Patria perdida |
Debemos oír profundamente los extraños cánticos que llegan en la oscuridad de estos días sepultados. Enemiga del mundo es la muerte dijera el Arcipreste de Hita en versos mal cortados a medida de una mano sabia y temerosa: la misma mano hacedora de la continua forma que las bocas escriben en nuevos idiomas con verbos conocidos y reusadas palabras. Porque estamos en los tiempos que lejanos poetas describieran lanzando trozos de arena jirones de barro figuras sangrientas hacia el cielo encendido. Tiempos de alabanza fueron otros sucedidos en regiones frutales nunca descubiertas: por eso tanto hemos viajado a pie desnudo para volver donde estamos asumiendo dolor y rechazando los pálidos sueños que enturbian la memoria. Es esta la hora en que la noche no cesa de estirar su hocico sediento hacia el sabor de cuerpos inocentes hora de relámpagos de ráfagas y golpes. Debemos pues escuchar profundamente las voces encontradas en la carne del mundo por antiguos poetas que ofrecían a la tierra su callada agricultura: que abandonaban a los soles del rojo mar sus huesos derrotados: que manejaban espadas veloces luminosos fusiles sonoras banderas y campanas: que gritaban oraciones himnos y consignas: que enseñaban su fiebre y su amor inagotables: que estaban en sus pueblos como la arena en las playas. Lleguen a nosotros los extraños cánticos adonde la voz se reconoce y crece durante el ritmo en que la vieja enemiga prepara su incansable corrupción y utiliza sus maneras de violencia. Escuchemos escuchemos entonces esa boca esa voz esa mano esa palabra que desde siempre nos conducen: debemos escuchar lo que cantamos. Y así la vieja enemiga retrocede inmóvil detenida oscuramente sepultada en el silencio que teje nuestro canto incesante. |
Saúl Ibargoyen
Patria perdida
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