Lectura

 

"Te dejaré de amar el día que un pintor pinte sobre su tela el sonido de una lágrima"
Anónimo

El libro abierto estaba sobre la mesa. El blanco del papel contrastaba con un negro fuerte que dibujaba cada letra. 
Encerraba en sí mismo todo un conjunto de palabras únicas que buscaban alcanzar los ojos para viajar hacia el lector. Hacía días que permanecía inmóvil aguardando que las rutinas de Miguel le permitieran asomarse a sus ventanas. 
En el interior, una mujer tendía su seducción página por página. Con el pretexto de contar su vida no hacía otra cosa que atraer, crear un puente con su corazón. Un puente que tenía una sola dirección: hacia ella. 
Miguel no fue la excepción. Cansado a la noche, harto de estupideces televisivas, recaló en el sillón del escritorio. El escrito voló, naturalmente hacia sus manos. Se entibió a medida que pasaba el tiempo. 
Todos los amores recorridos, todas las pasiones vividas se mostraban ahora asombrosamente pálidas, marchitas frente a la mujer que lentamente deslizaba mudas palabras. 
Una sensación arrebatadora se afirmaba en sus huesos y amenazaba con estallar de un instante a otro. Se sentía llevado al borde de algo que no podía explicar pero que asomaba inevitable.
En medio de una mágica suavidad se vio sentado en aquella glorieta, cercada de flores, abierta hacia una casa solariega bañada por el sol. El atardecer llenaba el aire de ocres. Por allí se paseaba aquella fuente de deseo. Vestida de blanco, cubierta de pies a cabeza, era un rayo de luz que se movía mientras le hablaba con voces prestadas. No lo miraba. A pesar de ello ambos sabían que caminaban hacia un fundirse, para siempre, en uno solo. 
Los ruidos se habían dormido y nada alteraba la escena. Miguel estaba inmóvil en su sillón mientras sus ojos avanzaban ahora, hacia la mujer. La acariciaba con la máxima ternura disponible en el universo, rozando apenas su piel y deteniéndose en sus labios para depositar un beso tierno y enamorado. Sabía que a partir de aquel momento no tendría retroceso. Había cruzado el puente definitivamente. Al acercarse había entregado su alma. Como un presente la había portado en las manos extendidas depositándola en la falda de ese ser etéreo y mágico. 
¿Cómo evitar desearla con auténtica desesperación? ¿Cómo no recorrer su cuerpo? 
Se acercó a ella y lo envolvió su perfume a piel enamorada. Suaves y audaces caricias fueron recreando cada una de las estaciones del amor. 
Eran dioses creando el todo, la vida misma que nacía de sus alientos alteradamente acelerados. Al paso de las horas el remolino crecía desbordando sus propias existencias.
Mientras tanto la noche avanzaba. Las agujas de un reloj aburrido no hacían otra cosa que recorrer el mismo camino.
Lo extraño de ese cuadro era que un sol único y eterno, estaba instalado en el centro del horizonte, en un atardecer intemporal. Junto a sus rayos saltaba la vida desde los cuerpos que prometeicamente se empeñaban en desbordarse uno en otro. Los soles se multiplicaron hasta sembrar el cielo cuando los impostergables orgasmos sacudieron cada una de las células de los amantes.
El amor había alcanzado su clímax, dentro de un especial nudo de brazos que los unía.
En ese momento supo que jamás abandonaría a aquella mujer. Por todo el tiempo permanecería a su lado inventando caricias y ternura; fabricando amor. 
El libro se cerró. Quedó allí en el estante, esperando. Tibio y esperando. 
Nunca más se supo de Miguel. Su ser se disolvió en el aire. Los libros que atesorara por años, emigraron por diferentes caminos.
Un buen día, un despreocupado lector curioso, abriendo las expectantes páginas se encontró con la imagen de Miguel y aquella mujer fundidos en un tierno beso. 
Junto a ellos una joven, con su cuerpo envuelto en blancas ropas, le extendía la mano desde una glorieta que miraba hacia una casa iluminada por el atardecer.

Douglas Ifrán
Historias (Des) veladas
Ediciones del Yerbal

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