¿En qué tabla enfurecida enraizar
la sopa desgajándose de fideos acuáticos
y en qué almohada sopesar la nuca ensoñecida?
Esta pregunta doble la expanden los espejos
cuando salen por cocinas y recámaras
a capturar pantalones y mantos
túnicas y faldas
o pieles pellejas y meneos
de cada escondido hueseral:
cuando salen sí a captar
residuos de reflejos
fotones apagándose entre extranjeras energías
figuras como intactadas placas
fabulaciones de colores inasibles
formas hundidas en móviles membranas.
Espejos tan devorantes que mutilan
polillas perros personas peces pájaros.
Y así las casas se desdoblan
en mudas realidades
se despueblan de muebles y alimañas
se desencantan de disueltos fantasmas.
También los espejos se desplazan
transportando verticales párpados
láminas acostadas y oblicuas de aire crudo:
así rechazan un fondo revuelto
de luces desprolijas
de masas y líneas digeridas
en la tensión de un sombra
que es la impalpable espalda
de objetos y cuerpos y bichos sorpresivos:
aún no vivientes del todo
en habitaciones de aseo
en patios y en petates que forman
la confusa plenitud del mundo.
Los espejos no pueden detenerse:
con sus ojos de pálido pulpo asfixian
el calor de los fantoches paseanderos:
con sus pechos de niebla congelada
aplastan el rezo de cualquier ángel demagógico:
con sus vísceras de pantano traslúcido
absorben ademanes desgarros espermas
espasmos posesiones.
Y aquella pregunta iniciática
se extiende
cuando hay roturas y estallidos
de azogues de intangibles películas
de espumas cristalizadas.
Y los espejos chupan aquella sopa
la mezclan con cucharas sin peso
con platos livianísimos
con almohadas donde nadie
duerme ni descansa ni ronca ni sueña. |