Un pequeño delito |
Lapuente (No os asombréis de la falta de concordancia del artículo), es un pueblito del interior del departamento de Rivera. Tendrá unos 800 habitantes; tiene luz eléctrica, agua corriente y hasta una repetidora particular de televisión ubicada en la casa de mi amigo Zaballa. Hay varios almacenes y yo prefería comprar en el de Artigas, apodo de un señor llamado, en realidad José Gervasio. Ahí dejaba mi moto cuando tomaba el ómnibus, aunque sabía que Matilde, su linda hija de 17 años daba sus vueltecitas con ella. Sabía que Artigas no la dejaba ir muy lejos y tampoco le permitía abusar de mi indulgencia. También visitaba la escuela, donde trabajaban tres maestros: un matrimonio y una jóven soltera, cuyo único defecto era ser demasiado joven para mí; además yo estaba casado. Pero mi cuento, muy poca relación tiene con este innecesario preámbulo. Contome Don Zaballa, y aseguraba ser cierto, y yo no dudaba de ello, pues era hombre serio, poco amigo de las bromas, lo siguiente: Hacía más de veinte años, vivía en el pueblo un joven llamado José Luis Manuel Reinaldo, y cuyo apellido no recuerdo, bien conceptuado, bien querido, pero un día cometió un pequeño desliz de consecuencias graves, para él. Para ganar una apuesta contra dos compañeros poco escrupulosos, robó una gallina de un vecino, la faenaron, y luego de asarla, la comieron entre los tres, junto con un litro de vino tinto, fabricado en la misma zona. El dueño del ave, Don Higinio, hombre de pocas pulgas, tomó la cosa en serio e hizo la correspondiente denuncia, por lo cual el autor del hurto fue a para a la Comisaría, pues sus "buenos" compañeros sacaron el cuerpo y así estuvo 24 horas incomunicado. Lo ficharon y luego le dieron la libertad. Pero la cosa no paró allí. En lo sucesivo, nuestro personaje fue objeto de continuas burlas, desprecio, habladurías, etc. Su vida se transformó en un verdadero calvario. Salía poco a la calle, y sólo por una gran necesidad. Se volvió retraído, tímido y le atacó una gran angustia y depresión patológica. Así, con la anuencia de sus padres, sumamente preocupados por lo acaecido, emigró del pueblo en absoluta reserva y sigilo. No se fue a Miami, ni a España, ni a Australia. Se fue a la estancia de un tío, en el departamento de Flores, donde se dedicó a tareas rurales, no volviendo a Lapuente, ni siquiera para visitar a sus padres. Estos, a su vez, lo visitaban una o dos veces al año. Recién a los veinte años del suceso decidió volver, un poco cansado del rudo trabajo campero, seguro del olvido de aquella falta cometida en su juventud. Llegó al pueblo, caminó por sus polvorientas calles y nadie lo conoció. Entró a un bar y se puso a charlar con un señor, contándole su larga ausencia, pero no los motivos causantes de la misma. Entonces el hombre le preguntó cuando se había ido del pueblo. Al recibir una respuesta poco precisa y a fin de aclarar bien el asunto le hizo otra pregunta, dejando al joven totalmente estupefacto. Quiso saber si él se había ido antes o después del famoso robo de la gallina de Don Higinio. El emigrante, el hijo pródigo, no supo contestar y se fue dispuesto a internarse nuevamente en las praderas de su tío, pese a la soledad del campo, a los rigores del sol estival y de los fríos invernales, totalmente seguro del infierno pueblerino, y que sus inocentes pobladores tienen una memoria prodigiosa. |
Lothar Homrich
Taller de Escritura y Estilo de la Biblioteca "Carlos Roxlo", barrio
La Teja (Montevideo)
Juan Ramón Cabrera - Coordinador
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