Sea socio fundador de la Asociación de Amigos de Letras-Uruguay

 
 

Barbarie fuera de sí: la narrativa de Wenceslao Varela
Mathías Iguiniz
deholofernes@hotmail.com

 
 
 

La pluma y el tropero

 

Wenceslao Varela (San José, 1908-Canelones, 1997) es un poeta y narrador maragato que brilló sobre todo hacia principios de la segunda mitad del siglo XX, y su registro tal vez suponga uno de los más auténticamente criollos de nuestra literatura. Autodidacta por excelencia, su oficio en las letras está entretejido de forma indisociable con su periplo vital. A lo largo de su vida no hubo trabajo de campo que le fuera ajeno, conociendo desde muy joven las duras fatigas del peón de tropa y, más tarde, el rigor de las largas jornadas laborales en un molino de la zona. Nos dice el autor al respecto: “Desde niño trabajé en las estancias y, también desde niño, me empapé de costumbres rurales. Quiero decir que no soy un turista del mundo campesino, lo conozco por dentro y a partir de mis primeros pasos” (1980:10). Todo esto repercute de forma directa en su mirada penetrante del mundo rural, lejos de las modulaciones retóricas de otros que, como suele decirse, no son sino “gauchos de domingo”.

 

Pero la cuestión no se agota aquí. Porque la literatura de este escritor de chiripá, cuya vida se prolongó hasta el crepúsculo mismo del siglo pasado,  además de moverse con gran soltura en espacios de pulperías y estancias, pueblos de frontera y fogones, reconoce en el Hombre el centro de gravitación de su obra, el nervio que le otorga eso que inciertamente damos a llamar “originalidad” a falta de expresión más feliz.

 

Wenceslao Varela

Al día de hoy, su obra transita más bien por fuera de ámbitos académicos y círculos intelectuales –siempre hay excepciones, claro–, mas, su voz perdura, erguida, en la memoria de aquellos que, por razones que exceden a este trabajo, permanecen ajenos (o a una distancia prudencial) de las diversas praxis de apuntalamientos u omisiones que desde el epicentro del campo literario se articulan sobre los productos culturales. Más allá de este complejo juego de resistencias y validaciones, lo cierto es que libros tales como Trote chasquero (1968) o Diez años sobre el recao (1978) –por mencionar solo algunas de las muestras que nos ofrece el escritor–, ya han conquistado, por su factura social y su envergadura poética, un espacio diferencial en la literatura uruguaya del siglo XX.     

 

Ahora bien, decíamos que, en Wenceslao Varela, la labor de escritor está lejos de ser una actividad estrictamente intelectual que se practica desde detrás de un escritorio. En estos términos se expresa a propósito de sus cuentos: “Ellos reflejan en parte algo de lo que he visto y he vivido. En ellos podrán verse los atardeceres y los amaneceres, la calma y las tormentas de la naturaleza y de la vida. Ellos son reflejos de experiencias vividas y sentidas con plenitud” (Varela, 1996: 1).

 

Asimismo, en las palabras preliminares a su libro Nazarenas de hierro, no se muestra reticente a designar un determinado lector implícito, como no lo es tampoco a confesar el destino que augura para sus obras: las maletas del tropero, el hueco del lomillo cuando descansa, los estantes de las pulperías, las soleras de los ranchos, el “mono” del linyera y el noque de las últimas carretas (1974: 5). Trueca el reconocimiento solemne de la academia por el bendecir de las manos encallecidas, sucias de tierra y grasa del esquilador, alambrador o tractorista. Estos aspectos devienen en una imagen-autor, en una escritura y en un vínculo público-producción cultural algo difícil de encuadrar en una primera aproximación.

 

En otro orden, no debemos perder de vista que hacia la década del treinta, los máximos exponentes del género gauchesco (congregados eminentemente en torno de la revista El Fogón) han desaparecido ya, y un amenazante silencio se cierne sobre la literatura al servicio de lo criollo.[1] Por estos mismos años, un tempranero libro de poemas de corta visibilidad a nivel nacional, va a dar comienzo a la travesía creativa del escritor maragato. Apunta Luis Bravo al respecto:

Con acento y habla propias, comenzó a publicar sus poemas en 1930, siendo un portador de la tradición oral criolla, con una poética que, probablemente, no cuente ya con representantes de tal raigambre en la actualidad. Varela, que apenas había ido a la escuela, asentó sus versos en esa tradición que, según se desprende de su testimonio, aún persistía en nuestro territorio en las primeras décadas del siglo veinte. (2012:182)

Una literatura, entonces, con enclave en las tradiciones populares y en los repertorios infinitos de la oralidad. Por otra parte, el propio Varela asienta que sus primeros versos nacieron de forma espontánea o “a golpes de corazón”, como expresara en alguna oportunidad.[2] Y si bien sería incauto negar un cierto grado de estilización –la proliferación de imágenes originales vinculadas siempre a lo autóctono, insertas directamente en la tradición nativista–, tampoco entendemos que la cuestión última tenga que ver con esto.

Es que, en el interior de su escritura se agitan una serie de inflexiones que no le permiten parangonarse de forma cabal con una categoría genérica concreta. Se trata de otros usos, otras apropiaciones y otros horizontes. Hablamos de encrucijadas incluso epistemológicas en donde se interceptan (y al mismo tiempo se desmontan), crucialmente, la oralidad –en tanto principio metonímico de “lo bárbaro”– y la escritura –en tanto principio metonímico de “lo civilizado”.

 

En diversas entrevistas de prensa escrita, el bardo maragato enfatiza en la hermandad que lo une con la figura del payador. El axioma de que la auténtica expresión popular del arte, esto es, el arte payadoril, contiene en su seno (a falta de papel) los gérmenes de su volatilidad[3], tiene su correlato en el hecho de que el propio proceso escritural desnaturaliza o extraña lo auténticamente popular. Esta faz irónica entre la cultura popular y la cultura letrada se visualiza especialmente bien en nuestro escritor, cuyo tangencial lugar de enunciación gravita sobre las bases del género, incomodándolo. Y si no trastoca, al menos sí problematiza sus fronteras, las mismas que el propio tropero supo recorrer en vida. Porque Wenceslao Varela es, ante todo, un escritor fronterizo.

 

Llegados a este punto, es momento de detenernos en lo que entendemos constituye una verdadera interpretación de las tradiciones populares, no ya el “rescate” que podríamos asimilar al trazo criollista, tampoco la nota de universalidad perseguida por la pluma nativista, sino una búsqueda o traspaso a conciencia a través de un sistema problemático: el de la escritura.

 

Pues bien, para esto pondremos el acento en una tensión inconclusa que se agita en el fondo de la obra del autor y, más concretamente, de su narrativa. Hablamos del corte que el escritor propina a la barbarie a lo largo de sus relatos, lugar por donde desangra la letra inmaculada en un torrente de pulsiones violentas.

 

El ocaso de la barbarie

 

Al instalarnos en la narrativa de Varela, nuestro universo de estudio se recorta de manera considerable, ya que a diferencia de su prolífica producción poética –que supera la decena de títulos–, este publicó solo dos tardíos libros de narrativa: Nazarenas de hierro (1974) y Albardones (1996). Asimismo, de orden es decirlo, varias líneas temáticas se tienden entre ambos: la condición humana, el Destino, la pobreza, la Muerte, la superstición, los lazos familiares, entre otros. Auténticos cuentos de efecto traspasados los más por desenlaces trágicos, donde los agentes –humanos o no– terminan por revelar una verdad última: la fragilidad del hombre en el escenario de la vida.

 

Desde las primeras líneas, el autor textual dirige los hilos de lo que va a ser un final tan terrible como inexorable para alguno de sus personajes. Pues bien: una mirada de soslayo nos permitirá evadir el foco de atracción para arribar a un concepto quizá más poderoso: una tensión de lo indecible, un límite tipológico de lo “bárbaro” y de lo “civilizado” en tanto nociones en pugna. Solo si rodeamos la tragedia podremos contemplar la operación a través de la cual se logra sostener a lo largo de los cuentos esta tirantez o ruido: un juego a medio camino entre la tensión que suscita la violencia y la violencia propia de la tensión.

 

El “reconocimiento” que el escritor maragato hace al gaucho en tanto legítimo heredero de su tradición, no trasunta los vestigios de un pasado idealizado, tampoco se regodea en el rigor mimético del cuadro costumbrista, es la prolongación misma de una estirpe que lo envuelve y que, traspasado por el código escrito, deviene en un latido profundo. Su fisonomía de escritor (el cúmulo de gestos significantes que fundan una determinada imagen-autor) alcanza el punto máximo en la concertación de sus relatos. No se abre un espacio narrativo para, en rigurosa línea recta, cerrarlo a través del acto escritural, sino que se advierte una fisura al pasado que nos devuelve a la condición de nuestro presente, y así sucesivamente. Un contacto y un afán de comunicabilidad entre sujetos instalados en distintos trayectos del discurso histórico.                

 

Matreros: la violencia y el lenguaje  

 

Es un hecho que por la narrativa de Varela pululan personajes de los límites: linyeras, matreros, contrabandistas, curanderas, desterrados; auténticas emergencias de un proceso de modernización que habilita y, al mismo tiempo, clausura el propio proyecto moderno. Sujetos irremediablemente atados a una estructura económica que, por una razón u otra, han quedado “del lado de afuera de”. En fin, individuos errantes, perdidos en vaya uno a saber qué recodo de la historia insondable, habitantes del monte o la llanura, asiduos de las pulperías en que el cantor repentista hace su escala para desenvainar sus décimas, o conchabados por día en alguna estancia remota del interior del país.       

 

Los matreros –del lado de afuera de la legalidad– que en el relato con título homónimo (en Albardones) matan sin saberlo a la hermana y a la madre de uno de ellos, luego de “coserlas a puñaladas” (p. 67) para robarles diez libras y varias monedas de cobre, descubren accidentalmente después en una pulpería de la zona, que uno de los truqueadores es en realidad el padre de Camargo Pena, uno de los matreros. Doroteo Pena –así se llama– se despide pidiendo la maleta al pulpero, mientras que sus contrincantes de truco reclaman la revancha, aquel se excusa: “Dejé las mujeres solas” (p. 68). La anagnórisis se ha consumado por parte de Camargo Pena, que le cuenta el terrible particular a Caraguatá. A partir de aquí las cosas se suceden muy rápido: Caraguatá sale tras los pasos del paisano, al tiempo que el primero se queda sentado sobre una bordaleza en la pulpería. Al rato aquel regresa:

 

-Qué le dijiste?

 

-Nada.

 

-Nada?

 

-Lo maté a lo Cayetano. Después te doy la mitá de la plata.

 

-Bárbaro!

 

-Te crees que tengo el corazón tan duro pa permitirle presenciar semejante cuadro al pobre viejo? Qué Dios me perdone!

 

-Tenés razón…

 

Y siguieron tomando. (p. 69)

 

¿En qué clave debemos leer este “gesto altruista”? ¿Qué universos axiológicos confronta en el juego de los sentidos y las sensibilidades? Librados a las arbitrariedades de sus pulsiones violentas, estos matreros no se han aggiornado a los “ajustes” introducidos en el marco del proyecto moderno. Asimismo, el remate sintáctico por el cual nos enteramos del acto contra el padre, no por “bárbaro”, pierde su carácter de sacrificio. Porque en la conciencia de estos sujetos se contrae un desdoblamiento irónico: pueden robar y matar brutalmente cometiendo un delito, y, simultáneamente, celebrar un sacrificio sin consumar homicidio. Estos matreros se mueven en la ficción de sus mundos.

 

“Bárbaro!” profiere Camargo Pena frente al matador de su padre, y la expresión articula una polisemia que no por evidente deja de ser interesante. El eje asociativo enseña una decisión y un borramiento que es mucho más que un tema de estilo, se trata de las infinitas transposiciones que ha experimentado el vocablo desde el momento mismo en que fue proferido, esto es, desde el instante en que fue incrustado en su universo de sentido otro. “Bárbaro!” no es ya por sí mismo bárbaro sino a partir de un corte que implica, paradójicamente, un acto de violencia por parte del lector-hermeneuta. Citemos a Slavoj Zizek:  

 

Como ya sabía Hegel, en la simbolización de algo hay violencia, lo que equivale a su mortificación. Esta violencia opera a múltiples niveles. El lenguaje simplifica la cosa designada reduciéndola a una única característica; desmiembra el objeto, destroza su unidad orgánica y trata sus partes y propiedades como autónomos. Inserta la cosa en un campo de sentido que es en última instancia externo a ella. (2009:79)

Sea como fuere, en esta engañosa fascinación por retratar el mundo de “lo bárbaro” –lo poco civilizado de la barbarie– gravita un corrimiento: la misma imposibilidad de pensar este código binario sino como un juego de deslizamientos. En la narrativa de Wenceslao Varela la barbarie es deportada fuera de sí misma a través de la violencia. Pero esta violencia no tiene rostro: es una metonimia civilizada de la barbarie. El centro que sostiene la totalidad se desvanece: allí está, una vez más, el Hombre y su conciencia de sí mismo. Ni su faz salvaje ni su faz civilizada: la inquebrantable cohabitación de lo uno dentro de lo otro.

 

Para el autor textual no se trata de celebrar o condenar la brutalidad de las situaciones o del paisano, por el contrario, lo indomable de su trazo está precisamente en el acto impronunciable, lo que, de manera  paradójica, contiene el ruido de una tensión sin resolver: “Algunos hechos y personajes ubicados en su época, no reflejan necesariamente mi aprobación o mi desagrado. Fueron una realidad y eso basta.” (1996: 1)

 

Bibliografía

 

Bravo, Luis (2012): Voz y palabra. Historia transversal de la poesía uruguaya 1950-1973. Montevideo: Estuario.

 

Cuadri, Waldemar (1979): Entre Vulcano y las Musas. Minas: s/d.

 

Varela, Wenceslao (1974): Nazarenas de hierro. San José: s/d.

 

--- (1996): Albardones. Montevideo: s/d.

 

Zizek, Slavoj (2009): Sobre la violencia: seis reflexiones marginales. Buenos Aires: Paidós.

 

Zum Felde, Alberto (1941): Proceso intelectual del Uruguay. Montevideo: Claridad.

 

Revistas

 

Varela, Wenceslao (1980): Entrevista, en Revista Rincón del payador, Nº 4, Argentina, setiembre.

 

Notas:

 

[1] En 1926 se publica El agregao, del poeta minuano Guillermo Cuadri, lo que de alguna manera vino a revitalizar un criollismo un tanto amenazado por el desafío de su propia renovación literaria. Tal es así que Fernán Silva Valdés escribe a Cuadri en una epístola con motivo del fallecimiento de José Alonso y Trelles: “Muerto el Viejo Pancho, supuse que había muerto con él la poesía gauchesca; pero, luego de leer su libro, veo mi equivocación. Usted es ahora único representante de valor de dicha poesía.” (1979: 64)

[2] Expresa el autor en una entrevista: “Para lo que no precisé nunca tiempo, en cambio, ha sido para escribir mis versos. Me nacieron siempre espontáneamente, de corrido, sin ordeñar demasiado ninguna frase, ninguna línea. Tan espontáneos como los pájaros y las faltas de ortografía.” (1980:10)    

[3] Expresa Zum Felde al respecto: “La poesía gauchesca auténtica, la de los payadores anónimos que, de fogón en pulpería, fueron cantando sus coplas y entablando sus contrapuntos, durante el largo tiempo comprendido desde finales del siglo XVIII a fines del XIX, nos es desconocida, puesto que no fue escrita. Improvisación siempre renovada, apenas retenida en parte por la memoria de cantores u oyentes, esa poesía popular y campera se fue en el viento, y solo su vaga tradición oral ha llegado a nosotros.” (1941:401-402)

 

Mathías Iguiniz
deholofernes@hotmail.com

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Iguiniz, Mathías

Ir a página inicio

Ir a índice de autores