Alguien llega hasta una casa
transitándose por calles de hueso
por avenidas de aire macerado:
autobuses barcas aviones trenes estallan
en espirales de humo pegajoso.
Adentro en algún rincón
de la sala o la recámara
está el equipaje
-que los insectos olvidaron-
con su olor de ropas asfixiadas.
Ese alguien entra
como un antiguo pie
que vuelve a su zapato:
y recoge las maletas
los bolsos el abrigo
y clausura el paraguas
y organiza las bufandas
y los mantos.
Hay comida fresca calentándose
y agua nueva en la mesa
y la rosa de siempre confirma
la fuerza del color
que la hace morir.
Ese alguien baña
con espumas laboriosas
los objetos que dientes
y salivas ofendieron:
habrá luego otras camisas
otro pantalón otros limpios
huaraches en su cuerpo.
En la puerta no cerrada
se mezclan vientos y vapores
señales de sudores y de sombras.
Y ese alguien pasará por ahí
saliéndose viajándose regresándose
estándose siéndose
en el mero sitio
de su oscura médula más propia.
Y la casa quedará
aquí o allí enquietecida
por tanta ciudad
que sin prisa la mastica
con su polvo.
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