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El
director Guillermo del Toro es un niño grandulón. Apasionado del
comic, la ciencia ficción, el cine y la literatura fantástica, ha
logrado consolidar un mundo mágico en la pantalla grande. Ese
planeta fílmico -sin embargo- no ha dejado de tener la crueldad y el
terror creciente que filtraban los cuentos infantiles originarios
(leer “Psicoanálisis de los cuentos de hadas” de Bruno Bettelheim,
para más datos) como “El laberinto del fauno” o “El espinazo del
diablo”, por ejemplo.
Desde sus
inicios con “La invención de Cronos”, el “toque” del cineasta ha
intercalado un legítimo pavor en películas de vampirismo o
convertido en historieta cinematográfica sus versiones de “Blade II”
y “Hellboy”, entre otras obras que muestran su particular sello. Sus
productos siempre han generado un plus por la imaginería que
desarrolla en los mismos y “La forma del agua” no es una excepción.
Ambientada en la década del sesenta, el contexto de la Guerra Fría
aparece como dato relevante para dar cabida a una historia donde un
anfibio con forma humana, capturado en el Amazonas, es llevado a un
laboratorio norteamericano para ser analizado. Los experimentos que
buscan extraer secretos de su composición biológica para adelantarse
en la carrera espacial contra los rusos son torturantes y una mujer
muda, encargada de limpieza (impecable Sally Hawkins), resulta
testigo involuntaria de dicha práctica. Al sentirse identificada con
la criatura, va estableciendo una gradual relación que viene a ser
el centro de la historia ideada por del Toro.
De aquí
en adelante, el filme va integrando sutiles ramificaciones que
implican temas candentes sobre el racismo, la homofobia y el
consumismo artificial que comienza a apoderarse de Estados Unidos y
se conjugan perfectamente con una idea central de influencias
varias. Es que resulta imposible no detectar raíces de fábulas como
“La bella y la bestia”, “King Kong” o “El jorobado de Notre Dame, de
Víctor Hugo, en el núcleo duro de la trama.
Un
desarrollo narrativo que también presenta sus estereotipos como el
cruel vigilante interpretado por Michael Shannon, los amigos que se
juegan el todo por el todo frente a un riesgoso desafío (una mujer
de raza negra y un homosexual, casualmente) o un espía científico de
ideales humanitarios. Pero detrás de esta conjunción de cosas ya
vistas, el largometraje alza su vuelo homenajeando todas esas bases
matrices que van desde las películas musicales de las décadas del 30
y 40, la cinematografía bíblica o la entrañable amistad que un niño
establecía con un alienígena en el “E.T.” de Spielberg. |