placer contamos historias maravillosas, que estimulaban nuestra fantasía... Todos esos recuerdos, hasta las palabras que pronunciaba, huelen aún dentro de mí, Arnaldo... ¿No aspiras ahora el aroma adormecido, tibio de sedas moradas, de las fundas que cubrían los sillones de la sala donde muy pocas veces podíamos entrar, porque era el sitio reservado para las visitas? Todavía puedo ver las consolas con tapas de mármol, las mesas barnizadas de laca, las preciosas lámparas que habían pertenecido a nuestros bisabuelos. Puedo evocar sus serenas luces, inmóviles en el ámbito nocturno. Cómo las reconozco por las noches, Arnaldo, cuando estoy tendida en mi cama, en medio de la madrugada sin vuelos, perdida acaso de mí misma, sin ti, que estás tan lejos... Brillan, resplandecen en medio de la oscuridad las piezas de plata maciza que Constancia, hundida en su muda paciencia de años de servidumbre, pulía a muñeca con paños de gamuza; la desdichada Constancia, sí, nuestra vieja criada, con su olor de tierra y sus manos nudosas y la cicatriz que le atravesaba una mejilla y sus marcas marrones en las piernas, aquellas que nosotros le descubrimos un día que entramos en su cuarto mientras ella dormía... Siempre usaba medias de algodón, negras o grises, para ocultar sus máculas, pero esa vez se las había quitado, en su descanso, y nosotros pudimos observar la piel estragada y eso nos produjo un sentimiento de repulsa, más que de compasión...

¿Volaban también los candelabros, las soperas, las bandejas, a  su antojo, dentro de la casa viajera? ¿Serían, quizás, como la lámpara de Aladino, objetos mágicos  que contribuían con sus poderes a que nuestra  antigua mansión se elevara, en la noche, rumbo a las estrellas? Es difícil comprender las delicadas urdimbres tejidas por quién sabe qué manos, qué dedos ágiles, ajenos a nuestro entendimiento, a nuestra exigua inteligencia, que ni siquiera sabe para qué la vida …¿Qué indescifrables hilos del pensamiento y la imaginación se entramaron para determinar nuestros destinos, confundieron sus nudos para obligarme a estar aquí, ahora, recordando, en un jardín sin tiempo? Presumo que ha de ser el mediodía por la potencia del sol que calienta mis piernas desnudas desde las rodillas hasta los pies. He dejado sobre el césped mis pantuflas rosadas, las de raso, con un ribete de felpilla azul. Se parecen mucho a las que tú te calzabas, algunas tardecitas, cuando no nos vigilaban ni papá ni el abuelo-viejo ni Ostelia-la-soltera ni tío Fabio-el-buen-mozo ni nuestra madre, siempre tan triste.

Tampoco la criada, que estaría, a esas horas, fregando trastos en la cocina, o baldeando patios. Ellos se oponían a que te disfrazaras con mis ropas aunque tú lo desearas tanto. Piensa en la furia de papá y el abuelo cuanto te pusiste el vestido blanco de mi primera comunión... Fue todo un escándalo, realmente. Por supuesto, te castigaron: aún oigo tus sollozos, esa noche semiahogados porque apretabas la cara contra la almohada para que yo no me percatara de tu llanto. Esa vez la casa no voló. Seguramente quiso respetar tu dolor, y, todavía más, expresar su repudio ante la injusticia del castigo. Por eso, no lo dudo, dejó que se desplomara un enorme revoque del techo que se aplastó contra la tapa de cristal del bargueño y la hizo añicos. Fue una forma de manifestar su adhesión a ti. Porque nuestra casa, no obstante sus desvaríos, se mostraba, a menudo, muy solidaria con nosotros. Sólo tenía aquella zona penumbrosa y salvaje -donde, a ocasiones, cuando ellos se enojaban, nos escondíamos- que no era un lugar hermoso, ni hospitalario, sino desgreñado y malévolo. El sitio donde el terreno se acababa, confinado por el enorme muro cubierto de enredaderas ásperas, llenas de espinas. A su costado estaba “el galpón de las maniobras", como ellos lo llamaban, cuya puerta de hierro permanecía cerrada con candado; solamente papá o el tío Fabio la abrían, cuando practicaban tiro al blanco. También entraba allí, algunas veces, el abuelo, que había sido -¿te acuerdas con qué orgullo lo decía?- “General de la Patria" y conservaba aún la mano firme para sostener las pistolas. Ocultos entre la maleza oíamos aquellas detonaciones y también los gritos y las carcajadas con que celebraban la puntería de uno o se burlaban del error del otro. Dentro de la casa, cuando pasaba eso, mamá, seria y callada, se persignaba frente a la imagen de la Virgen del Carmen, que estaba en su dormitorio. O, si se encontraba en el comedor, se arrodillaba ante el cuadro de la Ultima Cena. Practicaban tiro al blanco durante toda la mañana; no en vano eran militares y deseaban que tú también lo fueras cuando te hicieras mayor; pero tú no querías ni yo tampoco, Arnaldo. Aquel último rincón del fondo, aunque de aspecto hostil, se convertía en nuestro refugio; allá donde se expandían lo yuyos salvajes cubiertos de ortigas grises y cardos llenos de pinchos... Además, ese lugar estaba poblado de alimañas. ¿Recuerdas la gigantesca araña que estiró hacia nosotros una pata peluda, en aquel amanecer lívido en que nos escapamos por el balcón que daba al traspatio? Esa noche el mundo olía a podrido, a muerte. Nos quedamos paralizados frente a ella, que nos miraba con sus ojos rojos (¿eran rojos?) y con su boca redonda, de labios gruesos, esbozaba una sonrisa perversa. Debo confesártelo, Arnaldo: la araña es, todavía, mi verdugo; todavía ronda, sigilosamente, algunas noches, por los pasillos desiertos donde crece el hedor nauseabundo de la pesadilla o del insomnio que sale de las piezas habitadas y se infla en globos grises que explotan de repente. Aquí, muy cerca de mí, cuando abro los ojos y estallan todos los cristales, avanza, silente, implacable, transgrediendo los tiempos de nuestra casa en vuelo. Y escucho otra vez los golpes de aquel postigo del fondo castigado por el viento que ahora me anuncia, siempre, la llegada de una extraña procesión de fantasmas. Seguramente es medianoche cuando la araña se sumerge en las sombras y oigo un llanto muy leve y ellos van apareciendo en medio de una niebla que se espesa alrededor: adelante va el abuelo-viejo, vestido con su uniforme de gala, el pecho cargado de aquellas condecoraciones que guardaba en un cofre de roble, en el cajón más alto de la cómoda que algunas veces nos atrevimos a violar, cuando él no estaba en casa, y tú prendías esos ornamentos sobre tu camisa y los dos nos reíamos tanto. Luego avanzan, también uniformados, aunque con sus trajes de rutina, papá y tío Fabio; tieso el primero, con los labios apretados y los ojos ajenos, como si miraran sin ver; el otro, Fabio-el-buen-mozo, mucho, mucho más viejo, me parece, que cuando estaba con nosotros; se diría que carga sobre él la edad que no vivió y debió vivir. Avanza con el horrible hueco del pistoletazo en la sien, negro de sangre. Y los aros de niebla que giran pesadamente en torno a ellos los separan un poco del grupo de las mujeres: nuestra madre, vestida de negro, camina con pasos breves como si no quisiera rozar el piso; lleva un velo que parece de polvo y le nubla la cara. Así y todo descubro sus rasgos: la boca y las mejillas que se vuelcan hacia la tierra por el mucho dolor que guarda en su corazón. Marcha como apenada de sí misma y del mundo, con las manos escondidas bajo los entrepaños del vestido. Y Ostelia... sus ojos son los únicos que brillan como brasas: hay algo en ellos, un chispazo, quizá como de furia triunfal, o de blasfemia. Arrastra su cuerpo en el silencio; es más rotunda, más concreta que los otros. Viste aquel camisón rojo con puntillas negras que a veces  tenía puesto en las tardes en que nos hacía cuentos sobre brujas; sólo que ahora el camisón se ha vuelto un harapo que deja ver sus pechos, parte de su vientre y los muslos.

De pronto se detiene y estoy segura que me ve; cruzamos, durante unos segundos, una mirada cómplice, y ella dibuja un signo en el aire borrascoso; un artificio, sí, con su mano derecha. Una señal que no he podido descifrar pero que me une a ella por una suerte de fascinación, como cuando éramos niños y de pronto se quedaba callada en medio de la historia, y sólo nos miraba, precisamente cuando el unicornio alcanzaba a la ninfa del bosque y no, no la mataba pero le hacía aquello que nos contaba casi susurrando, luego de una larga pausa, y después nos pedía que no lo repitiéramos a nadie porque era un secreto. Más alejada, sola, con una túnica desteñida que le llega a los tobillos y un velón encendido en las manos -como para no hundirse del todo en la borrasca- va Constancia. Sus gruesos párpados le cubren los ojos y mueve los labios, cual si rezara o maldijera por lo bajo. Poco a poco las siluetas de la procesión se difuminan hasta desaparecer. Sólo queda flotando una bruma densa, un humo malsano que me borronea la visión. Entonces siento como nunca, Arnaldo, que siempre estoy -hemos estado- al borde de una abismo; que en cualquier momento voy a precipitarme en un pozo oscuro, insondable. Cómo te echo de menos en esos momentos. Siento que estoy sin ti para siempre, sin tu calor empapado de enero y mi brazo -otra vez en la casa- se estira para alcanzar tu mano con la mía; de cuarto a cuarto, debe alargarse, porque entonces ya éramos mayores y no ocupábamos la misma habitación sino dormitorios contiguos.

Mi mano busca la tuya pero no la encuentra. Aunque ya el pacto estaba sellado entre nosotros. Con sangre, sí, no debes olvidado, que así lo quiso Ostelia, que oficiaba -decía­ de hada madrina aunque en realidad fue, ya no lo dudo, una sacerdotisa del infierno. Con mi primera sangre menstrual que tú contemplabas atónito, tembloroso. Ella quiso que supieras lo que me había ocurrido: esa sangre. Y nos dijo que nos uniría para siempre. Así aprendimos a amar a Ostelia con un amor intenso, desesperado, enlazados en una conjura indisoluble. Porque ella nos mostraba lo horrible y lo hermoso. Por eso ahora, esté donde esté, continúa enviándonos mensajes. ¿No llegan hasta ti, también, sus indicios? ¿No sientes, muy cerca de tu cara, aquel fuego recóndito de su aliento de virgen? Tía-Ostelia-la-soltera. Sin hombre que la cortejara, presa en nuestra enorme casa, cubierta de joyas y de trajes suntuosos pero vacía en medio de sus sueños de amores, sus cuentos barbazules y brujas-carniceras. A ocasiones me pregunto qué razón hubo para que ella se plegara a la voluntad de sus únicos varones: su padre, sus hermanos. Y no encuentro, sabes, una respuesta clara. En realidad nunca encuentro respuestas, tal vez porque no quiero indagar demasiado... Mira, ya ha atardecido y vendrán a buscarme. Estoy sentada en un banco de piedra, en medio de un jardín que no conoces, debajo de un ceibo sin flores. Ahora me calzo las pantuflas, anudo las cintas de mi salto de cama. La brisa se ha hecho fresca y el cielo es un enorme murciélago que abre sus alas para que en ellas se enciendan uno, dos, varios astros. De pronto Venus, luminosísima, empieza a cantar y las demás estrellas la imitan. Cantan tan alto, tanto, que de repente sobreviene un zumbido y dejo de oírlas y me sumerjo en el silencio. Pienso, sí, que donde estás, tú también las escuchas y, a través de esa melodía, nos estamos comunicando. Allá, debajo de un arbusto tupido, muy próximo a la fuente seca -donde, dicen, alguna vez hubo agua y pececitos- descubro a Ceferina, la italiana que llama a gritos, en la noche, a su hija muerta. Ella desea que la niña vuelva -me lo ha confiado- sólo para cerrarle los ojos, cuyos párpados no quisieron bajarse el día que murió. No soporta que hayan enterrado a su criatura con los ojos abiertos, fijos, como si fueran de vidrio empañado. Iré hasta su escondite debajo de las plantas y le diré que vuelva conmigo, que el fresco de la noche le hará daño y que, además, la encontrarán y la llevarán adentro por la fuerza. Sabes, Ceferina es buena. No puede imaginar que aquellas órbitas ya estarán vacías. Y yo nunca voy a decírselo.

De vez en cuando pienso que verdaderamente me has olvidado, Arnaldo. Que deberías volver, sin embargo, y sentarte frente a mí en la silla donde tantas veces te sueño rememorando las formas de tu cuerpo, las expresiones de tu rostro. Y qué triste se pone el mantel blanco, cómo se enfría ese plato tuyo que no está servido. Todo eso me hace ver los primeros cubiertos que quedaron inútiles sobre la mesa donde todos comíamos. El abuelo no quiso que se eliminara el puesto de su hijo menor, tan rubio, tan bello, tan joven. Aunque papá  repetía que la muerte de Fabio nos cubría a todos de oprobio: era el suicidio de un militar y lo había consumado por algo que nada tenía que ver con el honor de su casta. Eso le resultaba intolerable. Ostelia -quién, sino ella- nos reveló el secreto, una tarde, ante nuestro estupor: el tío se había matado por una mujerzuela, dijo, y, lo que era peor, por una maldita enemiga. El, todo un capitán, y tan hermoso. Se disparó el tiro de muerte a mediodía, en el escritorio del abuelo. Y nosotros, que no vimos el cuerpo, pudimos ver luego, la sangre que manchaba la alfombra. Esa vez la casa dio vueltas y vueltas en el aire, enloquecida. Creo que hasta se rozó con algún meteorito perdido en el espacio, porque oímos aquel estruendo. ¿Recuerdas? ¿O el estruendo se produjo únicamente dentro de nuestras cabezas, remedando el estallido de Fabio? En esa época ya habían empezado, en la calle, aquellos extraños disturbios. Papá fue destinado a comandar un cuartel en el norte y dirigía –nos contaba el abuelo-viejo con orgullo- las operaciones militares contra los perversos que deseaban destruir a nuestra patria. Mamá rezaba por él para que los alzados no lo mataran. Pero papá era fuerte y además, valiente. Sabía cómo resistir y él sí mató, de distintas formas, como bien se encargó de decírnoslo, a muchos de esos criminales. Cuando, de tanto en tanto, regresaba, se le veía en la cara un cansancio duro, sucio. Todo era lúgubre en la casa, entonces. También Fabio se había alejado y en otro compartimiento del interior del país conoció a la mujer, que había luchado contra él, integrando un grupo subversivo. Había combatido como si fuera un hombre más -nos dijo Ostelia- y caído prisionera. Fabio la dejó escapar de la cárcel porque se enamoró de ella. Pero la muy traidora huyó por la frontera y no volvió a encontrarse con él. como seguramente se lo había prometido. Entonces vino el escándalo que terminó con el suicidio del tío. Porque lo descubrieron y lo degradaron y papá no hizo nada por evitarlo. Siempre fueron tan estrictos, tan inflexibles... Aunque después que Fabio murió el rostro del abuelo se volvió escuálido, de cera; se le nubló la mirada y se borró para siempre su sonrisa. Sin embargo, a pesar de que tú y yo lamentamos aquella muerte, el tiempo que so­brevino a ella fue, para nosotros, una época feliz. Ya no nos vigilaban demasiado.  Papá volvió a su cuartel; mamá y tía Ostelia, que no se querían, vagaban por la casa, cada una por su lado, dando órdenes agrias y contradictorias a la pobre Constancia, sin recordar que ella había servido a la familia desde las mocedades del abuelo. Mientras, el viejo, encerrado en su dormitorio, bebía cognac y limpiaba sus pistolas y contemplaba, en éxtasis, sus condecoraciones. Arnaldo, por Dios, tú no puedes haber olvidado esos tiempos... Sólo yo percibía el eco de tus pasos en la madrugada, cuando la casa se había desarraigado y lanzado a volar como una cigüeña de alas inmensas que se esforzaba por alcanzar la luna. El envés de la luna, sí: la zona más enigmática y sombría; allí planeaba nuestra casa -con un posarse suave- en el mismo momento en que tu cuerpo se escurría entre mis sábanas. Yo te prodigaba mi calor, mi ternura, hasta que te adormecías y nuevamente la casa reiniciaba el vuelo. Y con sólo cerrar los ojos ambos veíamos el océano centelleante y rumoroso sobre el que ella se desplazaba, y oíamos al unísono los susurros de nuestras vísceras que repetían los ocultos movimientos del mar. Pero qué poco duró la felicidad... ¿O duró mucho, Arnaldo? ¿Podría afirmar que en esa eternidad extendida como la plenitud de los astros nos habíamos detenido, y que solamente eso existe hoy para nosotros? El resto del mundo es algo que no comprendo y que me aterra. ¿No es mejor permanecer siempre en un no-saber, como las cosas? ¿Qué conciencia mayor, desconocida, velaba tu sueño y tu sonrisa cuando te dormías junto a mí? ¿Qué voluntad ignota hacía crecer florecitas rosadas sobre la hierba de nuestro jardín y brotar allá, debajo de los sauces, el trébol de cuatro hojas que descubrías y elevabas al cielo como un talismán de buena suerte? Este durar, este existir pensándote, ¿significa una espera indefinida en medio de la niebla? ¿Pasaron años desde aquella noche que, justo cuando la casa debería remontarse para cruzar el cielo, como una cometa poblada de flores nocturnas, escuchamos la terrible explosión y salimos de mi cuarto semidesnudos y mamá apareció con su bata color granate y el infierno en la cara y luego Ostelia envuelta en su deshabillé y enseguida Constancia con su piel arrugada, más hondo, más opaco, el miedo que se le es­pesaba en los ojos? Un humo grueso, como nacido del centro de la tierra, penetró por las ventanas, formó grumos en torno a nuestros cuerpos. Tosíamos, escupíamos. Nadie atinaba a nada. Abuelo -circunstancialmente el hombre de la casa, ya que tú eras apenas un adolescente-  sordo y casi insensible como estaba, siguió hundido en su sueño, maduro de muerte; ninguno de nosotros se acordó de él hasta que estuvimos todos en el fondo, en aquel lugar donde se amontonaban los arbustos, donde habitaba la araña que nos había amenazado desde la infancia. Volvió papá y averiguó sobre el desastre. Velamos y dimos sepultura al abuelo, que se asfixió en su pieza, en medio del aire ponzoñoso. Tú estabas inmóvil, delante de los cipreses, entre los mármoles, mientras un general más viejo aún que el abuelo pronunciaba un discurso tartajeante al que ninguno de los dos prestábamos atención. La fachada de nuestra casa voladora quedó en ruinas desde el atentado; era como si le hubieran quemado el pecho a una paloma. Fue un tiempo agonizante, de escombros, de ceniza. La cara de papá se volvió una efigie de odio. Tía Ostelia nos explicó que todo había sido perpetrado contra él y que él no cejaría hasta castigar con la muerte a esos que decían luchar por la libertad pero eran, en realidad, unos asesinos. Sí, habían querido matarlo, o matar al abue­lo, que era como una prolongación anacrónica de nuestro padre. Mucho más tarde, aquí, en este recinto sombrío donde ansiosamente te espero, oí, en medio del semisueño que me habían provocado con inyectables, que una enfermera le murmuraba a otra: esta es la hija del milico que dirigió la represión en el norte del país. Eso dijo. Y musitó el nombre de papá. Esa vez dormí durante varios días. Realmente, no hubiera querido despertar nunca. Creo que no hacía mucho tiempo que te habías ido. Papá resolvió enviarte a un colegio en Europa. Cuando nos dio la espantosa noticia dijo que había tomado esa decisión para protegerte, ya que también a ti podrían matarte, porque eras su hijo. Supe que no decía toda la verdad. ¿Temía tal vez que tú, tan parecido a Fabio, tomaras una resolución con respecto a tu vida que fuera rechazable para él? Sólo sé que estalló entonces mi desesperación, mi rebeldía. Lo insulté, le clavé las uñas en la cara. Las patas de la araña se volvieron garras y se prendieron en su carne porque deseaba separamos. Vi su sangre tiñendo mis dedos de violeta. Soporté sus bofetadas hasta que caí desvanecida y volé, volé mucho en nuestra casa que, pudorosa y dolida, otra vez quería alejarme del horror. Mientras, tuve aquel sueño. Soñé -¿o en algún momento me lo habrá contado tía Ostelia?- que la vieja Constancia salía de su mutismo y me hablaba del pasado. El abuelo viejo la había convertido en su amante cuando era todavía una niña, y después la había repudiado. Pero ella nunca pudo escapar del férreo círculo familiar. Se volvió la esclava atormentada que todos conocemos. El abuelo viejo siempre fue malo, Arnaldo, tú no lo ignoras. Por eso no lo quise y tampoco quiero a papá que se le parece tanto. Fabio el-buen-mozo, en cambio, no era un perverso. Supo amar y el amor lo perdió. (¿O acaso lo salvó definitivamente?). La casa, te decía, se apiadó de mí y me condujo sobre extensiones radiantes donde cantaban las avecitas del cielo. Desperté, por fin, en este edificio triste, aunque también piadoso -debo reconocerlo- porque me oculta, me aísla de los espantos del mundo. Mamá, que me visita a veces, no ya en la procesión fantasmal, sino en persona real, me dijo que te habías instalado en una ciudad de Europa donde estudiabas. Habló de un lugar entre montañas... Y me aseguró que ibas a escribirme. Pero tus cartas nunca llegan. Cada tanto viene también Ostelia. Me trae galletitas y bombones para que los comparta con mis compañeras. Y me acaricia la cabeza. A papá no lo veo nunca. Ellas dicen que volvió al norte, al cuartel, a continuar su lucha. Nada me importa, sabes, que papá no me visite. Si lo hiciera, otra vez me convertiría en una araña o en un cuervo, para arrancarle los ojos. ¿Cómo no hacerlo si fue él quien te apartó de mí? Sólo puedo soportar que se me acerque cuando aparece en esa procesión en que todos están presentes menos tú: en ese cortejo tenebroso que se desliza en silencio, rodeado de niebla. Con Ostelia que me mira y me hace la señal misteriosa. ¿Querrá decirme, acaso, con ese gesto de su mano anillada, que es mejor que no vuelvas, Arnaldo, que te quedes en ese mundo donde las casas no vuelan y dice que hay castillos que extienden sus terrazas sobre praderas y gente cortés que conversa contigo en otra lengua? Quizás quiera advertirme que es conveniente que permanezcas lejos de mí, pero yo me resisto a entenderla porque deseo tanto que regreses...

 

Pobrecita Ceferina, mi compañera de cuarto; mírala: acaba de salir de su escondrijo entre las ramas y caían hacia mí, sonriendo. Entraremos al edificio tomadas del brazo, y ella me contará otra vez lo de su hija muerta con los ojos abiertos. Y yo le contaré lo de nuestra casa que vuela y se parece cada vez más a aquella merleta dibujada en un libro de cuentos que leíamos juntos: la merleta, sí, un pájaro mutilado, sin patas y sin pico. Pero con alas. Le diré cómo se eleva temblando porque no ama el lugar donde la construyeron sobre esa tierra parda en la que no puede echar raíces, entre ortigas y flores que se deshacen como si sus pétalos fueran de seda vieja y enmohecida-  hiedras y enredaderas que se extienden igual que tentáculos y quieren devorar, estrangular. Le diré que, ya sin nosotros, la casa ha de sentirse muy vacía, propensa como nunca a que la sacudan los vientos. Y que, como una hoja liviana, andará por el aire hasta posarse, al fin, en la superficie de la luna. Le explicaré que en ese instante se disipa la niebla y las estrellas empiezan a cantar. Y que tú, entre las montañas, contemplando el cielo, escuchas el canto y piensas en mí. Le diré todo eso a Ceferina y ella se quedará contenta, apaciguada, y olvidará por un tiempo a la niña que no quiere bajar los párpados.

Sylvia Lago

Antología, 1994

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