Centenario de Jules Laforgue Crónica de Rolina Ipuche Riva (Especial para EL DIA ) Suplemento dominical del Diario El Día Año XXIX Nº 1453 (Montevideo, 20 de noviembre de 1960) pdf
Placa que fuera colocada entre dos balcones del piso de los Laforgue y la mancha blanca que quedó al quitar la placa conmemorativa fotografías de Rolina Ipuche Riva |
Montevideo conmemora el centenario del nacimiento de Jules Laforgue demoliendo la casa donde viniera al mundo. Semanas atrás cualquiera pudo ver, precisamente delante de la placa memoriosa, el letrero de la empresa que se encarga de las obras. Tema jugoso hubiera sido éste para el autor del tercero: “Eternidad! perdón. Ya lo veo, nuestra tierra / es, en el universal hosanna de los esplendores / sólo un átomo donde se representa una efímera farsa". El primer hito vital de un ilustre escritor tenia que haber sido mejor valorado por una ciudad que otrora fuera apodada “la Atenas del Plata''. Hay un acuerdo no firmado en papeles ni tratados, algo como un voto de honor en el campo de la cultura, por el que todo país se hace conservador y custodio de aquel jirón de historia universal que le tocó dentro de sus fronteras. Nos preguntamos en nombre de qué (alguien pretenderá llamarle "progreso”?) Montevideo permite arrasar sañudamente uno de los raros testimonios que quedaban de la existencia de Jules Laforgue. Que destino correrá la placa de bronce que. ennegrecida más de lo normal, se perdía entre las sombras de las arcadas y que hoy se halla en el subsuelo de una tienda? Porque bueno es acotar que dicho recuerdo había sido colocado a la altura del piso de los Laforgue por la misión francesa de Pasteur Vallery Radot de mayo de 1945. Estos extranjeros, como otros que vinieran a nuestra ciudad en busca de documentación directa de Laforgue o Lautréamont, se mostraron diplomáticamente sorprendidos (léase ‘'horrorizados") por el olvido en que se había abandonado todo cuanto se relacionara con estos escritores. El Uruguay parecía, y parece, ignorar que célebres poetas o prosistas se han reclamado discípulos de nuestros dos excelsos compatriotas. Cierto es que Jules Laforgue vivió apenas siete u ocho años (las fechas son discutidas) en nuestra capital. Pero murió a los veintisiete en Paris; grosso modo podemos decir que un tercio de su vida transcurrió aquí, que ese lapso quedó indeleble en su memoria y que si bien su familia era francesa, su abuelo materno Louis Lacolley sirvió al Uruguay como sub-oficial legionario y hasta intervino en la batalla de India Muerta. No fueron gentes de paso sino que la poca fortuna y la salud precaria hicieron que la familia Laforgue volviera a Europa, o que la muerte precoz diera cuenta de ella. Pero por la rama materna, Jules Laforgue tiene aún parientes en Montevideo La señora viuda de Emile Milhas nos recibe amablemente. Su esposo fue el primo hermano más afín de Jules y el último gajo directo de los Lacolley, fallecido en 1949. Su compañera nos entrega, conmovida, recuerdos de familia. Su suegra, doña Alexandrine Lacolley de Milhas era la hermana predilecta de la madre del poeta y madrina de Pauline, una de sus hermanas que más tarde volviera a visitar nuestro país. En un pequeño carnet -diminuto “livre de raison” tan caro a la vieja tradición francesa- la tía carnal de Jules anotó con buen pulso las fechas importantes: nacimientos, bautismos, comuniones, casamientos, viajes, muertes, lo que su soturno llamara poéticamente “el gran ramo trágico de la Vida”. Sobreviven de aquel pasado misales antiguos y sobrios que Pauline regalara a su hermana y estampas de vieja factura donde la filigrana realza una especie de encaje, orlas decorativas para santos hermosos y escenas místicas. Nos desfilan sus fechas 1865, 1869 y sus dedicatorias afectivas. Una de estas estampas promete la elevación del santuario del Sacre Coeur de Montmartre como gesto de expiación nacional... Si bien los Lacolley permanecieron aquí, Charles Laforgue también esperó hacerlo. Después de algunos trastornos, fundó un liceo de estudios clásicos en la esquina de Rincón y Juncal cerca de su domicilio en Juncal y Plaza Independencia, costado Oeste. La familia se movía diariamente en aquel sitio de creciente actividad ciudadana, con efervescencias de variado carácter. Jules vino al mundo en agosto de 1860 apaciguada la época del Sitio y creándose ya la fisonomía de |a “Plaza de la Independencia" cuyo mercado central y restos de muralla iban volviéndose ruina. La familia ocupaba el piso primero, sombreado por la galería. Con un cierto sentimiento de tristeza y vergüenza pero comprendiendo que mirábamos los últimos vestigios de la casa del admirable poeta, pasábamos frecuentemente por la esquina de la Plaza observando etapas de demolición. Fue un recogido peregrinaje. De la airosa edificación fueron cayendo poco a poco los trozos que dejaban al descubierto preciosos efectos de luz y sombra. En equilibrio, los obreros clavaban sus picos en los muros que se desplomaban acompasadamente con nubecillas de luz y sombra. En equilibrio, los obreros clavaban sus picos en loa muros que se desplomaban acompasadamente con nubecillas de polvo; abiertas para siempre ventanas y puertas, colando vientos las barandillas de hierro, se descubrían al sol los muros interiores. Y las diferentes armazones descarnadas proyectaban sus líneas sobre paredes irregulares de delicado verde, amarillo empalidecido, azules celestes, malvas tenues. En la galería de color pardo, sostenida aun por sus arcos y columnas dóricas, quedaba la marca blanquecina de la placa testimonial ya quitada del lugar Un semiarco descubría la perspectiva abovedada de reflejos verdosos o de cielos recortados El polvillo del derrumbe empavonaba los herrajes de los balconcillos del primer piso destacándolos simbólicamente. Por ellos se habrían asomado a descubrir su horizonte pueril, los personajes paseantes, los mercaderes, los muros de la vieja fortaleza vecina, los embates juguetones del pampero aquella criatura que cargada de ironía y de spleen brillara años después en el París, simbolista y surrealista. Volvimos una vez más y tuvimos la suerte de encontrar al señor Guillespie quien, aún tocado con su casco protector, nos hizo penetrar en el recinto cercado por tablones, chapas, lonas. Abandonado en el basamento de una columna un busto carcomido recibía un chorro de luz. Era una de las estatuillas que se hallaran en el sótano, semienterrada en la suciedad, la húmeda capa de polvo de aquellas bocas que se abrían bajo nuestros pies: atravesamos parte de los sótanos sobre cimbreantes tablones de madera. Se veían allá abajo arcos de medio punto y arcadas de maciza solidez. Nos recordaron aquellas finas acuarelas que el dibujante italiano Pisani dejara del viejo mercado. Los sótanos, afirmando su esqueleto en cal y tierra romana, sostuvieron por mucho más de siglo y medio un edificio de cinco pisos, ochenta habitaciones y dependencias, el todo construido sobre armazón de madera. Seguramente, era este uno de los más antiguos edificios de tal altura y así sostenido que podía exhibir Montevideo; si bien la madera estaba carcomida en algunas partes no se halló en las paredes, a pesar de las refacciones hechas en distintas oportunidades, el mínimo vestigio de resquebrajamiento. Subimos hasta el piso de los Laforgue momentos antes de que lo invadiera el alud de los pisos superiores a medias echados abajo. Silenciosamente, anduvimos por las grandes habitaciones cuyos bajos balcones se abrían a la plaza. Al fondo, el corredorcito de barandilla se asomaba a un patio cuadrangular. Se dice y no se dice que muchísimos años atrás existía allí un aljibe de primorosa fabricación, pues su brocal había sido tallado en un solo bloque de mármol. Subimos y bajamos por una escalera pequeña, que como todo el resto del lugar, tenía dificultado el paso por cascotes, mampostería y el polvo que se espesa en el aire y molesta al vecindario... Dentro de las muros tratamos de retrotraernos al Montevideo de siglo atrás, de ir hasta aquel frío agosto en que naciera Jules Laforgue. O de arrasar a fuerza de imaginación la fisonomía de la ciudad actual; acallar ruidos y mecánica, bajar muros, apagar luces, abrir el aire, armar bastiones y trajear a las gentes con sus modas pretéritas. Iba Jules con sus primos Milhas o su abuelo Lacolley por las callejas, los circos y tiovivos, las casas quinta del Prado o las casonas de la Unión. Lo recordará siempre con un sabor a infancia perdida en lejanías luminosas, en uno tierra que le parece una imagen de Epinal. Acaso por eso diga con la voz de Pierrot: "Tengo el corazón triste como un farolillo de feria". No se llamó "le montévideen" como Lautréamont pero, en cambio, se sabe de la nostalgia velada de sarcasmo con que rememoraba sus cortos años vividos en el deslumbramiento y el encanto de esta ciudad apenas surgida a la actividad, todavía humeante de heroísmos, aquella “nouvelle Troie" que Alejandro Dumai nos describe dominada por dos montañas: el Cerro y la Catedral, "Leviatán que hiende la ola de casas". Días después volvemos. Todavía se mantiene la fachada y la columnata pero, mirada desde Juncal, por el camino que Charles y sus hijos hicieran millares de veces del liceo a la plaza, el hogar del poeta ha sido como segado. Por este flanco, la enorme casa abre a los fosos de las nuevas cimentaciones linderas una especie de armazón primaria de asientos de granito. Contra el cielo, muy alto, los obreros recortan estampas funambulescas o crean una estatuaria circense. Dos ancianas están detenidas a nuestro lado y una de ellas comenta: "Ya no queda nada de mi casa”. ¿Hablamos de la fugacidad del tiempo o del hombre? Nos cuenta que. en 1902, era una recién casada feliz que ocupaba uno de los pisos del inmueble donde alquilaban familias de respetables empleados del centro. Nos corrobora datos, nos detalles de su época, nos revive la faz de un Montevideo intermedio entre el de Laforgue y el nuestro. Nos alcanza ya sobre el crepúsculo un tono de melancolías. Parece que Laforgue nos murmurara los versos de su "Marcha Fúnebre” “El hambre, la sed. el alcohol, diez mil enfermedades / Ah que drama vivieron estas ya frías cenizas? / Pero duerme, todo ha terminado duerme para siempre". |
Crónica de Rolina Ipuche Riva
Suplemento dominical del Diario El Día
Año XXIX Nº 1453 (Montevideo, 20 de noviembre de 1960)
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Ver, además:
Jules Laforgue en Letras Uruguay
Rolina Ipuche Riva en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
instagram: https://www.instagram.com/cechinope/
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
Ir a índice de narrativa |
![]() |
Ir a índice de Rolina Ipuche Riva |
Ir a página inicio |
![]() |
Ir a índice de autores |
![]() |