Sobre la novela de Antonio di Benedetto, Martel reinventó “Zama”,
funcionario de la Corona Española que, en pleno Siglo XVIII, aparece
estancado en Asunción y espera ansiosamente un traslado que lo
devuelva a su lugar de origen.
Abrumado por la burocracia y la
negligencia, el personaje encara la persecución y captura de un
bandolero con el propósito de sacar méritos frente a un gobernador
inoperante (que debe redactar su pedido) y lograr su anhelado
retorno. Esta idea que parece tan lineal es abordada por la
directora de “La ciénaga” a través de múltiples elipsis, sucesos que
ocurren fuera de cuadro o diálogos que transgreden el realismo para
convertirse en la voz en “off” de la conciencia o un recurso
cinematográfico desacomodador.
No hay nobleza en la casta colonizadora. Una estirpe que se ha
sumergido en la decadencia del contexto, vulgarizando sus costumbres
aristocráticas como en “La ciénaga”. Aquí, el filme sobre Diego de
Zama también muestra ese rodar barranca abajo de una sociedad
aletargada por la soporífera humedad del calor y la barbarie. (El
registro sutil del atropello desarrollado en la América Colonial se
perfila en detalles elocuentes que se pasean por la película con
aparente naturalidad).
Hay una estupenda fotografía (eso, sí) y diálogos breves que
parecen decir poco. Para Doña Lucrecia, lo dialógico sobra bastante
y hay que sabe ver lo que no se muestra (como si se pusiera un
cartelito que dijera: público desatento, insensible y/o mediocre,
abstenerse) pero hasta lo que se deja ver no completa totalmente la
traducción de una lectura global sobre la antiheorica peripecia de
Zama.
Es cierto que se observan -casi de reojo- los atropellos
racistas-genocidas del imperio dominante, Pero sigue siendo un filme
largo, tortuoso y exasperante (Y no me vengan a manejar
comparaciones con Sokurov, Herzog, Tarkovski, Glauber Rocha, etc),
Por momentos, Martel parece suplantar preciosismos de imagen por
contenidos aunque cabe respetar esa banda sonora anacrónica -muy
jugada- que la cineasta implanta sin mayor prejuicio en una realidad
que no le pertenece. Pero el resto parece una caprichosa elección de
ángulos y encuadres que buscan entablar contacto con un auditorio
cómplice que aplaude como si fuera una incomprensible obra de culto
que el futuro justificará.
(A veces, insistir a modo de axioma indiscutible que “el encuadre
marca algo, tiene su significado, hay que saber observar”, puede
sobrevalorar una imagen innecesaria) En el “Zama” de Martel hay
estiramiento y confusión. El desasosiego que invade al personaje
queda en la película y no logra penetrar a un público aletargado por
lo que -se supone- la directora quería subrayar en tal plano. |