Un tal Roberto Drode |
(a la memoria de mi amigo Fernando Morales) |
El
tipo me había cansado. Es justo decirlo ahora. En el círculo Pinar de
Rocha, en los Juegos Florales de Cutralcó, en el Quinto Centenario de la
muerte de Vladimiro Casanuva, en el certamen de relato negro del
Ayuntamiento de Alcantarilla. Para qué seguir enumerando. Me dejaban una
carta por debajo de la puerta y ya me dolía el estómago. Tratando de
contener las arcadas y lo más rápido posible, abría el sobre con la
punta de los dedos como si tuviera mierda entre las manos. Estiraba el
papel ante mis ojos para ver si, de una vez por todas, el maleficio se había
terminado. A veces tenía que dejar la carta ahí mismo, donde la
levantara, y correr hasta el botiquín del baño a tomar una o dos de esas
pastillitas que bajan las palpitaciones. La esquela, en suma, diría:
tercer o cuarto premio, en el peor de los casos alguna de las menciones.
Nada mal si yo hubiera sido un principiante. A veces había menos
posibilidades de que el tipo me ganara. La carta, en estos casos, diría:
Segundo premio. Iba a pretender no darle importancia al asunto, olvidarlo,
sobre todo cuando un segundo premio era sólo un apretón de manos. Pero,
siempre pasaba lo mismo, aunque quisiera evitarlo. La tentación era muy
grande y en algún momento iba a ponerme a buscar desesperadamente el
sobre, que quién sabía dónde había dejado, y a dar vuelta las dos
bibliotecas y la mitad de la pieza con la cara violeta de desesperación
para encontrar el pedazo de papel emergiendo, marchito, desde adentro de
algún libro. Entonces ya estaba, no había marcha atrás. Cada vez más,
iba a esperar el día señalado como si fuera la única cosa que hubiera
para hacer en el mundo, sin comer, sin pensar en otra cosa que en Drode.
Iba a consumirme lentamente en mi propio fuego hasta llegar el día señalado,
piel y huesos. Y ese día, perfumado, peinado al agua y con mi mejor raya
al medio estaría donde se debiera: en Calamuchita, en Morón, en el
instituto Di Tella, en el mismísimo palacio de Saint Germain. Y me bancaría
los discursos, los pasos de baile de un montón de roñosos, sólo para
verle la cara a Drode. Entonces, una vez en el evento, alguien pronunciaría
mi nombre, y yo, tendría que levantarme, recorrer los metros que me
separaran del estrado o cualquiera fuera la cosa que hubiesen montado allí
adelante, y recibir, de las anónimas manos de alguien que ni me miraría
a la cara, alguna medallita, una plaqueta pura madera o alguno de esos
trofeos que habían sobrado de los partidos de papi-fútbol. Se
podrá creer que ese era el momento más alto, por lo menos para mí, de
la velada. Pero no. Porque "el momento", era aquel inmediato a
éste, en que, con un pedazo de madera en la mano o un muñequito de plástico
pintado de oro apretado en el puño, me volvía de espaldas, entre las
sillas y mirando el piso en dirección al lugar del que me había
levantado. Ese era el instante, el milésimo de segundo, en el que una
voz, la misma voz cascada que me había nombrado como si estuviese leyendo
la cotización de la bolsa, cobraría vigor y levantaría el tono para
decir el nombre maldito. Entonces yo tendría tiempo de llegar a mi
asiento, sentarme incluso, levantar un poco el cuello para aspirar, entre
el silencio que sobrevolaba las cabezas, el olor a curiosidad de la gente.
Entonces el hombre o la mujer de voz cascada desde arriba del estrado
encogería los hombros y diría con cierta decepción pero no menos
vehemencia, algo así como: —Roberto
Drode, el primer premio, ¿no ha venido? La
gente se miraría entre sí sospechándose y encogiéndose también de
hombros como si todos pudieran ser Roberto Drode. Como si todos fuesen
Roberto Drode y no quisieran pararse. Ya los había visto. Ya lo había
vivido: cuando obtuve la primera honorífica en relato sobre caballos pura
sangre en el country "Aguas Verdes" de Don Torcuato, Tercer
premio con "Zapallos Salvajes" en el círculo de Hortelanos o,
para seguir enumerando, segundo compartido de "Cuento brevísimo para
leer en voz alta" en la fundación Astorga para disléxicos. Todos
concursitos con premio en efectivo, lo que le quedaba a un escritor que
pudo haber sido importante, como era mi caso, o a uno en leve ascenso.
Todos para Roberto Drode. Los ojos evaluándose entre sí, reclamándose
un Drode posible, y yo apretando mi pedazo de madera o mi muñeco de fútbol,
harto de que el maldito estuviera siempre delante de mí en todos los
programas, llevándose el dinero, jodiendo, demostrándome que siempre podía
un poquito más. Pero
lo peor era que ni antes ni después nadie habría de levantarse, porque
Drode no había ido. Y entonces, allí arriba en el estrado, la voz
cascada conferenciaría con otros tres o cuatro patéticos y diría para
todo el público: —Puede
quedarse tranquilo el señor Drode. Le guardaremos el cheque. Sería
inútil que con cualquier argumento intentara saber las razones del
paradero del tal Drode. Menos aún obtener la dirección, tan solo el teléfono.
Como si todo el grupo organizador, incluyendo el jurado, conspirara en mi
contra, se quedarían mirándome como si mi inquietud fuera un grave
pecado. —No.
No nos está permitido brindar datos privados de los participantes. No
hizo falta más que una de estas respuestas para que recurriera a la guía.
Drode no parecía un apellido raro, pero tampoco demasiado fácil. ¿Qué
iba a hacer en caso de que lo encontrara? No sabía. En un primer momento
se me ocurrió proponerle un trato. Yo no me presentaba a ciertos
concursos y él no lo hacía en otros. Pero la opción enseguida me resultó
inválida. Dado que siempre había figurado delante de mí, me daba cuenta
que en realidad no tenía qué ofrecerle a cambio. La otra opción era
menos aristocrática. Simplemente lo cagaría a palos, le daría tantas
patadas en el culo que no le quedarían ganas de comprar ni un billete de
lotería. Pero cuando mi dedo llegó al lugar de la guía en donde debía
encontrar veinte o veinticinco Drode –según calculé-, descubrí que no
había ninguno. No
soy un hombre fácil. En cierta época supe llamar a cualquier hora de la
madrugada, durante cinco años –allí donde me dejara el alcohol o la
escritura-, a una persona que me debía dinero. No era mucho, es cierto,
pero sí era importante el modo en que había sido estafado. Hay veces que
se siente que otro se está quedando con lo que es de uno. Puede tratarse
de dinero, de un afecto, de un lugar en el mundo. Aunque fuese el último.
Algo así me pasaba con Drode. Algo de Drode me volvía a convertir en
perro de presa. Y estuve guardándome el asunto como un gato agazapado
durante algo más de un mes, tiempo que podría traducirse en dos o tres
certámenes de muy relativa envergadura como el de "Engañar a un niño"
del Rotary de Ramos Mejía o el "Alfonsina Storni" para poetas,
de Olavarría. Fue
en Carlos Casares, en oportunidad de la fiesta de la Holando Argentina,
cuando tuve la primera posibilidad de acercarme al misterio. Los premios
del certamen "La mejor vaca del mundo" se entregaban en la sede
de la Dirección de Cultura, justo enfrente del edificio municipal. Había
gran alboroto. Quince minutos antes de la hora señalada, el salón –en
rigor a la verdad, un saloncito que parecía de primero auxilios, donde
habían instalado poco más que cincuenta sillas desiguales- se llenó de
viejitas emperifolladas y algunos jóvenes distraídos que esperaban
taciturnos como si les diera lo mismo estar ahí que en cualquier otra
parte. Lo
que seguiría sería lo mismo que en todos lados. Ya me había
acostumbrado hasta extremos indecibles, pero esa manera de soportar en
dolor para mí no representaba sumisión, sino un secreto abastecimiento
de los más recónditos deseos de venganza. Media hora más tarde alguien
pronunció mi nombre. Alguien me tendió la mano y puso en la otra una
plaqueta de madera, y un instante después llamaron a Drode, para quien un
geriátrico en vivo sostendría la expectativa de siempre, un murmullo que
iría creciendo como una marabunta de hormigas para consagrar de ese modo
la presencia de la ausencia con el mejor de los aplausos. Esa
tarde no fui como siempre a emborracharme a la taberna más cercana. Habían
servido unos escuálidos canapés y unas cuantas botellas de champán y
decidí quedarme. Me apuntalé cerca de una mesa, masticando una bronca
cada vez más sutil, más agradable; y haciéndome de una botella para mí
solo decidí beber en paz conmigo mismo, atisbando las caras de cada uno,
buscando en las caras de cada uno algún gesto de un Drode que aún no
conocía, que quizá se escondiera de la gente entre la gente misma, como
un ladrón que sabe que el lugar más seguro es el propio sitio del
delito. Fue
entonces, cuando la señora de vestido floreado decidió disculparse por
interrumpir la conversación sobre toros capones, que vi la cajita de cartón
sobre la mesa. Desatendida, al descuido del champán y de la borrachera de
los responsables de su custodia, parecía –lo era en realidad- un objeto
abandonado ya sin importancia. El alcohol, que aún me permitía razonar,
me situaba en esa frontera imprecisa que se traza entre la valentía y la
estupidez. Me animé. Era eso o terminar en la cama con alguna señora del
campo hablando de ponedoras. Si Drode había obtenido el primer premio, el
último o el primero de esos sobres debía ser el suyo. Me acerqué
tambaleando para mezclarme con los demás tambaleos y, con naturalidad,
tomé de la caja lo que debía y deje el resto. Tambaleando un poco más rápido
gané la puerta y un minuto más tarde estaba encerrado en el baño de la
planta baja del hotel, sacando el tesoro del bolsillo interior del saco.
El primer sobre fue a parar al inodoro. No era lo que buscaba. El segundo
decía: "Las cosas que hice con la tía Alicia". Seudónimo:
"Qué te importa". Lo abrí. En el papel casi en blanco podía
leerse: "Por si hubiera tenido la enorme fortuna de ser favorecido en
tan distinguido evento, me pondré en contacto un día después de la
entrega de premios. Sepan Uds. disculpar las molestias. Estoy de viaje.
Roberto Drode." Dormí
dos días seguidos para sacarme la bronca. De vuelta en Buenos Aires, caí
en la cuenta de que me había quedado sin dinero cuando abrí las boletas
de electricidad, gas y teléfono que encontré detrás de la puerta. La
otra carta era del cotolengo Mater Dei: me invitaban a ser jurado de un
certamen literario. Leí con atención. Hacía
tiempo que no era requerido para tales convocatorias. Ultimamente mi
trabajo se había empobrecido de tal modo que apenas conservaba algunos
alumnos de taller literario que asistían a la reunión de los miércoles
con pocas ganas. Un mercado chico y mucha competencia. No era momento de
rechazar trabajo. Sin pensarlo mucho acepté la propuesta. El
concurso, empezando por mis compañeros de jurado, fue un fiasco. Me
acompañaron en la elección de los premios una escritora de literatura
para niños y una monja del cotolengo que apenas podía deletrear las
palabras. No hubo modo de ponerse de acuerdo. Cansado, hastiado, y con
cierto desdén, propuse, después de una hora de infructuosos cambios de
ideas, un sistema de puntaje sabidamente injusto pero rápido a la hora de
evitar discusiones bizantinas. Resultó ganador un trabajo deforme,
maniqueísta y lleno de golpes bajos que me hizo caer en la cuenta de que,
al fin y al cabo, la profesora de letras y la monja de cotolengo me habían
hecho el dos a uno. La
idea del cuento ganador no era mala: una diva de televisión celosa de
otra de mayor audiencia y cariz televisivo, le regalaba a ésta un perro
de raza, pointer o pitcher, uno de esos. El perro en cuestión resultaba
estar amaestrado para hacerse amar de entrada, pero también para hacer
barullo a cualquier hora de la noche y caca y pis en todos los lugares de
la casa. En resumen: el perro iría desgastando el ánimo de la dueña
quien incapaz de separarse de lo que hubo adoptado como un hijo postizo,
como el hijo que nunca había venido, terminaba enclaustrándose con él,
en un afán por enderezar su destino o hundirse en él para siempre. Es
decir, dejando el campo libre para la otra. El tratamiento de la trama era
horroroso, pero para qué voy a entrar en detalles. Quince
minutos después me enteré que el ganador, de lo que para mí significaba
algo así como un mes y medio de alquiler, era el tal Roberto Drode. La
semana que siguió a la entrega de premios fue terrible. Naturalmente,
Drode se había limitado a tomar contacto con los organizadores del
concurso de un modo casi fantasmal, ficticio. La monja y la profesora
volvieron impune y cándidamente a sus actividades y a mí empezó a
invadirme un extraño y reforzado desasosiego cuando descubrí, como si
una mano mágica revisara mi subconsciente, que la historia de las divas y
el perro no me era desconocida. Esto sucedió en un bar de retiro mientras
terminaba de gastarme el último peso de lo cobrado en el concurso
emborrachándome con compañías casuales. De pronto miré por la ventana.
Bajo la garúa un muchacho había detenido su carro de cartonero junto a
una montaña de desperdicios y le hablaba al caballo con monosílabos
guturales. Algún fatal discernimiento le hacía tirar arriba del carro
algunas cosas sí y otras no, mientras el caballo exudaba vapor por los
ollares y golpeaba los cascos contra el empedrado brillante. Algo me hizo
pensar en mi edificio. En el espacio para lo que alguna vez fue el
incinerador y que algún decreto municipal de los ochenta había
convertido simplemente en retén del tacho de basura. Algo me hizo pensar
en mi pequeño departamento, en la imposibilidad de guardar tantos
papeles, en los momentos en los que había dejado en el palier horas de
trabajo sin rumbo. En alguna que otra tarde en la que habría dejado en
ese lugar los borradores de una historia imposible: la de dos divas que
peleaban con armas no santas por el estrellato. Aún
me quedaba algo de ingenuidad y pedantería. Esperé
ese timbrazo entrecortado, isótono, durante cuatro días. Una sospecha
tangible y causal había ido tomando cuerpo en mi cabeza, un inmenso mapa
que destejía lógicamente sus intrincados vericuetos. La mente humana
tiene formas laberínticas de funcionar. Pregunté
quién era. "Expensas", dijo la voz del otro lado. Coloqué un cómpac
en el equipo. Abrí la puerta. El
cobrador de las expensas se estiró y aspiró el aire como si pudiera oler
la música. Los sonidos graves parecían inflarlo por los oídos. —Schumann
—dijo con los ojos entrecerrados y una tenue sonrisa en la boca. —Sí.
Veo que tiene buen oído. Venga, pase. El
hombre miró por encima de mis hombros, como si quisiera corroborar que me
encontraba solo. —Le
preparo un café —dije—. Debe estar cansado. —Si
no es molestia —dijo. Me
corrí para dejarlo avanzar y el hombre entró caminando cansinamente. —Mi
nieto —dijo con orgullo—. Mi nieto escucha Schumann. Puse
la pava sobre el fuego. No me iba a engañar con ese aire de viejo, de
abuelito culto por propiedad transitiva. —Siéntese
—dije señalando una de las sillas en el kichinette—. ¿Azúcar o
sacarina? El
hombre abrió el talonario de recibos sobre la mesa, sacó las gafas de un
bolsillo de la camisa y se inclinó sobre los papeles. —Sacarina,
si no le importa —dijo y agregó bajando la voz—: Doscientos noventa y
cinco, los últimos tres meses, intereses incluidos. Lo
miré con altanería. Me crucé de brazos. Asentí con la cabeza.
—Doscientos
noventa y cinco, intereses incluidos— dije sonriendo—. Unos noventa y
pico por mes por este departamentito de morondanga. Cómo no, Señor Drode.
¿O puedo llamarlo Roberto? ¿O prefiere: "Latrocida de ideas
abandonadas en la basura? El
viejo se puso lívido. Se sacó los anteojos, levantó la cabeza y me miró
parpadeando: —No
entiendo —dijo. La
pava silbaba. Apagué el fuego, saqué el cuchillo de cocina del segundo
cajón de la mesada y se lo puse en el gañote. —No
te hagas el boludo —dije. El
viejo estiró los brazos sin mover la cabeza y temblando separó el recibo
del talonario. —Es
suyo. Esta-ta-tamos a mano —tartamudeó. Bajé
el cuchillo, decepcionado. El hombre se levantó lentamente como si
estuviese frente a una bomba a punto de estallar y caminó mirando hacia
atrás hasta la puerta de salida. Los
días siguientes fueron difíciles. La administración me envió una carta
documento avisando el inicio de acciones judiciales donde constaba la
denuncia policial que oportunamente había realizado el cobrador de
expensas. Me había ido de boca, y de manos, debía proceder con más
tacto. Mientras tanto Drode seguía haciendo de las suyas. En la última
"Antología de Cuentistas de la Provincia de Buenos Aires",
publicada por la Secretaría de Cultura, ganaba un primer premio con otra
burda recreación de una de mis ideas desechadas. El relato no era ni más
ni menos que la historia de un marido que obligaba a su esposa a trabajar
en teatros de variedades, sótanos de mala muerte estilo café concert,
explotando la rara habilidad de la señora: Hacía ruidos a voluntad con
los órganos genitales. Después de escribir unas cuantas páginas yo había
desechado un argumento parecido por escatológico, de mal gusto. Sin
embargo Drode ganaba el concurso titulando el texto: "Mi mujer se
tira pedos musicales por la concha". A esas alturas calculé que
Drode juntado premios estaría ganando más que la mayoría de los Best
Sellers Argentinos. Unas
horas después de toparme con ese libro, recibí de manos de Dory, la señora
que hacía la limpieza en el edificio, la primera citación de la policía.
Dory tenía el enorme culo apuntando al techo y la cabeza metida atrás
del tacho de basura. Silbaba. Alguna canción pegadiza de las FM quizá.
Silbaba bien. —Hola
Dory —dije. Dory
se enderezó como si tuviera una bisagra y el culo se redujo a su mínima
expresión, lo que no era mucho. Me regaló una sonrisa podrida, de dos
dientes. —Hola
señor. Le trajeron esto —dijo entregándome un papel doblado y
abrochado por las puntas. —Hola
—dije. Agarré el papel y metí la llave en la cerradura. —Ah,
señor —dijo Dory—, quería preguntarle si tenía algún libro de
Paulo Coelho. —¿Le
gusta leer, Dory? —No,
a mí no. Se lo pidieron en el colegio a mis hijas, pero no leen na’. —Coelho
es lo mismo que nada. ¿Y escriben? —Menos.
Qué va. Meneé
la cabeza. Abrí la puerta. Dory siguió silbando la misma canción. —Roberto
Carlos, o Roberto... Drode —dije, malicioso—. Esos sí que son buenos. Dory
dejó de silbar: —¿Quién?
El primero me suena, ¿no era que tenía cáncer? ¿Y el otro? —¿Drode?
¿No conoce a Roberto Drode? —dije. Dory
negó con la cabeza, después por inercia con las enormes tetas y con las
caderas. —Se
lo pierde —dije, otra vez decepcionado. Dos
policías vinieron a buscarme cuatro días después y, alegando que no me
había presentado a las requisitoria, me llevaron por la fuerza a la
comisaría. Allí dije que lo del cobrador de expensas había sido un mal
día, apremios económicos, en fin. No fue difícil que me creyeran. Esa
misma tarde tenía en casa la reunión de taller. Era
consciente de que no me quedaban muchos campos por investigar, así que
estaba preparado. Liberé la mesa de trastos, preparé café. Pasé el
resto del tiempo espiando por el ojo de la cerradura, esperando que
alguien se llevara el fajito de papeles que había dejado junto al tacho
de basura. Pero nada. Hasta que fueron llegando los talleristas. El
grupo era reducido. Las cosas no andaban bien, y, como dije, mi brillo de
escritor se había desgastado hasta quedar reducido a menos que un
chispazo de pedernal. Es cierto, tenía cierto prestigio como docente y
como crítico, pero todos saben que no es lo mismo. En algún tiempo me
había limitado a mirar a un nutrido grupo emitiendo monosílabos de
aprobación o de desaprobación, sentado a la cabecera de la mesa. Nadie
se atrevía a contradecirme y los movimientos de mi cabeza eran señales
divinas que todos escrutaban como si interpretaran la tabla Ouija. Ahora
debía esforzarme mucho más, despachar elaborados y sesudos basamentos teóricos,
desarmar el arte de la literatura como a un calefón y mostrar las
herramientas limpias de polvo y paja, sin poder evitar que mis alumnos me
miraran con cierto desprecio, con aire de superación, y anotaran aquello
que les dijera con el profundo convencimiento de que me guardaba algo. Dos
por tres, por desdén, por impudicia o falta de ganas, el pequeño grupo
se veía reducido a una o dos personas. Sin embargo esa tarde vinieron
todos. La muchacha estudiante de abogacía que se iba un rato antes
corriendo hacia la facultad; la señora mayor que no tenía nada que hacer
pero que se pasaba toda la reunión como si estuviera haciendo algo; el
hombre maduro, canoso, que me observaba con ojos inquisidores para hacer
siempre las mismas preguntas y que jamás había presentado un escrito; la
maestra ciruela con aire de haber dejado la leche en el fuego y que escribía
como el culo; y mi alumno preferido: un enclenque pibe de anteojitos y
nariz a lo Cyrano, atolondrado y valiente como pocos. Sin darles tiempo a
decir ni "mu", serví el café y extraje de entre las páginas
de un libro el pliego del diario del domingo en donde habían publicado al
ganador del concurso literario que había convocado el multimedio al que
pertenecía. Un montón de guita. Por desánimo yo ni me había
presentado, pero sí Roberto Drode. Y ahí estaba su cuento, con copete de
"primer premio", para dos millones y medio de personas. Me
aclaré la garganta y empecé a leer. Ya se me ocurriría con qué
cuestiones de taller relacionar el texto. Quería ver de qué modo
operaban las palabras de Drode en el lector, qué cosa parecía volverlas
irresistibles para los jurados. Por supuesto, el argumento del cuento me
había resultado familiar, pero además quería saber, más allá del
argumento, de qué hablaba, en el fondo, Roberto Drode. Qué hacía que él
tuviera tanto éxito con lo que yo había abandonado por vano, soso o
inconsistente. El
cuento en cuestión trataba la historia de un soldado norteamericano
llamado Audie Cronwel, que había peleado en la segunda guerra mundial con
grandes méritos y había devenido en actor de Hollywood. Audie
tiene una infancia difícil. Hijo de granjeros del sur se hace cargo de su
madre y sus hermanas a los pocos años, una vez que su padre muriera al
caer debajo de un arado. Sale a cazar conejos todos los días con una sola
bala en el cañón de la escopeta. Eso era todo lo que podía permitirse.
Sabe que si ese día falla, no comen. Su puntería se vuelve infalible.
Las cosas van de mal en peor, entonces Audie decide enrolarse en el
ejercito. Audie apenas pasa el metro sesenta de altura y redondea unos
magros sesenta kilos, por lo cual tiene dificultad para ser aceptado.
Cuando comienza la segunda guerra mundial, el joven soldado, gracias a su
abnegación, ya está convertido en Sargento. Hay dos escaramuzas
fundamentales contra los alemanes que marcan su destino. En la primera la
valentía de Audie es estratégica, en la segunda física. Decidido a
tomar por asalto un nido alemán, se vale sólo de su velocidad y su
capacidad de tiro. El enemigo se repliega ante un solo soldado. Los
diarios de la época hablan del flamante mayor del ejército. Reproducen
en letras de molde la cantidad de muertos y su equivalente en medallas:
doscientos cuarenta. Las fotos de Audie Cronwel seducen a las muchachas
desde la primera plana. Es
ahí cuando un productor de Hollywood se fija en él. Entonces el joven
Audie, que para entonces cuenta con veinticuatro años, es contratado para
filmar una tira de vaqueros. Las partenaires son petisas y aprende que
desenfundar no es tirar con metralleta. Lo de la voz de pito se soluciona
rápido. Lo doblan. Audie Crownwel es de madera, pero qué importa. Monta
del derecho, del revés, dispara con las dos manos. Nunca es Sheriff,
siempre se ubica en ese límite impreciso entre lo legal y lo menos malo.
Las mujeres lo adoran. En suma, en poco tiempo filma tres películas, se
casa con las tetas de turno, tiene dos hijos. Pero
Cronwell comienza a evidenciar que nunca va a poder superar los días de
la guerra (en realidad aquí para mí debería haber empezado el cuento).
Tiene pesadillas recurrentes, requiere de tranquilizantes para dormir, se
hace adicto al juego, sale con mujeres, busca esa sensación de infinito,
de límite final que le había dado la cercanía constante del olor a
carne chamuscada. En un año se convierte en una verdadera porquería.
Audie Cronwel se termina matando (¿suicidando?) en un bimotor que cae en
picada en un campo desierto. Sin duda una metáfora de la humanidad, más
cercana a la vida cuando más lo esté de la muerte. Después
del punto final levanté la vista y los miré uno por uno. Ya
no me parecía casual que yo me hubiera dejado entusiasmar por una idea
parecida (mi personaje se llamaba John O´ Connel y había sido abandonado
por su padre. Lo había enrolado en el ejercito sin acudir a golpes bajos
y después lo había convertido en escritor, cuidándome de no caer en la
contaminación de los registros de la voz que narraba que debía ser ascética
y la mirada del mismo protagonista, cargada de subjetivismo. Algo que no
había cuidado Drode). Mis
alumnos estaban con la boca abierta, los ojos llenos de lágrimas. El
hombre maduro, secándose la cara con el dorso de una mano, me confesó
que ya lo había leído justamente en el diario del domingo, pero que había
disfrutado de una lectura tan sublime como la mía. Los otros movían las
cabezas como los perros articulados de las lunetas traseras de los autos.
Manga de pelotudos. Me
puse de pie y caminé hasta el ventanal calculando el tiempo justo en que
debía mantenerme de espaldas para que mi gesto resultara intimidatorio.
Si alguno de ellos hubiese resultado Roberto Drode –cosa que en el fondo
esperaba- lo habría tomado del cogote para tirarlo contra la pared una y
otra vez hasta convertirlo en un guiñapo rojo y sanguinolento. Pero,
evidentemente, no era así. En
el edificio de enfrente, que emergía como la cabeza de un gigante entre
los árboles de la plazoleta, se encendía una luz en la ventana de uno de
los pisos más altos. Quizá allí viviera Roberto Drode. En alguna de las
miles de ventanas que a esa hora de la tarde empezaban a encenderse en la
oscuridad. Ocho millones de historias en la ciudad desnuda. Entre ocho
millones mucha casualidad que eligiera las mías. —El
rey está desnudo —dije. Poco
tiempo después empezó el "furor Roberto Drode". Las
editoriales que nunca publicaban libros de cuentos y que siempre me habían
rechazado se pelearon por él, hasta que la más grande sacó a la venta
un volumen anunciándolo como la revelación de fines del siglo XX. Por
supuesto engrosé la lista de los ciento cincuenta mil tontos que
compraron el libro, un libro desparejo con un prólogo sesudo y sin un
solo dato o foto del autor. Por supuesto escribí a la editorial
solicitando el modo de ponerme en contacto con él, a lo que respondían
que debía mandar mis cartas a la empresa. El libro constaba de
trescientas diecisiete páginas para un total de veintiocho cuentos, trece
de los cuales identificaba con ideas que ya se me habían ocurrido e
incluso había escrito con tanta similitud que hubiera pensado, en otro
momento, hacer un juicio por plagio. Lo
pensé, lo pensé, sí. Pero la idea se fue esfumando. Al fin y al cabo mi
propia literatura resultaba ser un plagio de todo lo que había leído. Al
poco tiempo me convencí de la no existencia de Drode, de la creación de
un Drode tecnológico de fin de siglo y afín al mercado, que venía a
interpretar el imaginario colectivo de los escritores sin mucha imaginería.
Después
de un segundo y tercer libro, plagados de formas que tenían el tufo de lo
ya cocinado, empezó una decadencia que lo alejó de las vidrieras, volvió
a ponerlo en la nómina de escritores que están en lista de espera y le
otorgó al nombre de Drode, por lo menos para mí, nuevamente carnadura
humana. Hace
un año lo maté, por lo menos del modo en que necesitaba matarlo. Un
hecho tan casual como el de hallar la aguja en el pajar sin haberla
buscado. Ya no me interesaban los concursos. Ya no escribía y el taller
en mi casa se había desintegrado. Para sobrevivir había aceptado mi
antiguo puesto de municipal donde era suficiente saber usar una máquina
timbradora. En la cama había cambiado a Balzac por la bolsa de agua
caliente y el televisor; y en el bar a Kundera por el diario vespertino.
Me dolía todo el cuerpo y la vida, en su sentido metafísico, me había
abandonado. La caspa seguía barriendo las solapas y el poco pelo que me
quedaba, pero eso ya no era parte del gracioso aire que acompañaba a todo
genio incomprendido, sino apenas la prepotencia de la miseria y la
frustración haciéndose física sobre mis hombros. Lo digo así,
simplemente porque ahora me chupa un huevo que me tilden de retórico.
Fue
una tarde de invierno en que hojeaba la página del fútbol cuando me llamó
la atención aquel hombre. Vestía un raído sobretodo de piel camello
sobre un traje que terminaba en unos zapatos de cocodrilo, abiertos en la
suela y sucios de lodo y pasto. Una bufanda con los colores argentinos subía
enrollándose alrededor del cuello hasta taparle la nariz. Calculé a
vuelo de pájaro: dos mil, dos mil quinientos pesos hubiera costado esa
ropa en buen estado, bufanda y todo. El tipo llevaba una bolsita de la
lavandería del barrio y hurgaba entre los bultos negros que recién habían
sacado a la calle los encargados de los consorcios. Mi observación habría
terminado allí, entre la lástima y la autocompasión, si el hombre, que
se enterraba en la mugre y la hediondez con el profesionalismo y la mesura
de quién ha hecho muchas veces ese trabajo, no hubiera guardado en su
bolsita lo único que parecía interesarle: un atado de papeles más
amarillos que blancos con las puntas dobladas. Algo
instintivo, primitivo, me hizo golpear el vidrio de la ventana del bar con
las llaves, llamándolo. Apenas el hombre me miró, le hice señas de que
entrara, levanté la taza de café y señalé la silla que tenía
enfrente, del otro lado de la mesa. El otro puso cara de susto y empezó a
alejarse. Entonces salí del bar y me crucé abruptamente en su camino. —No
sea idiota —dije, imperativo. Pedí
café con leche y medialunas. El hombre tenía la bolsa de lavandería en
el regazo, desbordante de papeles, y la vista fija en un punto que
atravesaba la mesa. —¿Que
quiere? —dijo. Suspiré.
Me encogí de hombros. —Nada
—dije—. Que coma algo. Tome un café caliente. Hace frío. Con
un movimiento de cabeza le indique al mozo que el pedido era para mi
acompañante. El
hombre sin soltar la bolsa apenas se mojó los labios en la taza y la dejó
sobre el plato. Entonces rodeé la mesa con parsimonia y le metí,
haciendo fuerza para que entrara, una medialuna entera en la boca. —Coma
—ordené. Masticó
desmesuradamente, durante treinta segundos. Tosió con la boca llena, se
ahogó y dobló la cabeza como para vomitar contra la ventana. Pero la
cara, roja a punto del infarto, fue lentamente poniéndose rosada hasta
volverse blanca como lo había estado. —Beba
un poco de líquido —dije fingiendo preocupación, y agregué mirando
las dos medialunas que sobraban—: ¿Y esto? El
hombre respiró hondo. Un estertor retroactivo le cortó la palabra. Si mi
gesto anterior había parecido desmedido, el modo en que el tipo se enchufó
en el buche lo que quedaba sobre la mesa lo hizo lo más natural del
mundo. —Rico
—dijo. —Sí,
rico —asentí—. ¿Hace mucho que junta papeles? El
tipo negó con la cabeza. —No
parece —dije. Recién ahora, que los rasgos empezaban a distenderse,
pude sentir que lo estaba mirando a la cara. Los ojos azules, aún jóvenes,
se hundían en la piel resquebrajada y sucia —. ¿No tiene dignidad? Primero
me miró con desprecio. Después con cierta curiosidad. Abrazó la bolsa
de polietileno. —¿Y
usted qué mierda sabe lo que es la dignidad?— dijo, casi haciendo
pucheros. Y
cuando escuché eso me di cuenta que había hecho bien en no dejarme
vencer por la tentación de preguntarle el nombre. Ya no hacía falta que
encontrara a Drode y usara el revólver que alguna vez había comprado y
llevaba, como un resto fósil de otra época, en el compartimento más
pequeño del maletín. Ni siquiera que lo cagara a trompadas. Me
conformaba con imaginármelo ahí, con esa cara de loco, desencajado entre
la ropa que lo delataba en la peor de las miserias, la de haberse caído
de un precipicio. Me bastaría con verlo derrumbarse de a poco, en
escamas, como un glaciar en verano. Suspiré. —Tiene
razón —dije señalando la taza vacía, suficiente y sabio como nunca me
había sentido—. ¿Quiere otro? El
tipo levantó la vista. En sus ojos relumbró un brillo amistoso. Sonrió.
—Dele,
ya que está —dijo. Llamé
otra vez al mozo, hice el pedido y pagué todo. Me puse de pie. Salí a la
noche helada. Ayer empecé a escribir de nuevo. |
Walter Iannelli
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