Debajo de la arena
con sus pulmones de azúcar triturada
el código de un mundo
apenas tocado se desata.
Dos manos terrestres arrastran
su destruida ensoñación de aires lejanos:
hay plumas apagadas que no traspasan
un cuero de sandalias
a cada paso extranjeras:
plumas hacia lo interior
que no pudieron resolver su pesada carnadura
en una vibración de metales estallantes.
A los costados de la ceniza fluvial
mínimas piedras disminuyen
su cantidad de sustancia
transformándose en roquedales
de mensura inexplicada:
porque la arena se entremuerde
con muelas incontables:
se submastica con encías
de endurecida muchedumbre.
Y restos de granos y bolas calcáreas
y células de cuarzo
y desmembradas fibrillas de hierro
se hunden más allá de las raíces
de la última orilla.
Y el río se extiende otra vez
perdiendo materias
que con él viajan trasladándolo
y cada golpe de agua desplaza
las polvaredas de lo profundo
las partículas cocinadas
entre incontenibles fermentaciones.
Y el río el mismo río tal vez
de otras palabras
se revuelve contra sus límites
de arenisca enfebrecida
se deslengua con la igual vieja violencia
que lo encerrara entre grandes labios
de barro y hojarasca.
Y los diez dedos terrestres
conocen arrastres corrompidos
compactas gelatinas
flemas pálidas
secreciones de carbón y capullos nacientes.
Y dos surtidores de moléculas
de sombra y grasa muerta
se abren en brazos de ramas petalizadas
en manos de vegetales médulas
que dan de beber al último cielo
enterrándose en la arena
y sus espinas de silencio ennegrecido. |