No
solo los fanáticos de Peñarol se han volcado a verla, sino todos
aquellos que quieren observar un fenómeno popular como es el fútbol
y todo lo que implica para la sociedad en su conjunto.
Es probable que este filme documental lo vaya a ver medio pueblo por
razones obvias. También resulta claro que muchos no podrán hablar
del mismo en sentido objetivo aunque, intentando lograr un punto de
vista neutro, la propuesta también ofrece un costado para el
análisis sociocultural.
Desde un
primer momento se advierte que la producción intenta mostrar “el
sentimiento del hincha de Peñarol”, una especificidad que -quizás-
podría proyectarse a otro tipo de adhesiones fanáticas donde surgen
aristas tan increíbles como insólitas. En la propuesta de Andrés
Benvenuto esas variables aparecen a modo de joyas extrañas
incrustadas en un universo paralelo que, sin embargo, nos rodea y
pueda pasar inadvertido para aquellos que no profesan esa mística
pasional.
Un mundo
de sentimientos que se traducen en acciones, promesas, tatuajes y
estados de conducta realmente sorprendentes. En la propuesta
definitiva queda claro que el audiovisual apunta directo al corazón
carbonero: el hincha como protagonista desplazando a los jugadores
en la cancha. (Tan es así la cosa que en ningún momento de la
proyección se pasa una jugada y/o gol sino que la cámara
-simplemente- testimonia la reacción de la parcialidad frente al
acontecer deportivo del cuadro de sus amores). De tal manera se
profundiza la orientación del documental que los futbolistas, cuando
se ponen delante de la lente, simplemente lo hacen para testimoniar
lo que puede significar la esencia de Peñarol, aparecer reuniéndose
con admiradores o contemplar azorados la inmensa bandera de
trescientos metros de largo por cincuenta de ancho que se desplegó
en el Estadio Centenario.
Mientras
esto pasa, psicólogos, periodistas, sociólogos y hasta ex
presidentes uruguayos tratan de explicar lo inexplicable frente a un
aluvión de sentires que manifiestan su adhesión de una forma que
bordea cierto entrañable radicalismo. Desde la joven que pinta su
cuarto íntegramente de amarillo y negro, pasando por el muchacho que
lo convierte en un templo peñarolense o el padre que saca a su hijo
recién nacido de la sala de parto envuelto con los colores de oro y
carbón, todo marca una aureola inefable.
Casi
parece no haber límites para profesar ese amor que lleva a colgar
banderas del equipo en el Museo de Cera de Madame Tussauds en
Londres, poner camisetas a pingüinos en la Antártida y hacerlos
jugar un picado o llevar perros e ingresarlos al estadio con los
colores de la institución y sin bozal “para que griten los goles”.
Ya está
dicho que no es una elaboración neutral (tampoco lo son los trabajos
audiovisuales de Michael Moore) pero el producto final es un popular
friso encantado; una radiografía que testimonia sentimientos y
pasiones entre parciales que se “convierten” en directores técnicos
desde la tribuna, coleccionistas aurinegros obsesivos e hinchas
históricos.
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