Con Julio César (Juceca) |
El resorte de lo verídico |
CUALQUIERA QUE se encuentre con Julio César Castro (Montevideo, 1932) en una noche montevideana, se llevará la extraña impresión de haberse enfrentado aun Don Quijote invitado por error a un vernissage o pensará en una antigua estampa de Gustavo Doré donde algo no coincide, sencillamente porque el surrealismo aún no había aparecido para legitimar el absurdo y la locura endemoniada o para buscar, en este caso, las razones más ocultas de la risa dejando el cerebro del revés. Continuador de la "narrativa oral" de Francisco Espínola, junto a José María Obaldía y Juan Capagorry, "Juceca" -como se le conoce a Julio César Castro- es uno de los escasísimos depositarios de un humor atado a las claves secretas de la identidad uruguaya, códigos intransferibles que sólo entienden aquellos que frecuentan la risa y la sonrisa a costa de sí mismos. El creador del universo de Don Verídico piensa que el boliche "El resorte" es un sitio triste, donde nunca pasa nada hasta que llega un forastero que lo cambia todo. Sin embargo, desde 1962 a la fecha, han ocurrido allí unos mil setecientos incidentes protagonizados por gente a la que todos recuerdan como Vayaviendo Garrocha, Menudito Pis, Enbuenahora Titila o Cauteloso Paredes, el menor de los cuatro hermanos Paredes y a cuyo padre le decían "El Techo" porque los hijos lo mantenían. A esa nomenclatura humana -que forma parte ya de un dominio tan popular que cada ciudadano inventa lo suyo jugueteando con los mismos mecanismos- se suman centenares de expresiones que por sí solas despiertan una risa involuntaria, tales como "era una mujer que tenía la cabellera como cloro, por lo poco" o "a la vieja le decían "Silencio", porque eran cinco hermanas y ella era una santa". Ahora aparece una antología de sus cuentos en la colección "Lectores de Banda Oriental" y ese mundo habrá de resultar aún más entrañable, luego de conocer cómo funcionan las cosas en la trastienda del alma del fundador de "El resorte". -¿Hasta dónde llega la memoria de la familia? -Mi gente era de Canelones. Mi abuelo era medio cruzado con indio. Yo soy oriental, hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de no sé cuantas generaciones de un tal Castro. Es decir, soy un Castro de lejos. -¿Abuelo guerrero? -Sí, mi abuelo había peleado en la guerra de 1904, estaba en el ejército colorado. Pero tenía el retrato de Aparicio Saravia en la casa. No sé por qué, cosa muy rara. Sería porque era gaucho. Mi padre se vino de Piedras de Afilar para Montevideo, cuando tenía dieciséis años. Analfabeto. Después aprendió a leer y escribir con los anarquistas. Entró a trabajar a la construcción y además, pintaba, leía, dibujaba. Cuando aprendió a leer, se leyó todo. Era un tipo superdotado. Recuerdo que una vez me llevó a conocer a Ángel Falco, que estaba muy viejito y vivía en Punta Gorda; eran amigos. Otra vez fue Osiris Rodríguez a comer un asado a mi casa y se quedó asombrado de que mi viejo supiera tanto de literatura, de ética, de revoluciones. Y era oficial albañil frentista, de aquellos que eran finalistas... -¿Era frecuente que en tu casa se contaran cuentos, historias de la guerra? -No... Mi abuelo, el padre de mi padre, era un hombre muy callado, cruzado con indio. A él le gustaba pescar, ir a la costa, tomar su cañita, cortar el churrasquito. Pero no hablaba, era muy callado. Sé que tenía una lanza atrás del ropero de su pieza. Vivía en un conventillo en San Salvador y Tacuarembó. Pero no era hombre de contar. Sin embargo, me cansé de escuchar gente que tenía abuelo que los pudría con los cuentos de "aquella vez, en milnuevecientoscuatro, cuando fulanito lo sacó enancado de la batalla". Porque, no sé si te has dado cuenta... Parece que siempre había uno que sacaba a otro enancado... Le habían matado el caballo y entonces vino fulano y por suerte lo sacó en ancas, justo cuando lo venían a degollar. Es decir, mentían como locos. Después, la familia, de tanto escuchar al viejo, empezaban a tomarle los puntos y le faltaban el respeto. Seguro, como en aquellos tiempos no había televisión para filmar la guerra, la adobaban de lo lindo. Ahora en la guerra no se puede mentir porque al guerrero lo descubren enseguida... Los lentes, cosa de rico -Si los Castro eran callados... ¿de dónde viene el gusto por contar, por la fantasía? -No sé de dónde salió eso. Desde niño, yo era muy fantasioso. Era como una vía de escape, las ganas de transformar la realidad, jugar con la posibilidad deque las cosas sean distintas. En la escuela yo tenía mucha facilidad, sobre todo para las composiciones. Muchas cosas no sabía, pero en la composición a la madre, al día de la patria, a la primavera... ¡ah! me ponía muy romántico y poeta y no sé qué... Pero también creo que hay otra cosa: yo uso lentes desde los ocho años y creo que eso me determinó mucho. Por ejemplo, no podía hacer deportes. Hay un montón de cosas que no puede hacer un tipo con lentes. Y en aquel tiempo, lo que le quedaba para hacer aun tipo con lentes, era leer. Yo tengo un cuento donde la mujer le saca los lentes al hombre y le dice: "¿para qué te ponés esos lentes, si no sabés leer? Los lentes es cosa de rico..." Y era cosa de rico usar lentes. En algún momento pienso que relacioné la necesidad de usar lentes, con la necesidad de leer. Para justificar los lentes ¿no? Si no, para qué querés lentes si no es para leer. Entonces si yo uso lentes, tengo que ponerme a leer... ¡Mentira! Los uso desde los siete años, porque era miope. En la escuela no veía el pizarrón. Estaba en la primera fila y no veía ni a la maestra. Entonces lo que no veía, lo inventaba. Tal vez será por eso que siempre me gustó fabular. -¿Es cierto que las primeras lecturas fueron de Víctor Hugo? -Es cierto. Lo que más me impresionó fue Los miserables. Yo creo que eso no se lee más, supongo que ningún muchacho, ni nadie, lee Los miserables. Y a mí me impresioné tanto aquella historia de un hombre que por haber robado un pan, sea tan, pero tan perseguido. Tanta saña, tanto empecinamiento ¡por un pan! Me resultaba fantástico. Me sabía los nombres de todos los personajes, Jean Valjean, el inspector Jav0ert (el policía que lo persigue), la pequeña Cosette, Marius... La historia esa me impresionó muchísimo. Claro, yo era ya muy sensible a todo eso de tanto escuchar a mi padre, que era medio anarco y hablaba mucho de las injusticias sociales. El era un protestón, en el trabajo, en la calle, en el barrio. Se le veía como un viejo medio loco por eso, por hablar de cosas que hoy son muy comunes. Hoy todos están de acuerdo en que sí, que hay injusticias y en que hay que combatirlas. Pero en aquellos tiempos, yo vivía en el barrio "La espada", cerca del Prado, un barrio de gente humilde pero en el que no había esas inquietudes políticas y sociales. Habría tal vez, algún izquierdista a veinte cuadras a la redonda, pero eran muy mal vistos. El que se ponía a hablar de la justicia en la esquina, era el viejo loco del barrio, como mi padre. Aunque había gente que lo miraba con mucho respeto, porque se veía bien que "el hombre sabía". "Este hombre sabe, porque tiene mucho lenguaje", decían. Mi padre leía mucho la Biblia, como todos aquellos anarquistas, que buscaban imágenes poéticas y frases de Cristo que después interpretaban a su manera. Entonces tenían esa imagen siempre a mano del gran perseguido que era Jesús... Y en ese mundo me crié yo, caminando de día por los andamios, con mi padre. Y leyendo de noche... La silla que llevamos dentro -¿Cómo ocurrió la primera incursión en la fábula? -La tengo muy presente... Yo era taximetrista. Y una vez iba manejando y noté que determinados sonidos de las bocinas me producían un fenómeno auditivo extraño, me lastimaban el oído. Entonces me hicieron un electroencefalograma y, entre otras cosas, decía: "Silla turca normal". El hecho de descubrir que yo tenía una silla turca en la cabeza, me parecía muy curioso. Y ahí me puse a investigar sobre aquello y a imaginar los diferentes usos de la silla. De cómo se convierte en escalera para poner una bombita. O cuando se convierte en una amansadora. Al que lo someten a la amansadora, lo tienen sentado en una silla. Y para calmar o controlar un tigre, se usa una silla. Porque al tener cuatro patas, cuando se las pone delante y se las mueve, el tigre las mira y no sabe cuál manotear. Entonces, ante la duda, se queda quieto. También está la silla como elemento de paz. Cuando un tipo te viene a pelear, lo que hay que decirle es "¡sentate, que te explico!" Si el otro se sentó, chau... Se acabó el lío. Pero si le decís "sentate que te explico" y el tipo dice "no me siento nada...", entonces el lío sigue. Sobre todas esas funciones de la silla, desde el curul de los romanos hasta la actualidad, escribí entonces un trabajito y me lo publicó El auto uruguayo, una revista del Centro de Protección de Choferes. Fue mi primera publicación, año cincuenta y ocho, creo... Entonces, no sé como ocurrió, pero aquello le llegó a El Espectador y le interesó. Y allí, con Enrique Guarnero, hacíamos un "micro" que se llamaba "Por el ojo de la cerradura". Después seguí con otra cosa, seria, reflexiva y profunda (de la cual hoy me avergüenzo), llamada "Libretando reflexiones", que interpretaba nada menos que Alberto Candeau. Con lo cual yo tocaba el cielo con las manos, pero también me daba mucha vergüenza: yo iba a la radio, dejaba el libreto y salía corriendo. Yo había visto el “Tartufo", con Guarnero también, y tenía mucho miedo de enfrentarme con él. Era demasiado... -¿De qué trataban las reflexiones? -Ah... trataban de la justicia, la vida, la muerte, el amor, la luz, la hermandad, la belleza. Es decir, eran temas sobre los cuales yo hacía afirmaciones muy audaces. Para agarrarse la cabeza, ¿no? Algunas muy trasnochadas, pero de otras no me arrepiento, no señor... -Pero también había una familiaridad sorprendente con el lenguaje teatral. La construcción de los diálogos, por ejemplo. ¿De dónde venía todo eso? -Supongo que de mi abuelo materno, Cabrera Lazo, que había venido de Santa Cruz de Tenerife. Le gustaba mucho el teatro, era muy culto, se carteaba con Luis Alberto de Herrera, no sé por qué. Y él recibía de Buenos Aires, una especie de folletines con obritas de teatro, que tenían las dos máscaras en la tapa, la alegre y la trágica. Tenía como quinientas de esas revistitas. Entonces reunía a su familia de noche y les leía una obrita de teatro. Mi madre tenía esa formación, de leer teatro en familia. Y a m¡ me gustaba, yo iba poco al teatro, pero lo leía mucho. Me apasionaba porque lo veía. Me imaginaba la escena, los personajes, la trama. Hasta lloraba. Una vez, Omar Grasso me dijo que yo tenía que escribir teatro, por la facilidad con que describía personajes y situaciones, por la forma en que entraban y salían los personajes. Cosa que en realidad se comprobó, porque muchos cuentos fueron teatralizados con facilidad. Por la gente de "El Galpón", por "Ducho" Sfeir, por el grupo "Enrique Guamero" de Mercedes. Incluso yo mismo, con la dirección de Héctor Manuel Vidal, lo he hecho en el "Circular". Un espectáculo que me gustó muchísimo, una de las satisfacciones más grandes de mi vida. Porque, ¿sabes una cosa? A mí me gusta exhibirme, soy un exhibicionista... en el mejor sentido, ¿no? Yo creo que tiene que ver con el poder. Eso de tener a la gente pendiente con un gesto, generarle la expectativa por la próxima palabra, seducirla con el silencio mismo. Es muy lindo el fenómeno. Donde atracan las naves -Cambiando de mueble: un territorio que es todo un símbolo en el mundo de Don Verídico, es el mostrador... -Sí... alguna vez he usado una expresión que no sé si es mía. El mostrador como un murallón donde van a atracar las naves. Y realmente, es muy importante. Lo sé porque yo mismo soy un tipo de mostrador. Incluso hay un cuento de Don Verídico, en el que hay un hombre que da clases de tomador. Cómo hay que apoyarse en el mostrador, cómo hay que pararse, saber manejar la cadera, cambiar de pierna de vez en cuando pero no mucho porque desgasta. No se debe tomar nunca frente a un espejo, porque trae la moral abajo, uno se ve a sí mismo como se va desintegrando y bueno, es muy malo eso. Nunca hablar con gritones, ni ponerse al lado de las radios. No dar vuelta el hielo adentro del vaso, porque todo lo que da vuelta marea. En fin, el hombre le estaba dando clases a un tapecito que quiere aprender. Porque dice que la novia se le va a ir y cuando se vaya, seguramente él se va a poner a tomar. Se va a entregar a la bebida y quiere saber cómo es, no quiere que la situación lo agarre desprevenido. Entonces el hombre le va dando las instrucciones mientras van tomando los dos, ponga el codo así, no le dé consejos a nadie tomando, la distancia con el vaso, todo eso. Hasta que el maestro clavaba el pico y el tapecito quedaba ahí, parado y pidiendo que le sirvieran otra vez. -Mucha gente cree que detrás de las historias hay un gran conocimiento del mundo rural... -Lo que sé del campo lo aprendí en Atlántida. Mi tío era guardaagujas del ferrocarril en la estación Atlántida y además peón de un campo cercano. Para mí, mi tío era importantísimo allí, era el tipo que manejaba las luces y bajaba las señales. Yo iba a su casa, él vivía cerca de la estación y tenía vacas, caballos, chanchos. Entonces me pasaba ocho o diez días, andaba a caballo y recorría los esteros, miraba los bichos, solito. Todo eso me impresionaba mucho, igual que el ferrocarril. Por entonces tenía siete u ocho años y la aparición del ferrocarril era para mí la posibilidad de que fuera mi madre a buscarme. Creo que mi fascinación viene por ahí. Las despedidas, la soledad de los campos, gente que iba a la estación como si fuera a un biógrafo, a ver si conocía alguno que llegaba o que se iba. -Don Verídico tiene varios cuentos con estación.... -Sí, a mí me gustaba mucho uno que grabamos con Alfredo Zitarrosa. Era la historia de un tipo que había puesto estación y que tenía un diálogo muy absurdo con otro hombre, al que le resultaba extraño que "pusiera estación". Al final el hombre le preguntaba para qué. "Para ver pasar el ferrocarril", decía el tipo. "¿Y para qué quiere ver pasar el ferrocarril?", le preguntaba. Y el tipo le contestó: "Pa emocionarme..." El misterio del forastero -¿Es falsa la impresión de que detrás de las descabelladas historias que se cuentan en el mostrador, hay como una profunda tristeza en la atmósfera del boliche? -Eso es muy cierto. Creo que además del mundo mágico que allí se crea, ese boliche, "El resorte", es muy triste. No hay bolichero. El hombre llegó, se sirvió, lo sirvieron, pero allí nadie paga. Si ese boliche se salva de que lo mate la tristeza, es gracias a algún forastero que pasa. Si no, allí no pasa nada. El tape Olmedo le está sacando punta a un palito, la Duvija está cortando un queso, el gato está durmiendo en la punta del mostrador, otro está con las barajas. Toda esa inmovilidad se rompe cuando aparece el forastero con la novedad, con el problema. Entonces todo el mundo es solidario, mete la pata, hacen cosas extrañas... -El forastero fascina y atrae... -A mí me gusta muchísimo la figura del forastero y ese misterio que lo rodea. Incluso me gusta para tomarle el pelo. Porque, ¿hasta cuándo el tipo es un forastero? En algún momento tiene que dejar de serlo. Por ejemplo cuando empieza a perder el misterio, que ya se sabe de dónde viene, de qué se ocupa, cuando empieza a ser uno más en el lugar, entonces sonó como forastero... El tipo impresiona cuando llega y nadie lo conoce cuando alrededor de él se tejen todas las conjeturas y se cultiva ese misterio que atrae y rechaza al mismo tiempo. Después, ya no impresiona a nadie. -Esa única mujer en el boliche que es la Duvija, se enamora o simpatiza mucho con "el forastero"... -Las mujeres en general y las feministas en particular, parecen estar encantadas con la presencia de ella. La Duvija es buena amiga, muy compañera, toma copas, es muy solidaria y está siempre ahí. Y por lo general, se enamora del forastero. Siempre por alguna habilidad. O porque trae el circo o es malabarista o es un domador callado, ella queda encantada. Y si viene mal el hombre, ella le arrima una picadita de algo y le pregunta qué le anda pasando. Ella es la mujer solidaria y al mismo tiempo enamoradiza. Uno de los forasteros que le gustó, fue un tipo que llegó en un piano tirado por un caballo. Toma una cerveza él y le da otra al caballo, como si fuera una mamadera. Después se pone a tocar el piano sentado en un casillero y la Duvija lo mira, encantada. Al atardecer, cierra el instrumento, un piano con dos ruedas de bicicleta, y se va. Después, en el silencio de la noche, alguien dice: "Qué joder con el pianista..." Fue el único comentario del día, no pasa nada en el boliche, se trata apenas de un clima, un clima raro, donde lo único que se dice es eso, "Qué joder con el pianista..." Anda a saber qué quiso decir... |
Mario Delgado Aparaín
El País Cultural
22 de diciembre de 1995
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