La liberación de Auschwitz, recordada por el mundo. |
El 27 de enero de 1945, hace 60 años, tropas soviéticas entraron al campamento de exterminio Auschwitz y comprobaron el horror perpetrado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. El campamento fue liberado, pero el mundo, desde entonces, quedó herido. Había quedado confirmado cuán bajo puede llegar el hombre, cuán terrible puede ser el odio y cuán cruenta la ceguera del fanatismo ideológico, en este caso el nazismo, presentado bajo el lema de la "superioridad racial". "No existen palabras para describir tanta maldad"- dijo en el Museo Recordatorio del Holocausto "Yad Vashem" en Jerusalem el Papa Juan Pablo II hace casi cinco años, aclarando que lo que sucedió en los campos es algo "que nadie puede ignorar, ni olvidar, que nadie puede minimizar". No puede haber consuelo, a nivel de memoria nacional de un pueblo todo, respecto a los crímenes perpetrados por los nazis durante el Holocausto, porque nadie devuelve vida a los muertos ni puede hacer desaparecer las pesadillas de las noches de los sobrevivientes. Hoy, 60 años después de la liberación de los campos de muerte simbolizada en la liberación de Auschwitz, son menos por cierto los sobrevivientes de aquella tragedia que aún viven entre nosotros. El tiempo es implacable con todos, también con los que se merecían borrón y cuenta nueva, con los que deberían haber recibido del cielo la oportunidad de empezar todo de cero, sin haber perdido años valiosos por el sufrimiento y la vida al borde de la muerte. Pero afortunadamente, no son pocos los que aún están con vida después de haber pasado aquel infierno. Menos que antes, sí, pero no pocos para observar el lunes de la semana entrante, al mundo todo recordando el Holocausto y conmemorando la liberación de los campos de la muerte. Este lunes, tres días antes del sexagésimo aniversario de la liberación de Auschwitz-Birkenau, por cuarta vez desde su fundación, la Asamblea General de las Naciones Unidas llevará a cabo una sesión extraordinaria. Y esta vez, por iniciativa de Israel y con la ayuda imprescindible de 30 naciones que le apoyaron activamente, la sesión especial estará dedicada a la recordación del Holocausto y en memoria a sus víctimas. La iniciativa contó con la aprobación de algunos países musulmanes, entre ellos no pocos que no tienen relación diplomática alguna con Israel. Ante la Asamblea General toda reunida en la ocasión, hará uso de la palabra el Ministro de Relaciones Exteriores de Israel Silvan Shalom. En su delegación oficial, incluirá a sobrevivientes del Holocausto, como los ex-Presidentes del Parlamento israelí (Kneset) Dov Shilansky y el Prof.Shevaj Weiss, así como también al Gral.(R) Yosi Peled, ex combatiente en las Fuerzas de Defensa de Israel. ¡Qué orgullo podrán sentir los sobrevivientes, representando oficialmente al Estado judío, de cara al mundo, vivos, libres, 60 años después! El escritor Elie Wiesel, sobreviviente del Holocausto, escribió que en Auschwitz no murió sólo el judío, sino que murió el hombre, murió la civilización. Allí y en el holocausto todo, una maquinaria estatal estaba dedicada enteramente a la aniquilación de otro pueblo, la inteligencia y la industria fueron puestas al servicio de la muerte, se planificó un exterminio premeditado cuyo objetivo era borrar al pueblo judío, por siempre, de la faz de la tierra. Por lo horripilante del grado de maldad al que se llegó, es imperioso mantener fresca la memoria. Pero no únicamente debido a que quien no tiene conciencia de su pasado, no sabrá bien adónde se dirige su futuro ni cuál es la razón de su vida en el presente, sino porque sería injusto con las víctimas que lo perdieron todo. Por eso y para que todos comprendan que nunca más debe haber un Holocausto -contra ningún pueblo- es que tiene tanta importancia la Asamblea General de la ONU. Que en ese foro, que da a Israel y al pueblo judío tan a menudo una sensación de injusticia e incomprensión, se honre la memoria de las víctimas, es un gran logro. No devuelve la vida a nadie, pero es importante. Que nadie más ose hablar de la "mentira de Auschwitz" , profanando así la memoria de los muertos. Y como la memoria es aquí el tema central, quisiéramos compartir con los lectores una historia que ya contamos en estas páginas años atrás. Hace varios años, en vísperas de "Iom Hashoa", compramos en Jerusalem para nuestros hijos que recién aprendían a leer, un libro seguramente poco común en otras latitudes. A primera vista, podía parecer "común y corriente": un dibujo en la tapa, letras grandes de título y una figura sonriente. Pero pronto se notaba lo especial de sus páginas, destinadas a enseñar a los niños israelíes sobre el Holocausto, vivido en muchos casos por sus abuelos, algunos de los cuales lograron sobrevivir mientras otros no alcanzaron jamás a llegar a la tierra de sus antepasados. "Abuela, ¿por qué tienes un número en el brazo?"- era el título del libro, escrito sobre un fondo amarillo, con la forma de la Estrella de David, recordando el parche de la misma forma que los nazis obligaban a los judíos a coser en sus ropas con la palabra "Juden"- judío- para identificarlos y poder hostigarlos. Bajo el título, de por sí poco común en la literatura infantil de quienes no tienen que encargarse de que sus hijos conozcan capítulos tan tristes en la historia de sus pueblos, aparecían dos dibujos: una niña sentada en posición de quien se apronta a escuchar un cuento y a su lado, una señora de edad, con los lentes en la mano y un grabado en el brazo: un número, su identificación en los campos de concentración. "Tsipi y su abuela estaban sentadas en el balcón de la abuela en su casa en Jerusalem"- empieza el cuento, escrito en letra grande, en estilo dirigido evidentemente a niños pequeños. "Hace ya mucho que Tsipi quería preguntarle a la abuela sobre el número en su brazo. “Quizá ahora le pregunte”- pensó Tsipi. “Porque no todos tienen un número en el brazo!”. Tsipi no esperó más y le preguntó: “Abuela, ¿quién te hizo ese número en el brazo? ¿Por qué no se te borra en la ducha? Yo también me dibujé muchas veces la mano, pero el dibujo siempre se me va en la ducha”. La abuela, "sonriente como siempre", explicó en el cuento a su nieta que todo había sucedido cuando ella era pequeña, tan sólo un poco mayor que Tsipi hoy. Le contó del "hombre malo que quería conquistar el mundo". Le relató sobre la casa en la que vivía en una aldea en Checoslovaquia, en la que su padre oficiaba como rabino local. Y sobre el modesto parque de diversiones de la aldea, con un tobogán, varias hamacas y un cajón de arena, parque en el que jugaban ella -la abuela, cuando era niña- y sus hermanos, al volver de la escuela, todos los días, varias horas. Hasta que por orden de los nazis, un día, los niños judíos tuvieron prohibido jugar en el parque. En medio de lo que en sociedades normales es símbolo de inocencia y unión, fue clavado un cartel: "No a judíos". Y contó sobre las nuevas restricciones que fueron surgiendo. Sobre la deportación en trenes en los que no comían ni bebían. Y sobre cómo se aferraba a su muñeca "Tili" para consolarse. Sobre las puertas de los trenes que se abrían y de las que en condiciones normales sale sólo ganado. Sobre el lugar con alambre de púa al que llegaron y que resultaba totalmente desconocido. Sobre los guardias alemanes con armas en la mano y perros acompañándolos. "Comprendimos que de allí no podríamos escapar"- contaba la abuela a Tsipi."Era un campo de concentración". Para ella, la primera tragedia fue tener que separarse de "Tili", su querida muñeca, a la que jamás volvió a ver. También a Tili la abuela, niña entonces, había cosido una estrella amarilla en sus diminutas ropitas. Y leyendo sobre esa separación en el cuento -que en tantos casos fue una cruda realidad- pensábamos en otras mayores y peores aún, de madres separadas de sus hijos, mujeres de sus esposos, niños de sus hermanos. Como un caso que conocimos años atrás, de un hombre que en el momento de hablar con él tenía 75 años y ya era abuelo. Él, ya mayor, nos hablaba con los ojos llenos de lágrimas y la voz entrecortada como un niño, al decir que "perdí a mamá, mi hermanita, mi papá, a todos". Y sin siquiera poder despedirse. Sin atinar a nada. Sin alcanzar a comprender. Porque eso, era "otro planeta", como dijo Pinjas Epshtein, sobreviviente de Treblinka, en Jerusalem. Pero la muerte mató el cuerpo, no el alma. Por eso nos contaba años atrás una sobreviviente, Lidia Vago, que en el campo en el que ella se encontraba, en medio del hambre, las enfermedades y el horror, alguien había organizado un "club literario". Algunos de los judíos allí encerrados, se reunían a escondidas a contar sobre obras que habían leído, a analizarlas y comentarlas. Por eso se escribió en uno de los campos un poema en el que un niño decía apenado que "aquí no hay mariposas". Dado que el alma no fue muerta por los nazis, aunque lo hubieran querido, los sobrevivientes, con menor o mayor medida de éxito, lograron en muchísimos casos rehacer sus vidas y mirar hacia adelante. Y recordar. A los suyos queridos desaparecidos, a los padres a los que no pudieron dar sepultura, a los niños que habrían querido seguir cuidando y amando porque eran carne de su carne. A todos esos niños que aparecen simbolizados en "Yad Vashem" por una infinita cantidad de luces reflejadas y multiplicadas en un impresionante sistema de espejos, mientras el visitante recorre una plataforma que parece suspendida en el vacío en medio de la oscuridad, y una voz dice cada varios segundos sus nombres: nombres de niños asesinados por los nazis, con su edad y su país de origen. En nombre de todos ellos, no hay que olvidar. Tampoco ahora, 60 años después. |
Ana
Jerozolimski
Editorial Semanario Hebreo
19 de enero de 2005
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