Simple pesadilla por Atenco
Saúl Ibargoyen

(al pueblo de San Salvador Atenco, 
brutalmente asaltado por "las fuerzas
del orden", mayo 2006)

1.

El hombre Juan miró el fragor de aquel cielo:
caudas de aire azulsucio expulsaban sus pálidos ojos.
Las nubes eran ubres de piedra opacada
con estrías de súbitos blancores:
no había jinetes sobre caballos oscurecidos
en medio del simple amanecer:
no había ruidos de dientes petrificándose
ni vísceras de flores descompuestas:
nada había
más que un cúmulo de sombras
y desaseadas transparencias
con sus pelos mojados
como raíces de negror insuficiente:
nada más que fragmentos de otras bocas
no palabras ni estallantes sílabas
entre melodías putrefactas:
ni olores a ombligo partido 
ni excitados cuchillos hurgando
vientres desprotegidos y de ácido temblor.
Nada ni palos o garrotes
ni escudos de turbia cristalería
o gritos como coágulos chorreando
brutales sustancias en calles y banquetas.
Ni carros de guerra entre moscas de metal delirante
lastimando el humo desayunero
la grasa alimentaria el primer sudor:

violentando maderas y almohadas
y asesinando huesos ventanas cortinas.

El hombre Juan miró
hacia la cáscara renegrida de aquel cielo:
harapos de luz se descolgaban
como banderas de sangre resurrecta.

2.

Un hombre Juan
estuvo en un sitio aplastado
por las cenizas de aquel cielo negro:
ya no mira lo que miró.
Otro un hombre Pedro
levanta un pie como un garrote
como un hacha de tela de cuero de fierro de hule:
cae la pierna en seguimiento
del inicio agresivo:
cae golpea machaca castiga
lastima lesiona quebranta
dulces entrepiernas torsos dormidos
narices sorprendidas omóplatos fatigados
tenues cartílagos
pelos de arriba y pelos de abajo
secretas verrugas lunares ofuscados
y tripas y cacas expulsadas
de íntimas camisas y pantalones desmadrándose.

El otro un hombre Pedro
contempla el sembradío de fuego
la milpa de humos y gases oxidados
el movimiento de un caudal
de sangre endureciéndose:
contempla el simple hueco
de la bala enterrada
el cráneo entreabierto
con sus cremas grises y sus babas.

Voces sin aire llegan
gestos en cristales muertos
voznadas de sórdida energía
pútrido silencio donde los dioses naufragan
palabras en lenguas polvorientas
mensajes de corrupta paz
y estandartes mancillados.

Un hombre Pedro
limpia con sus manos y sus trapos
la bragueta de sémenes triunfantes
las botas ennegrecidas de jóvenes sangrazas
los palos destructores de cabezas
las armas de extranjero metal
hediondas y asesinas:
un hombre Pedro multiplicado
en tres mil Pedros tal vez
y en Vicentes Wilfridos Davides
Alejandros Enriques Ardelios:
todos sí ahora mirando mirándose
en el cumplido sueño de la bestia peor.

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