Los filmes de Tarantino siempre generan expectativa, sobre todo para muchos cinéfilos incondicionales y amantes del género de acción en general. Pero catalogar al director de “Kill Bill” como un mero artesano de la violencia – espectáculo sería simplificar el nivel estilístico de un cineasta que sigue demostrando talento y personalidad en cada proyecto que encara.
En este caso retorna al western, aunque apartándose bastante de su penúltima realización “Django sin cadenas” y concentrándose en la unidad espacial de una cabaña en medio de una tormenta de nieve. Estos elementos y una vistosa fotografía inicial que juega con los paisajes nevados de Wyoming, por donde transita una diligencia al ritmo de la banda sonora de Ennio Morricone, son las únicas herramientas que el cineasta necesita para captar al espectador desde un primer momento.
Manejando diálogos que parecen cortados con el filo de una navaja, Quentin Tarantino se las ingenia para producir una atmósfera inquietante y salvaje como el contexto que rodea a los personajes. Obviamente la tormenta exterior es el preámbulo de otras furias que pueden emerger en cualquier momento, como en aquella memorable escena de “Bastardos sin gloria” donde los integrantes del comando mata-nazis se hacen pasar por soldados alemanes en una fonda donde se festeja un nacimiento. Ese suspenso latente y el potencial estallido que se vislumbra desde que un caza-recompensas llega con su prisionera al establecimiento (que alberga unos inesperados pasajeros) son los componentes hábilmente desarrollados en las dos horas y pico que dura la proyección.
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