Toda la tierra
Saúl Ibargoyen

Las distintas voces que han entretejido este relato, podrían afirmar con el mestizo don Fernando de Alva Ixtlixóchitl, al menos tentativamente, lo que sigue:

“He conseguido mi deseo con muchos trabajos de tinta y de pluma, con mucha peregrinación entre variadas gentes y suma diligencia en juntar las historias y los anales y las crónicas, y los cantos y decires y coplas con que las conservaban, y sobre todo, para poderla entender, convocando y juntando a las que llevaban fama, y aun a quienes naides conocía, de saber las historias referidas, que por ir compuestas en sentido alegórico y adornadas de metáforas y similitudes son, decíase, dificilísimas de entender... he podido hallarles un verdadero y presunto sentido...”

CAPÍTULO I: SE TRATA AQUÍ DE LA DUDOSA AGONÍA DE DON YÓCASTO, FUNDADOR DE LA DINASTÍA FRONTERIZA QUE DA MOTIVO A LA REDACCIÓN DE ESTA OBRA, DE TAN ENTREVERADAS ESCRITURAS

Don Jócasto o Yócasto Bautista Pavia da Cunda, honorable conde de Cangucueiro, quiso alejarse de almohadas, cojines, sábanas y mantas: demasiadas blancuras se desplazaban como una sola lengua de frío sabor, todavía más debajo de aquella piel toda traspasada por agujas, cánulas, espigas de acero, hilos deshebrados de algún animal.

“¡Merda de frescuras, carajo!”

De a pocas, midiendo cada espacio que le arrancaba al aire de la apenumbrada habitación, soltó su mano siniestra –la más suya y verdadera- hasta las rejas, blancamente pintadas, que amparaban las posturas del mal sueño y el dolor cotidiano, esas secreciones que de seguro se secarían con él.

“¡Putaparió. Si apenas agarré los fierros!”

Dedo a dedo, pues sí señor... ¿o no se lo tengo dicho de antes?, don Jócasto (la j debe sonar como una y) Bautista Pavia da Cunda, distinguido conde de Cangucueiro, llegó con su brazo mensajero hasta el alto cabezal de la cama. Pero una mano sola no era lo bastante. Miró hacia el brazo diestro, emplumado de cables y tubos delicadísimos; miró todo lo que pudo hacia aquella máquina que escribía una veloz maraña de arrítmicos signos, de trazos como una lluvia de óxido oscuro; miró, entre dudosos pestañazos, las dos columnas de oxígeno que alguien verticalizara a sus costados.

“¡Pucha, cuánto aparato que no presta para nada!”

El brazo fue levantándose a puro mandato de un cerebro enrarecido por el sufrimiento, por la pesadez de una sangre alimentada largamente con las grasas de ovejas amarillas, con el fermento de henchidos frijoles, con los densos chorizos de puerco gritador; una sangre ahora mordida por dulces sueros, antibióticos y enredadas vitaminas.

“¡Cómo que me andan metiendo jodidas lágrimas en las venas!”

Y el brazo llegó hasta lo que pudo, las uñas prolongándose en sus escamosas durezas. Hasta la barra de la cabecera llegó, para que los dedos diestros de allí se prendieran, algo separado el pulgar de los otros tres, y no cuatro, pues el hermano meñique había volado –cuando aquella mano se demoró en alzar el poncho de bayeta, y el cabo Pacomio Fagundes, mílite uruguatyano, le inyectó un golpe de sable que igualmente se desvió de su pescuezo, en las tales andanzas y privanzas de unos días, ya muy apartados del tiempo, de puro contrabando y peores vivires.

“¡Coños y coñaques! Si agora hasta el mero dedo me arde, y en los cogotes relumbra el tajo que aquel fiadaputa me encajó!”

Pero la testa de huesos apretados, de pelos espinudos y áridos (con regiones de ceniza quemada por los inviernos acuosos del ancho Sur, por los ácidos veranos vencedores del sol), quedaba como desprendida, casi como un péndulo cuyo punto de fuerza era un clavo sin temblar o una marca que nadie tocaba, pues todo comienzo es un grito en desnudez, un diablo solitario bebiendo un único trago entre un montón de ángeles borrachos.

Pero, señor, estábamos falando del cráneo de don Jócasto, etcétera, ¿o no? El diría así:

“¡Pur qué carijos no alevanto, no endireito la miña frente! ¡Derecho o enderezado es mi modo de mirar! ¡Quiero estos ojos borrados mirando por una ventana sin vidrios ni cortinas!”

La armazón de parietales, frontales, occipitales, sombrerales, mitrales y otros, se acomodó con ríspidos rechinamientos de piezas vivas, o como una ostra violentada al florecer. Señor: usté mismo, que lee o escucha, tome cuenta de lo que aquí se menciona: mire que hablar de ostras (remembranza de exilios, de expulsiones) en estas respirables fronteras de hoy, donde el mejillón de río y la tortuga verdinosa son movientes comestibles que nadie, salvo usté, ¿don Saulo Ambrosiano?, sabe gastronomizar en hervorosa y sabrosa carne muerta. O sea, ¿ves?, en la sacudida materia que –receta aparte- le da gusto al colmillo y agruras al corazón.

“¡Merda! ¡Qué caprichos tuve en otros años! Sabes tú, sabés vos: frijoles negros que se hinchan logo de doce horas de agua salada y condimentada y béin fervida; frijoles blancos, más anchos y ventrudos con su piel de marica dadivoso; frijoles sangrosientos, como encorazonados, resistentes para el fuego, débiles para la tibieza de un susurrado paladar... ¡El cielo de esta boca! ¡Quiero respirar esos vientos que pasan por el vidrio de una pinche ventana!”

Y a aquella cabeza, alargada como estuche de aceitunas o chícharos, severa como la última máscara de un negro más que mero indio o caboclo (aclaro para usté, señor, que en el coger o copular o fornicar está el probable y mezclado vivir), que así fue el tal don Jócasto... ah, la cabeza, decíamos en el ayer de hace una frase, el don Jócasto la puso como un gesto vertical –a precio de médulas y vértebras irritadas- para que todo el espacio ubicado después de un vidrio vulgar se moviera delante de él.

“¡Coños! ¡Yo soy el simple dios mirador de estas distancias!”

Y en el centro de aquella endurecida atmósfera transparente, entonces sí la mirada buscó unir sus dos caudales de luz adolorida. Quedaron pegados al vidrio, es algo de fácil comprensión, pedazos breves de imágenes sin olor, y caras o gestos como colgajos que ciertos bichos al huir entregan a cambio de agitarse unas horas más en un charco lodoso; quedaron cuerpos mostrando el puro cuero lavado por los sudores del placer, y paredes y fachadas de casas que el fuego empujaba hacia chillidos sin nadie; quedaron coronas de estiércol y marcas de rebaños patudos, de toros rojos, de tajamares abriéndose en campos innumerables, de huesos clavados en el pasto ardido del verano; y ponchos, camisas, calzones, pañuelos, pañales, vestidos de muchas gentes colgando en los tendederos frecuentados por la lluvia; quedaron cicatrices tapadas por coágulos rotos, y las pistolas de dos caños en el momento de gritar, y figuras movimentándose en medio de la niebla; quedaron facas y lanzas desmesuradamente saturadas con el hedor de la degollina, y las rodillas de un niño oscuro, hincado, doblándose sobre los guijarros del castigo...

“¡Basta de esa cosa toda! ¡Que el poder ver no me joda lo que quise mirar!”

Pero vinieron más figuraciones incontenibles misturándose con desorden y desconcierto, y don Jócasto Bautista solamente pudo desprenderse de algunas gruesas mucosidades que le estrechaban el garguero. Y fue así que también tosió, y estornudó los algodones que le bloqueaban la nariz, y escupió babosidades de asentada acritud, y experimentó en las bóvedas de la boca un regusto de tabacos encenizados, y regurgitó jugos envueltos en una pálida saliva, y eructó las vibraciones de un vientre desquiciándose.

“¡Rompan el vidrio, desgraciados! ¡Terminen con ese desmadre de asuntos! ¡Putísima! ¡Primera vez que yo estoy tan apartado de toda la miña tierra!”

La ventana estaba quieta, como un retrato del mundo.

Saúl Ibargoyen, 1992 / 1996

Ir a índice de Narrativa

Ir a índice de Ibargoyen, Saúl

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio