Jorge Luis Borges
Pedro Leandro Ipuche

 

Conferencia dada sobre apuntes. Rehecha a pedido, para los Anales del Ministerio de Instrucción Pública. Acto de Arte y Cultura en la Universidad. (Julio de 1937.)

I

Parece broma o guiñada de cuento: la ausencia de Jorge Luis Borges, a quien correspondía este Jueves, debe transformarse en invisible y sonora presencia.

 

Veremos si logra tanto el sortilegio de la amistad militante.

 

Yo tengo que ser la voz animadora que ha de traer a Jorge Luis Borges a esta velada epónima.

 

Lo intentaremos, llenando el cálido espacio que se le ofrecía para recibirlo en centro de alegría y recogimiento.

 

Larga y sostenida amistad me ha permitido seguir a Borges en los estadios vivientes del arte.

 

Desde sus versículos ultraístas hasta esta perfección en que se halla, tocando ya — por hondura — en las lindes de la seriedad otoñal, Borges me ha hecho conocer, como hermano ejemplar, todas sus ocurrencias.

 

Lo conozco, pues.

 

Con limpia afirmación, puedo proclamarlo uno de los más íntimos cantaradas.

Jorge Luis Borges

Hace muchos años Borges y Ricardo Güiraldes, con dos amigos dispuestos, fundaron una revista amanecedora y escandalosa.

Escandalosa en Buenos Aires, donde la densidad y la dureza en achaques de arte no podían permitir ni tolerar la irrupción fantástica de las vanguardias literarias.

Por suerte se trataba de dos grandes espíritus que, con el tiempo, lograron ser perdonados, tolerados, oídos y... hasta seguidos.

Güiraldes publicó su Segundo Sombra, y aquello terminó en la apoteosis derechista de Lugones y en el aplauso nacionalista de los magnos diarios porteños.

Borges publicó su Luna de Enfrente, sus Cuadernos, El Idioma de los Argentinos, y aquello provocó también "— quieras que no — el entusiasmo sospechoso del chauvinismo interesado.

Pero, por fortuna, Güiraldes y Borges son mucho más que esas conformidades periódicas.

Güiraldes es, no lo olvidemos, el autor de los Poemas Místicos, y Borges el ensayista extraordinario de Historia de la Eternidad.

Quiere decir que Borges y Güiraldes son dos "ejercitantes": dos hombres interiores de todos los tiempos; dos momentos permanentes en el destino de la creación artística.

III

¿Cómo es Jorge Luis Borges? — preguntaba yo antes de conocerlo, al maestro Pedro Figari una tarde en que nos vimos con Jules Supervielle en efusiva triada.

Nuestro pintor habló, entonces, fisiognómica y spenglerianamente de Borges.

Y así lo vimos docto, huyente, melodioso y zafarranchado, afilado de adentro y gastado de ojos en aquellos ardores de sabiduría que cebraban corrimientos palpebrales en Juan de Avila.

Y poeta, poeta, poeta. Y donaire. (Esta es la palabra con que quiero marcarlo.)

Un alma que, donde toca, saca música.

De este modo no hay forma para Borges. Hay informa, como se canta en la luz negra.

Prosa, versículo, verso biológico o taraceado, todo es animación en él.

Pasó en Suiza su juventud de bozo. En aquel lugar de paz y acogimiento almacigado de los mejores hombres durante la guerra bien llamada "europea".

Allí conoció a Romain Rolland, a los expresionistas líricos de Alemania y a los derrotistas mártires de Francia.

Fácil le fue al espíritu naciente y antenado de Borges irse furiosamente al maximalismo ruso. Y sus primeros poemas, cósmicos y abrazantes, se ciñen al mundo y a los hombres en el coro mesiánico de Essein, Maiakowski y los demás vanguardistas rojos.

Llegado a España, encabezó con Guillermo de Torre, Eugenio Montes, del Vando Villar y Gerardo Diego, el movimiento ultraísta. Y publicó poemas en "Grecia", "Cervantes", "Ultra", "Horizonte" y "Cosmópolis" de una intencionada desaprensión ultraica.

Metido en su Buenos Aires natal, secreta imantación de raíz y un envolvimiento mágico de naturaleza, le dieron esa conciencia de estabilidad humana y familiar, sin la cual nadie puede decirse hombre en la tierra.

Las calles de Buenos Aires Ya son la entrada de mi alma...

Cantan así los dos primeros versos de su Fervor de Buenos Aires.

Cuando sus compañeros de ultraísmo lo leyeron en este Poemario, se alarmaron.

—Se nos va. ¡Reacción! ¡Retardatismo! ¡Infeliz salto atrás! ¡ Traición!

¡Ay! Borges acababa de hacerse hombre pleno, poeta orbital.

Y es que esas parcialidades agrias y violentas, con un sentido directo y a mano para moverse, no pueden sufrir el ensanche ecléctico de los espíritus grandes que van integrando indefinidamente su vida con las zonas armoniosas por donde pasan.

Un poeta genuino no puede ser futurista, ni simbolista ni ultraísta.

Tiene que ser todo eso en su desnatamiento esencial.

Así se consigue lo infinito de la individualidad.

IV

Fervor de Buenos Aires es libro albriceante, con ingenuidades y travesuras que recuerdan a Heine. Y salpicadas audacias y humorismos de "ista" sincrético y de biselada criolledad.

Gemático y galopado de imágenes, con una arritmia de cierta iniciación íntima, es el Canto fresco, menudo y desinteresado de la Cosmópolis suramericana.

Viene el reverso en prosa: Inquisiciones. Pero ¡qué prosa!

Hasta hoy creía ver el privilegio glósico del castellano en Ventura García Calderón, por lo que lleva de gracia, de matiz ardiente, de "versucia", de minero verbal.

Pero Ventura ha manchado su prosa en prólogos utilitarios y cosas de vintén.

Borges lo aventaja. Es más sabio, más tornátil, más sutil, más "coral", más hombre de adentro.

Zamarreado por simpatías profundas, escribe con acierto caliente, con brío, con parquedad robusta.

Inquisiciones es un libro de Semblanzas y Ensayos cortos.

Habla allí de Torres Villarroel, de Joyce, de Quevedo, de Brownie, de Cansinos, de Gómez de la Serna, de Unamuno, de Herrera y Reissig, de Berkeley, de Macedonio Fernández... y hasta yo caigo en la elección de este pescador de "aguas vivas".

Por adentro de todo esto, como soplo escapado, juega un ingenio sentimental y sano. De crítico intimista, con receptividad abierta en las semillas generosas. Verdadero paradigma de crítico sensible, capaz de dar ese eureka de la inteligencia de que habla un crítico reciente. Vale decir, de lirificar el entusiasmo mental con las dulces heridas de la belleza.

El estilo de Borges es: densidad suntuaria, humor escondido, sondeo diestro, intensidad proba, placidez hervida.

Me parece gustarle, en trasminación segura, ese acento suramericano que he visto hasta el paladar en Sarmiento, en Montalvo, en las Memorias de Darío, en algunos cuentos venezolanos y platenses y en destinados poetas y novelistas de nuestra América Nueva.

Elegir páginas en este libro es imposible. Hay en él calidad pareja.

 

Y todo es novedad. Todo es ver desde hoy los hombres, las ideas, las emociones, las palabras...

Y ¡qué criollo y universal es Jorge Luis!

Sólo así se estructuran los artistas.

El árbol, que es el Poeta fatal y elemental, dice en su silencio ontológico: desde la más baja punta de la raíz se va a distribuir las estrellas y a ocupar el universo.

 

Inquisiciones es libro de sorpresas y elástica hondura.

 

V

 

Al tiempo mismo de estas "inquisiciones" publica Borges Luna de enfrente, — libro de aliento lugareño, color moderno y aguda picardía.

 

Allí anda un poema a la muerte alborotada de Facundo en Barranca Yaco, — bermejo, brusco, maravilloso.

 

En 1926 da a la estampa El tamaño de mi esperanza, donde ya está presente esta profundidad jovial que se le siente con frecuencia en sus últimos trabajos.

 

En el Idioma de los argentinos sostiene una pintoresca argentinidad que — para él — es un problema chico y sin fin de calles, patios, lunas y palabras vernáculas, quedándose en pecho vivo y creciente de eternidad...

El estudio sobre Carriego es de generosidad infantil, de entrada golosa, ingenuidad descubridora...

Carriego es uno de los fanatismos tónicos y explicables de Borges.

Carriego es pariente muy cercano en cosas aledañas y episódicas de Borges...

Y después de haber publicado Historia universal de la infamia, nuestro admirable camarada nos regala este último libro Historia de la eternidad, donde lo vemos en la colocación cenital de sus andanzas místicas.

Todos estos libros, ágiles, entrados y traviesos, van afirmando un Borges que ya estaba visible en el amanecer vocacional de su fervor de Buenos Aires.

Dos de estas obras son, para mí, el conseguimiento más lindo y completo de Jorge Luis.

Me refiero al devocionario de Carriego y a la Luna de enfrente.

En el primero hay tanta fruición bohemia, tanta complicidad lírica, que la prosa ha desaparecido en vivacidad narradora, susurrante, evocatriz.

El ánima del barrio, el gozo atorrante del suburbio, el tránsito lento de las orillas urbanas, el asomamiento rosado de la esquina que indica los sitios o da el arranque supino de la pampa, —todo esto, ¡tan borgeano y carrieguista! — se funde en la glosa picaresca, en la referencia salpicada, en la anécdota encendedora ...

Luna de enfrente es la misma caja de asuntos, más decorativa y numerosa... Desparramo tintinador de versitos limpios...

Por aquí es por donde se puede aechar y acertar a Borges.

Borges tiene una manera de ser menuda y trascendente. (¡Te agarré, duende!)

Cualquier punto cordial le sirve de centro mágico para ensilarse o perderse infinitamente.

Presenta el patio y adentro la estrella. Pone la calle y la sigue... desde el yuyo que le moja las piedras hasta el último ángulo que se funde en lo ilímite.

Sigilo de avispa escondida, trabaja el corazón incansable. Su frente ávida y alegre y su curiosidad y su temeridad lo llevan despacio, despacito y lejos... Y contradice y busca zonas y seres de toda distancia, y brinca de pasión ante los hallazgos y se ríe de los que no vieron ni sintieron presencias y músicas que él trae con albricias y paramenta con dignidad ritual.

A veces tiene apasionamientos cómicos, muy desconcertantes. Pero, naturalmente nobles, desinteresados, simpáticos.

Para nosotros Jorge Luis es una inmensa amistad, un corazón necesario.

Y en el ejercicio de la vocación artística, Borges es ejemplo de humanista moderno: sinceridad desnuda, estímulo inesperado, alma abarcante que planea, cuando lo arrebatan las causas, en las esferas cósmicas.

VI

Pero quiero detenerme un poco en Historia de la eternidad, último libro del camarada. Precisamente, por ser el último y por lo imponente del asunto.

Yo declaro, señores, que siempre he luchado con las solemnidades fijas y conclusivas.

Nuestro destino ascensional, nuestro espiritualismo militante lo exigen.

Yo también he sentido y siento, como Borges, un desagrado heterodoxo y rápido contra las palabras absolutamente impuestas y la secuela ceremonial que traen con rigor dogmático.

Se dice "eternidad" y se piensa en lo menos eterno, en lo que seriamente considerado no existe: en la muerte.

Borges, con un atrevimiento suramericano, se las tiene tiesas con Platón, con Plotino y con San Agustín; sosteniéndose en la idea de que la eternidad es una cosa muy diferente de lo que se predica, porque no hay concordancia esencial en la formulación.

Levanta la acusación clásica de Bossuet hacia el protestantismo: no sois la verdad porque no dais la unidad, la identidad originaria.

Anda mucho de Luciano en las ocurrencias escépticas y sistemáticas de Borges: la misma prevención zumbona y retozona del estilo, idéntico júbilo del contrapunto ingenioso.

Sin embargo, Borges en su vigor sintáctico, ha procurado y conseguido la fusión de dos maestros supremos y aparentemente antitéticos. Me refiero a Gracián y a Quevedo, por más que su ahínco temperamental lo lleva a Torres Villarroel, el saleroso y desatado escolar que, con el brujo del Diablo Cojuelo, Pérez de la Oliva, Juan Huarte y Pero Mexía, está esperando la crítica sutil y valorativa que lo ascienda a su jerarquía primate.

Indudablemente, nos hemos vuelto faraónicos con el susto y el culto de las palabras impuestas.

Parece que nuestra débil humanidad tuviera necesidad congénita de vivir periódica y permanentemente con palabras contrapuestas y poderosas.

Para las épocas, la yunta polar: cristiano-pagano, apolíneo-dionisíaco.

Para todos los tiempos, el vocablo lapidario: eternidad, infinito, absoluto.

No puede ser.

Mientras sufra el hombre la imposición de los términos verbales, será regido por modas y por ideas hechas.

Esta rebeldía, esta osadía de Borges, está en el espíritu de los renovadores, de los que se ponen en los riesgos, de los que algún día nos van a enseñar a adueñarnos de la creación, ya que, según la sentencia de Emerson, el mundo pertenece a los descontentos.

Yo también, señores, me he insolentado siempre con las apariencias magnas sin contenido viviente. Y sobre todo, con esa palabra eternidad, estagnación sepulcral explotada por religiones y filosofías.

Declaro haberle dado "pellizcones" tremendos, tratando de restituirla a su vigencia esencial, a la movilidad crecedora, a la sorpresa circular...

La eternidad es la realidad más dinámica, "creciente" y actuante.

Trabaja y viaja con y en nosotros. Encendida oleada, de ella venimos.

A ella iremos, fundiendo nuestros desparramados destinos en coros ajustados.

Yo pediría a la maravillosa voz de María V. de Müller nos leyera la gran noche, poema de Júbilo y miedo.

 

 

Saltando en sus recuerdos vivos, puros y oscuros,

La muerte sólo es cambio de afinación filial.

La hemos hecho amorosa y ligera y liviana,

Y ya es la noche herida de nuestra luz mortal.

El corazón del hombre la ha tocado en el nudo

Escondido de Dios, y su profundidad

Es el imán tremendo de la esperanza seria:

Ya gozamos su música materna y abisal.

El hombre es hoy la luz heroica

En la divina oscuridad.

Todo vino de adentro de la maternidad

DE LA NOCHE SUBIENDO HACIA LA CLARIDAD.

¡Está ÁGIL DE AMOR VIVO LA ETERNIDAD!

 

Al cerrar su libro sobre la Eternidad, Borges repite una página estupenda de su libro El idioma de los argentinos.

Oigan bien en ella con qué ahondamiento juguetón Borges ilumina su intimidad hasta alcanzar la evocación recóndita, el dulce pavor.

Caten allí el idioma sutil y cómplice de esa menuda e interminable experiencia o aventura sin móvil, inesperada. .

VII


Señores:

Se puede afirmar que el ambiente artístico que produjo en Buenos Aires la aparición de "Proa" es un nacimiento espiritual.

Todos sabemos que hasta ese momento en la Cosmópolis del Sur se vivía bajo la aprobación inevitable y constante de tres hombres, ilustres, pero muy exigentes.

El mayor de ellos y el de más autoridad: Leopoldo Lugones.

Imposible aparecer como individualidad interesante sin el espaldarazo del dictador artístico. Y ya sabemos que esto, en el océano de sorpresas y revelaciones estéticas, es un expediente peligroso.

Entiendo que los hombres hechos deben cobrar apostura apostólica, solicitud patriarcal, y ayudar los destinos nacientes, promoviendo la aparición de los individuos, sin la entrega neófita ni el estímulo obligante.

Fácil gloria es la de suscitar coros y ceñirse de ecos. Pero esto resulta destrozante. No es, no puede ser la misión despertadora de los maestros de conciencia profunda.

Más que un discípulo (una repercusión) lo que interesa esencialmente en el arte, como en todas las disciplinas donde se crea, es la "salida" de los acentos, de las expresiones flamantes.

Hay que agrandar el corazón para descubrir en los demás la Belleza, — asomo del alma, sostén y corona del mundo, — y gritarlo con alegría, terciando en su advenimiento y afincamiento individual.

...Otro de los magnos, Ricardo Rojas. Un sacro varón con su estampa de misionero indígena. Pero no la totalidad de las cosas.

Rojas que, como buen sabio provinciano, ha inventado su palabra, se ha quedado en última instancia como escritor benemérito y poeta de poco fuego, tan entrañado en preferencias locales y tendencias periféricas, que no ha tenido tiempo para ver más allá de los límites de su Eurindia.

.. .En último término, Arturo Capdevilla. Hombre de muchísima suerte. Desde su teosofía jurídica de Córdoba se largó a Buenos Aires a sugestionar con lirismo melodramático y a plantarse en autoridad. Y lo consiguió.

Capdevilla es el que se ha puesto más cerca de las vanguardias y del río avasallador de originalidad y liberación.

Pero Capdevilla está regulado por la vieja medida, por las ménsulas mentales finiseculares.

Imposible contar con él ni esperar de él una efusión solidaria.

Y aquí quiero decir que al hablar de estos tres hombres ilustres no lo hago llevado de ninguna pasión inferior, cosa imposible en mí.

Admiro a los tres. Pero censuro su actitud, su dureza o desdén hacia los amaneceres del espíritu, su tiesura dogmática, insoportable en el ambiente de los libertadores, que ha cambiado de destino, pero conservando el fondo saludable de rebeldía.

Los tres son hombres de América, figuras consulares de su nación. Pero ninguno de ellos se ha mostrado animador ni siquiera glosador pasajero de las nueva» orientaciones.

Es más. Lugones, reiteradamente, como un obcecado, manda esos varapalos de dómine desoído desde "La Nación" de Buenos Aires que resultan, para nuestro ilimitado sentido del Arte, una grotesca tentativa de imposición autoritaria.

Estos tres hombres, señores, como una línea media olímpica, incontrastable, perfecta, apoyaban hábilmente el juego o dejaban llegar a la vidriera solamente a aquellos que pasaban por la iniciación, no de su doctrina, sino de su manera de ser.

Llevados por una pasión natural muy noble, se consagraron a la formación de una literatura nacionalista.

La realizaron ahincadamente, pero sufrieron la limitación del horizonte que les cerró la visión y les cortó la relación universal.

Empezaron por donde empieza el árbol. Pero se quedaron en las raíces.

El ideal del árbol debe ser el reparto de sus dones y no el hundimiento en la sorda complacencia de sus dos pasos de tierra quieta.

...Un día apareció en Buenos Aires una revista: "Proa".

Nombres nuevos, formulación valiente, entrenamiento mental, sabiduría en ejercicio, con respiración.

Los muchachos de esa casa rebullente se mostraron curiosos, generosos, extraños, cordiales en todas direcciones.

No exigían marbete. No imponían programa. Admiraban. Fueron, por eso, admirables.

Jorge Luis Borges fue el fondo y el aire en ese ambiente de desborde mágico.

El atrajo los mejores espíritus del mundo; él leyó y estudió las cosas y los hombres mentales de todos los tiempos; él sopló el fervor sobre su entrañable ciudad reconquistada; y aquel apostolado violento y necesario de "Proa" cobró tal persistencia y vigor, que el Buenos Aires de hoy — en último término y su valorización fundamental — es el Buenos Aires de Borges.

¡Bienhaya, pues, esta ocasión que me permite decirlo, y benditos sean los pueblos donde se abre una estrella interior de esa despertadora iluminación!

Pedro Leandro Ipuche
Selección de prosas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 127 - Tomo I
Ministerio de Cultura
Montevideo, 1968

Editado por el editor de Letras Uruguay

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