Es un filme crudo y dramático. Un registro con el que muchos espectadores pueden experimentar diversos niveles de identificación no deseada.
A modo de resumen, cabe señalar que el largometraje pasa revista a la apretada existencia de una mujer separada que convive con sus hijos y su padre en una modesta vivienda. Casi en un contexto de supervivencia -con su doble rol de madre e hija- el desgaste que conlleva ser jefa de familia contando los pesos en el día a día mientras atiende a su progenitor con notorios indicios de alzheimer, la acorrala al borde del abismo. Ese metafórico precipicio hace a un angustioso deterioro filial y la búsqueda de soluciones radicales que colisionan con sentimientos encontrados. Frente a una burocracia que le impide acceder a una atención digna para la tercera edad, la protagonista toma una determinación drástica para que la seguridad social se ocupe del abuelo (apodado cariñosamente “tata” por sus nietos) como si este viviera en situación de calle. Un plan que resume todo ese “no va más” agobiante pero que puede ocasionar efectos colaterales impensables más allá del sentimiento de culpa y una posible desgracia en puerta. En su entramado guionístico, “La demora” se centra en la ejecución de ese plan -una desesperada intentona, al fin y al cabo- y las repercusiones no previstas que llevan a una búsqueda angustiosa. Dicha búsqueda también supone explorar la interioridad del personaje a la vez que, en forma paralela, atiende la vulnerable soledad del anciano y la ayuda y/o desinterés que su problemática despierta en el prójimo. (Un prójimo que, en definitiva, refleja a la sociedad en su conjunto). Acotada y precisa, la narración
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