F. H.: una conciencia que se rehúsa a la existencia |
I - Introducción |
La obra literaria de Felisberto Hernández ofrece un aspecto inusual en la literatura uruguaya. Ni el modo como esta obra se gestó, ni su índole, ni la audiencia que tuvo —admiración cariñosa de algunos pocos y desconocimiento general—, ni siquiera su encuadre generacional, son frecuentes. Había nacido en Montevideo en 1902 y comenzó muy joven sus estudios de piano. En la escuela, uno de sus maestros fue el escritor José Pedro Bellán, con quien estuvo ligado en estrecha amistad. Bellán fue una de las personas que más tempranamente influyeron en su formación literaria. Por él conoció, también tempranamente, a D. Carlos Vaz Ferreira quien admiró siempre a Hernández como escritor y como músico. Aunque empezó a publicar relativamente temprano (en 1925, a los veintitrés años de edad) su condición de escritor se mantuvo siempre como subsumida en una personalidad que apenas se integraba en nuestra literatura. Los pequeños libros que publicaba o había publicado tenían siempre algo de esotérico: eran apenas existentes, a veces anotaciones mínimas sobre un sesgo de una situación a veces pequeñas historia míticas, irónicas y filosóficas a la vez. Su quehacer permanente y más ostensible era la música. Su conversación, insistentemente irónica, a veces irónica hasta la irritación, se nutría con anécdotas de su destartalada carrera de músico, que había empezado como pianista en las primeras salas de cine mudo, continuó como concertista destacado hacia sus veinticinco años y terminó en giras de conciertos en ciudades de provincia del Uruguay y de la Argentina. Más tarde, cuando ya se dedicaba sobre todo a sus libros, desempeñó diferentes y opacos empleos administrativos. Periódicamente insistía en practicar y perfeccionar un sistema personal de taquigrafía. Es cierto que siempre estuvo vinculado a grupos literarios y que pueden encontrarse colaboraciones suyas en revistas y en las secciones literarias de los periódicos montevideanos (y también bonaerenses), sin embargo su figura mantuvo durante mucho tiempo algo de esotérico o por lo menos de heterodoxo, y no bastaron los juicios de algunos entusiastas —entre ellos del ya mencionado Vaz Ferreira y después de Jules Supervielle— para que la audiencia de su obra se extendiera. Esta obra se puede ordenar en tres grupos de libros que se corresponden, además, con tres diferentes modos de presentación. Sus cuatro primeros títulos fueron presentados como ediciones de autor y los constituyen sendos libros sin tapas: Fulano de tal, 1925; Libro sin tapas, 1929; La cara de Ana, 1930 y La envenenada, 1931. El segundo de ellos se llama precisamente así: Libro sin tapas, y aunque el autor publica en su primera página una nota aclaratoria que dice: Este libro es sin tapas porque es abierto y libre: se puede escribir antes y después de él, el lector puede legítimamente sospechar que la persistencia de este modo de publicación obedece sobre todo a razones de otra índole. Se trata de pequeñísimos volúmenes impresos, salvo el primero, en ciudades del interior y con tipografía de caja. Actualmente son curiosidades de bibliófilo. No tienen colofón y algunos apenas alcanzan a indicar lugar y fecha. Narran pequeñas historias míticas o escenas que abarcan una situación desde un punto de vista exclusivo frecuentemente irónico. El segundo grupo está integrado por dos únicos relatos largos: Por los tiempos de Clemente Colling -1942- y El caballo perdido -1943-. Estas ediciones, ya que no de autor, son sí de amigo o de amigos. Fueron editados por González Panizza. En el primero de ellos consta una lista de las personas que contribuyeron a financiar la edición. Se trata de dos relatos en primera persona en los que se evocan diferentes momentos de la infancia y cuyos personajes dominantes son dos maestros de música. El primero se ciñe sobre todo en torno al organista Clemente Colling, el segundo rodea la figura de una maestra de piano, Celina, pero se inunda más intensamente del mundo infantil y al fin se disgrega como historia y pasa a analizar los procesos mismos del recuerdo. El último grupo lo integra el resto de su obra. Con Nadie encendía las lámparas (Sudamericana, 1947) la obra de Hernández aparece en las librerías de modo ya normal. Es el período de los cuentos cortos y, por lo general, fantásticos. El grupo está integrado por los reunidos en aquel volumen, por Las hortensias que se publicó en Escritura en 1949 y por La casa inundada, de 1960. A este grupo corresponden también algunos cuentos publicados en diferentes revistas y que no fueron todavía recogidos. Por fin, días antes de su muerte, que ocurrió en 1963, Hernández pudo ver la reedición de El caballo perdido. A ese título ahora se agrega, póstumamente. Tierras de la memoria, un texto que fuera anunciado hace tiempo y del que se desgajaron algunos relatos sueltos. Conservado siempre inédito, quizá a la espera de posibles retoques o ampliaciones, es hoy una contribución muy importante a su bibliografía. |
II - Una conciencia desdichada |
En algunas ocasiones se ha destacado en la obra de Felisberto Hernández, su calidad de memorialista, sus evocaciones del Montevideo de las primeras décadas del siglo. "Gran sonatista de los recuerdos y las quintas", dijo de él, por ejemplo, Ramón Gómez de la Serna. Y es lo cierto que hay páginas suyas, especialmente en Por los tiempos de Clemente Colling, que se nutren de una jugosa evocación de algunas estampas del Montevideo todavía aldeano de entonces. Su nombre tendría que verse, en ese sentido, en la perspectiva que le dan los de José Pedro Bellan, que lo precedió, y de J. C. Onetti y M. Benedetti que lo siguieron. Cada uno de ellos da, del Montevideo que evocan, una modulación muy propia y diferente, pero todas se nutren de una atenta visión de nuestro ambiente urbano. Sin embargo, y a pesar de la intensidad con que al principio de Por los tiempos de Clemente Colling hayan sido evocadas las quintas con glorietas y enredaderas de glicinas que bordeaban el recorrido del tranvía 42 —y es el pasaje que debe haber motivado la frase de Ramón Gómez de la Serna— o, en otros lugares del mismo libro o de El caballo perdido, algunos humildes interiores ciudadanos, no es este, en modo alguno, el centro de gravedad de su obra. La evocación del pasado, sea como ambiente, sea como historia personal —esto es: come evocación de su propia infancia y de los personajes que la rodean— no constituye el centro de su creación, aunque seguramente lo llevó a encontrar uno de sus centros. Hernández apoya en lo vivido para recordar, y usa sus recuerdos como el material más inmediato, pero no para trabajar sobre lo recordado sino sobre los modos de su evocación, sobre la relación de su presente con lo evocado, sobre el modo de asirlo de que dispone. Esta es la causa, creemos, de que no haya podido mantener una creación novelística como la iniciada en Por los tiempos de Clemente Colling más que a lo largo de poco más de un libro. Por ¡os tiempos de Clemente Colling es, todo él, un relato centrado en la evocación del músico ciego que fue su maestro, y aunque ofrece frecuentes desarrollos en los que el narrador centra sobre todo el interés en los modos de percepción del niño que fue, la figura de Clemente Colling y sus diferentes apariciones vertebran el relato, le dan su unidad y su coherencia, y hacen que, en definitiva, se mantenga anclado en lo real y en torno suyo derive el tiempo con la homogeneidad que un relato requiere. Yo creo que este libro, que Hernández publicó en 1942 y que contiene la historia más larga por él escrita, debe haberle dado una sensación de seguridad v de entusiasmo. El que escribió enseguida. El caballo perdido, que fechó en 1943, debió iniciarlo pensando que continuaría el mismo ciclo que el anterior. No porque fuera estrictamente su continuación —y entre otras cosas porque se refiere a hechos ocurridos antes que los que narra en Por los tiempos de Clemente Colling—, pero sí porque pudo pensarlo, de algún modo, como su complemento. Creo que en ese momento Hernández debió experimentar la alegría de haber descubierto su camino. Los libros anteriores, escasos, poco voluminosos y fragmentarios, habían quedado lejos (de 1925 a 31). Ahora acababa de realizar un libro cuyo volumen y cuya jugosa plenitud nada tenía que ver con aquellas pequeñas historias morosas y a menudo abstractas. El camino que había encontrado era el del recuerdo y la evocación. Debe haberse dicho: "Tengo que ahondar por aquí”. Así pienso que encaró El caballo perdido. Pero el libro que resultó no fue seguramente el que se propuso, aunque, a mi juicio, y seguramente, y antes, a juicio del propio autor, haya sido más importante que el que se había propuesto. Dije antes que su obra novelística alcanzó tan sólo a poco más de un libro. Me refería a Por los tiempos de Clemente Colling —el libro— y al principio de El caballo perdido —el poco más—. Porque en esta obra el decurso novelístico se interrumpe de pronto y no vuelve a recobrar ya más ni su condición lineal ni ninguna otra estructura supeditada directamente a las necesidades narrativas: a partir de un momento dado Hernández deja de dominar el tiempo o los tiempos de su narración. Sé que puede decirse de esta afirmación que se apoya en una cuestión de palabras, y sé también que puede llamarse novela a casi cualquier libro que esté escrito en prosa y evoque algunas cosas ya sea objetiva ya subjetivamente. Pero se entenderá que me refiero a la ruptura del libro como novela en la medida en que el narrador, que comienza evocando hechos de su infancia, se ve obligado a abandonar la narración de aquellos para quedarse detenido en el análisis de los procesos que en él se dan en relación con su esfuerzo de evocar. En la p. 45 de El caballo perdido, y después de una en blanco, el narrador inicia una segunda parte escribiendo: Ha ocurrido algo imprevisto y he tenido que interrumpir esta narración. Ya hace días que estoy detenido. No sólo no puedo escribir, sino que tengo que hacer un gran esfuerzo para poder vivir en este tiempo de ahora, para poder vivir hacia adelante. Sin querer había empezado a vivir hacia atrás y llegó un momento en que ni siquiera podía vivir muchos acontecimientos de aquél tiempo, sino que me detuve en unos pocos, tal vez en uno solo; y prefería pasar el día y la noche sentado o acostado. Al final había perdido hasta el deseo de escribir. Y ésta era precisamente, la última amarra con el presente. El relato se interrumpe. El narrador reflexiona sobre su modo de asir lo recordado y, simultáneamente, sobre su modo de despegarse del presente. El tiempo mismo pierde su homogeneidad, se fragmenta y se mueve en direcciones diferentes. Hay algo en su memoria que irrumpe con más poder que los hechos que inicialmente se proponía contar. El resto de El caballo perdido es un ahondamiento desesperado, tenaz, de esa situación. De pocos autores disponemos de textos tan críticamente significativos como éste. El significa simultáneamente uno de los pasajes más brillantes y más hondos de su prosa a la vez que un radiante testimonio de una crisis interior importante, uno de esos momentos cardinales que determinan una reordenación de la actividad creadora. Allí se gestó otro Hernández. Sin embargo el autor ya estaba pugnando por encontrar este camino desde antes. Esa situación que encuentra claramente —y en la que se hunde— a mitad de El caballo perdido ya la había rozado al comienzo de Por los tiempos de Clemente Colling. Es de una situación similar que surge precisamente aquel relato. El comienzo de Por los tiempos de Clemente Colling es una evocación de recuerdos difíciles de dominar. El predominio de esta carga de recuerdos que rodea al personaje, y del que éste emerge, dejó sus huellas en el título. En medio de una irrupción de recuerdos que al autor se le presentan como inevitables, la figura de Clemente Colling tarda en llegar. Las primeras líneas del relato dicen: No
se bien por qué quieren entrar en la historia de Colling ciertos
recuerdos. No parece que tuvieran mucho que ver con él. La relación que
tuvo esa época de mi niñez y la familia por quien conocí a Colling, no
son tan importantes en este asunto como para justificar su intervención.
La lógica de la ilación sería muy débil. Por algo que yo no comprendo,
esos recuerdos acuden a este relato. Y como insisten, he preterido
atenderlos. Y aún el autor reconoce que no domina esos recuerdos: ellos tienen para él una carga que se le impone pero que, a la vez, le es impenetrable: Además tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales se poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos: porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura: y esa debe ser una de sus cualidades. Y al fin una frase que denuncia, en esta actitud, una de las claves de su escritura: Pero no creo que solamente deba escribir lo que se, sino también lo otro. Cuando, al fin, Clemente Colling llega, el relato se encauza. Es cierto, sin embargo, que ondula varias veces yendo y viniendo, rondando en torno a su figura y demorándose a veces no sólo en recuerdos laterales sino en curiosas comprobaciones a propósito de la textura misma de sus recuerdos y de los modos como ellos interfieren con su presente modificándolo. Hasta el decurso del tiempo se altera. De esto hace más de veinte años. Ahora, mientras respiro sobre aquellos recuerdos, estoy sentado en un banquito rojo, echado sobre una mesita azul (…) En este tiempo presente en que ahora vivo aquellos recuerdos, todas las mañanas son imprevisibles en su manera de ser distintas. (...) Todas las noches, antes de dormirme tengo no sólo curiosidad por saber cómo será la mañana siguiente, sino cómo veré o cómo serán los recuerdos de aquellos tiempos. A veces me concentro tanto en ellos, que de pronto me sorprende este presente. Pero no sólo se altera el decurso del tiempo en cuanto a la narración, sino que —como en aquel pasaje crítico de El caballo perdido que comentamos— el narrador nos da testimonio de la vivencia de un tiempo que ha perdido su condición lineal, que se bifurca o polifurca en una intrincada madeja difícil de vivir. Ese sentimiento de estar enredado en el tiempo viene además acompañado del aflorar de una presencia interior que le es misteriosa y que lo arrebata al fluir de la propia vida. ...yo me echo vorazmente sobre el pasado pensando en el futuro, en cómo será la forma de estos recuerdos. Por eso los veo todos los días tan distintos. Y eso será lo único distinto o diferente que me quede del sentimiento de todos los días. El esfuerzo que haga por tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro, será como algo que me mantenga en el aire mientras la muerte pase por la tierra. Al revolver todas las mañanas en los recuerdos, yo no sé si precisamente manoteo entre ellos y por qué. O cómo es que revuelvo o manoteo en mi propia vida, aunque hablo de otros. Y si eso hago en las mañanas, no sé qué ha pasado por la noche, qué secretos se han juntado, sin que yo sepa, un poco antes del sueño, o debajo de él. Se pone aquí en evidencia algo que constituye una ambigüedad esencial de la narración y que sólo se supera en los momentos en que se apoya concretamente en la evocación de la figura de Clemente Colling. Son los momento en que esa figura está presente aquellos en torno a los cuales la narración se vertebra, y el libro pudo mantener su coherencia narrativa sólo en la medida en que estuvo dominado por aquella presencia. El pasaje citado nos hace evidente que el desarrollo de la obra ocurre como a lo largo de un camino de montaña desde el cual el narrador siente, a cada recodo del camino, la atracción de un abismo lateral, un abismo donde las formas y los sucesos tienden a desintegrarse y donde el mismo narrador puede enajenarse. ("Al revolver todas las mañanas en los recuerdos, yo no sé si precisamente manoteo entre ellos y por qué"). La materia misma de su narración, de sus recuerdos, es cuestionada; los tiempos recordados se infiltran y corroen estos que está viviendo, y la desintegración que motivan tiende a su vez a reverterse sobre la narración misma. Por eso el libro siguiente, que pretende evocar otros recuerdos —otra zona de sus recuerdos, deberíamos decir mejor— no encuentra ya figura concreta en torno de la cual aglutinarse y pierde coherencia narrativa para segregar, en cambio, materias de otra naturaleza. En este libro —El caballo perdido— el autor cuenta no sólo lo que sabe, sino, y sobre todo, lo otro como dice en frase que ya citamos, lo que busca, o lo que ni siquiera busca, sino que lo busca a él. Al hallazgo de esta otra materia aludíamos cuando expresamos que allí se había gestado otro Hernández. Atrapado en el tiempo, atento a lo que no sabe, a lo otro, el narrador pierde pie en el presente, y en todo caso sólo lo recobra, traspuesto, como promesa de otro recuerdo o de una modulación inesperada de un recuerdo conocido. El empuje hacia el futuro, que hace la vida, desaparece de su presente vital para nutrir tan sólo su escritura. El futuro sólo puede nutrirlo, paradójicamente, de pasado, de recuerdos: "El esfuerzo que haga para tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro, será como algo que me mantenga en el aire mientras la muerte pase por la tierra". Sólo mediante la elaboración y proyección de sus recuerdos puede afirmar la vida: la muerte acecha aquí en el presente de la tierra. Este modo de no querer pisar el mundo verdadero sino el recordado, tiene una extraña corroboración en algunos pasajes de Tierras de la memoria. Este libro, hecho todo él con jirones de recuerdos, de tal modo que cada cosa vivida aparece apenas como el cañamazo donde poder apoyar el dibujo de lo que antes se vivió, es una clara confirmación de esa disposición de Hernández. Pero además el autor llega a decir en él: Ahora pienso que en aquella época yo viajaba sin recuerdos: más bien los hacía; y para hacerlos intervenía en las cosas... (…) En el viaje en ferro-carril que hicimos desde Buenos Aires a Mendoza hice muy pocos recuerdos... Y durante esa página el autor escribe como si la vida valiera tan sólo como la única herramienta de que disponemos para crear recuerdos, y que éstos son los importantes, no aquella. Es claro que se trata de una negativa al mundo y a la vida, a no querer estar ya en ella. Aparece la tentación de usar la palabra escapismo. Sólo que resulta verdaderamente difícil explicar cómo opera ese escape. Tanto más cuanto, en general, allí donde se habla de escapismo suele haber alguien que se quedó atrapado, como en este caso. Porque esa es, me parece, la situación de Hernández; y ella es también, quizá, una de las razones por las que su obra nos resulta tan fuertemente significativa. Curiosamente, eso es lo que hace que este escritor, en cuya obra no encontramos ningún testimonio directo sobre la historia contemporánea, testimonie en cambio tan eficazmente —aunque de modo indirecto— sobre nuestro tiempo. Hernández no alude en parte alguna de su obra a cuestiones sociales ni políticas; no se entera uno, al leerlo, de nada que tenga que ver con la crítica historia contemporánea; no se sabe siquiera si existió la segunda guerra mundial ni si hay conflictos o tensiones que caractericen la vida de nuestra América Latina. Y aún al contrario: lo que evoca son estampas de la vida casi aldeana del Montevideo de las primeras décadas del siglo, lentos pueblos del interior, pequeños teatros con pianos destartalados, interiores morosos, caserones de otro tiempo. Pero no sólo la misma constancia de esa temática, sino también, y quizá más, el hecho de que todo ocurra en otro tiempo —aquel tiempo, dice él con frecuencia— que es casi el ille tempora de los mitos o las religiones, ya es muy significativo en el sentido que anunciamos. Porque aquel tiempo, ille tempere, es, por definición, un tiempo fuera de los tiempos, un tiempo fijado y sin decurso, sin otra movilidad que su invisible manar sin transcurrir, sin otra variedad que la voluntaria sustitución de las figuras que puedan poblarlo y que nunca serán presentes, que siempre estarán fuera del imprevisible acaecer y de la urgencia de una decisión. Hay otro tema, que es persistente en Hernández, y que nos muestra una muy curiosa extrapolación de esta atemporalidad de su obra: se trata de lo que llamaremos el "tema del espectáculo" que se da a propósito de varios de sus personajes. Estos se niegan al mundo como decurso natural e insisten en estar ante él como ante un espectáculo; o mejor: necesitan que los hechos les sean ordenados como espectáculo — y no como vida. El personaje de Menos Julia, que ya citamos, vive su semana a la espera del espectáculo táctil que se le ofrecerá el domingo en el túnel. Allí, la sucesión de objetos que su ayudante ha de prepararle tendrá que ser inesperada, relativamente desafiante: que tenga algo de adivinanza. Pero, sea como sea, lo que encuentre no tendrá consecuencias; ocurrirá, nada más, y es parte importante del juego que nada prepare su hallazgo ni nada pueda deducirse luego de él. Exactamente la misma actitud tiene el personaje de Las Hortensias: también él tiene ayudantes cuya tarea es preparar en las vitrinas de su casa escenas con muñecas: cada escena debe tener un significado que queda escrito en un papel que se guarda en un cajón. Luego que Horacio ha contemplado la escena, abre el cajón y lee la leyenda. Esta describe la situación y hace comprender mejor la escena, le da contorno. Pero a Horacio le interesa sobre todo la escena, que puede tener diferentes explicaciones -venir e ir de y a tiempos diferentes. A veces le parece adecuada la leyenda que encuentra, a veces no; pero de todos modos lo que más le importa es meditar sobre una instantánea que puede ser inscripta en una u otra línea de tiempo; en todo caso nunca vendrán de algo que tenga que ver con su vida, ni irán a su concreto futuro. Y, además, a él le gusta contemplar el espectáculo en las vitrinas; eso es fundamental, porque lo pone fuera del tiempo. En un momento el mismo Horacio dice: El hecho de ver las muñecas en las vitrinas es muy importante por el vidrio; eso les da cierta calidad de recuerdo... Es evidente que para el autor la formulación inversa sigue siendo válida: ver las cosas en el recuerdo es verlas en vitrinas, esto es, fuera del tiempo. Esta falta de temporalidad se manifiesta también en la misma estructura narrativa. Lo señalamos ya, a propósito de El caballo perdido, pero también es visible en la estructura esquemática de Tierras de la memoria, en la que el autor nos ofrece una sucesión de escenas que no son necesariamente interdependientes: son simplemente estampas que el recuerdo ofrece y aún, ellas mismas, están a veces como seccionadas. El autor da la sucesión, no el sentido de la sucesión; da los cortes, no la secuencia. En algún momento se omite totalmente el aspecto narrativo para acentuar la aparición de sucesivos pasados inconexos. Es característico que en un pasaje un párrafo empiece así: Después todos estaban de nuevo alrededor de la mesa... Esta visión de una historia realizada por cortes hace de la misma historia un espectáculo similar a los que quieren contemplar los protagonistas de los relatos arriba mencionados: algo que ocurre porque si; sin necesidad; sin tiempo del que emerjan y sin destino al que arribar. Pero si es significativo ese quedarse fuera del tiempo, más lo es todavía la conciencia que allí late. Es ella, sobre todo, la que proporciona aquel enérgico aunque indirecto testimonio de contemporaneidad: El autor puede hacer que sus temas se evadan de su tiempo, puede imaginarse en el otro, lo que no puede, si es auténtico, es escribir en otro lugar que en el que está. Puede no poder empuñar con su propia voluntad el derivar de este tiempo presente en el que vive, puede sentir que la calidad de su empeño de vivir no se acondiciona con la calidad de la duración que le ofrece el mundo en el que está inserto, y puede preferir mantenerse en el aire mientras la muerte pase por la tierra, pero no podrá evitar —no hay escape para eso— marcar la distancia a que flota u ocultarnos ese su flotar. En esto, si es auténtico, repetimos, no hay escapismo que valga. En realidad el escapismo debe referirse a un salirse de la conciencia de sí; no a huir de ningún lado ni de ninguna circunstancia, sino de la autenticidad. Eso hace que su rememoración no sea apacible sino conturbada. A la vez que descuida este mundo y huye en busca del otro, remoto —e imposible— no puede dejar de medir la distancia que los separa y la fuerza operativa que aquel tiempo que sueña tiene sobre este otro que está viviendo aunque no quiera. Y tanto más se contamina de irrealidad éste, tanto más se hace inasible, poroso a lo intemporal —y propiamente invivible— cuanto menos se atreve a postularlo en su concreto devenir presente, en su soporte vital único, en el único campo de las decisiones. Y tanto menos puede evocar con precisión y corporeidad el tiempo que recuerda cuanto más lo ansia como sustitución de este que vive, cuanto más le exige una condición envolvente de presente, cuanto más quiere anularlo en lo que realmente es, recuerdo, pasado. El escape se transforma en cárcel: el tiempo vivido no puede ser vivido nuevamente, y este que vive queda adulterado, enajenado por el empeño de incorporarle las vivencias del pasado. Por eso es tan grave la tensión en que el narrador está atrapado. Allí donde quiere soñar o inventar, el tiempo es otro y no siempre dominable, no corre con la homogénea textura que tiene sobre la tierra: sus direcciones se confunden, también su intensidad. El autor puede ir a dar a zonas donde dominen torbellinos y las corrientes lo arrastren haciéndole perder sus puntos de referencia. Esa es la situación que describe Hernández en El caballo perdido. Venía narrándose algo del tiempo —"aquel tiempo"— de sus relaciones con Celina, la maestra de piano, y de pronto se detiene. Ya cité el pasaje; veámoslo ahora hasta el fin del párrafo: Ha ocurrido algo imprevisto y he tenido que interrumpir esta narración. Ya hace días que estoy detenido. No sólo no puedo escribir, sino que tengo que hacer un gran esfuerzo para poder vivir en este tiempo de ahora, para poder vivir hacia adelante. Sin querer había empezado a vivir hacia atrás y llegó un momento en que ni siquiera podía vivir muchos acontecimientos de aquel tiempo, sino que me detuve en unos pocos, tal vez en uno solo; y prefería pasar el día y la noche sentado o acostado. Al final había perdido hasta el deseo de escribir. Y ésta era, precisamente, la última amarra con el presente. Pero antes que esta amarra se soltara, ocurrió lo siguiente: yo estaba viviendo tranquilamente en una de las noches de aquellos tiempos. A pesar de andar con pasos lentos, de sonámbulo, de pronto tropecé con una pequeña idea que me hizo caer en un instante lleno de acontecimientos. Caí en un lugar que era como un centro de rara atracción y en el que me esperaban unos cuantos secretos embozados. Ellos asaltaron mis pensamientos, los ataron y desde ese momento estoy forcejeando. Al principio, después de pasada la sorpresa, tuve el impulso de denunciar sus secretos. Después empecé a sentir cierta lasitud, un cierto placer tibio en seguir mirando, atendiendo el trabajo misterioso de aquellos secretos y me fui hundiendo en el placer sin preocuparme por desatar mis pensamientos. Fue entonces cuando se fueron soltando, lentamente, las últimas amarras que me sujetaban al presente. Pero al mismo tiempo ocurrió otra cosa. Entre los pensamientos que los secretos embozados habían atado, hubo uno que a los pocos días se desató solo. Entonces yo pensaba: "Si me quedo mucho tiempo recordando esos instantes del pasado, nunca más podré salir de ellos y me volveré loco: seré como uno de esos desdichados que se quedaron con un secreto del pasado para toda la vida. Tengo que remar con todas mis fuerzas hacia el presente". Casi todo cuanto hasta ahora vinimos afirmando encuentra su corroboración aquí: la atracción como de vértigo que le acecha al borde de la narración, la dislocación del tiempo, el desapego del presente y su inanidad (porque está como corroído por una inundación que viene de otro lado), y aún la tensión que mantiene en vilo al narrador. Porque a pesar de su esfuerzo por remar con todas sus fuerzas hada el presente, el único modo como este presente se cumple en él es como escribir. Y ciertamente hay algo que gravita más que esa parcela de su ser que escribe: Despegado casi totalmente de aquí, es allá donde encuentra algo que parece ofrecerle un poco de solidez: Hasta hace pocos días yo escribía y por eso estaba en el presente. Ahora haré lo mismo, aunque la única tierra firme que tenía cerca sea la isla donde está la casa de Celina y tenga que volver a lo mismo. La tierra firme, le tierra donde poder arrancar no está aquí, aunque escribe, pues su mismo escribir es un sumirse en el allá, buscar aquella isla que encontró mientras derivaba fuera de su tiempo de ahora. De ese modo el tiempo no le es dominable, no tiene textura homogénea; sus direcciones se confunden, y también su intensidad. La
revisaré de nuevo —escribe aludiendo a
la isla donde está la casa de Celina—: tal
vez no haya buscado bien. Entonces, cuando me dispuse a volver sobre
aquellos mismos recuerdos me encontré con muchas cosas extrañas. La
mayor parte de ellas no habían ocurrido en aquellos tiempos de Celina,
sino ahora, hace poco, mientras recordaba, mientras escribía y mientras
me llegaban relaciones oscuras o no comprendidas del todo, entre los
hechos que ocurrieron en aquellos tiempos y los que ocurrieron después,
en todos los años que seguí viviendo. No acertaba a reconocerme del todo
a mí mismo, no sabía bien qué movimientos temperamentales parecidos había
en aquellos hechos y los que se produjeron después; si unos y otros no
serían distintos disfraces de un mismo misterio. Esta desorientación de una conciencia que no se puede aposentar en su tiempo, es más representativa del mundo en que vive que una descripción directa del mismo. La discriminación de diferentes lugares del tiempo y de oscuras relaciones entre unos y otros, pone de manifiesto una situación que quizá pueda ser designada con la expresión hegeliana de conciencia desdichada. Los diversos lugares del tiempo se refieren normalmente a un presente que debería coexistir con el sujeto consciente y un pasado que se identifica como objeto. Pero pronto, y procurando un ahondamiento mayor en su búsqueda, el narrador pierde el punto de apoyo inicial y descubre otros puntos de vista en los que queda parcialmente instalado y que lo hacen objeto a él mismo. Ese es el proceso de la conciencia desdichada. Ya no predomina una vivencia básica, sino que ésta se estratifica en diferentes capas temporales, a la vez que el narrador se disocia en sucesivas reflexiones parciales de su propia vivencia. Lo vivido llega al presente como los fragmentarios y desorganizados reflejos de un espejo que cayera trizado a sus pies. El texto de Hegel que se refiere a la Consciencia desdichada dice así: "Esta consciencia desdichada, dividida en dos en el interior de sí misma, debe forzosamente —puesto que esta contradicción de su esencia es para ella misma una sola conciencia— tener, siempre, en una conciencia, también a la otra; y así ser expulsada inmediatamente y de nuevo de cada una en el momento en el que imagina haber llegado a la victoria y al reposo en la unidad. Sólo su verdadero retorno en sí misma o su reconciliación consigo presentará el concepto del espíritu vuelto vivo y llegado a la existencia" (F. del E. I, 176). Pero el narrador —y justamente al revés de lo que indica la última frase de Hegel— no entra, sino que precisamente, por el proceso que se describió, sale de la existencia. Podríamos haber aludido también, para referirnos a esta situación, al término de alienación que Marx acuñara ya en 1844 y que tan eficazmente sirve a E. From para caracterizar la vida contemporánea. Sólo que este término alude a un modo de desarraigo de la naturaleza y, por decirlo así, de sí mismo, a una caída en la inautenticidad; mientras que el hundimiento en la conciencia desdichada es consecuencia de la voluntaria búsqueda de una autenticidad que nos es impedida en nuestra relación con el mundo. La alienación es la pérdida de conciencia en una renuncia que la incluye a ella misma; la conciencia desdichada es el drama de la conciencia que busca en sí un último apoyo y vaga a tientas corriendo siempre nuevos telones, encontrando siempre diferentes, nuevos y endebles espejismos de sí misma: se encuentra como posibilidad y no como realización. |
III - El tema del doble |
Esta disociación insuperable —por eso precisamente desdichada—, se expresa en la narrativa de Hernández de modos diferentes y en diferentes grados de tensión. En varios de los pasajes que citamos pudimos comprobar directamente la existencia de esta situación. Pero también se da, de modo indirecto, pero no menos evidente, en algunas constantes temáticas. Observemos cómo merodea permanentemente en sus páginas un tema que no siempre se muestra por entero, pero que imanta muy fuertemente muchos sucesos y muchas imágenes: el tema del doble. Y fue una noche en que me desperté angustiado cuando me di cuenta de que no estaba solo en mi pieza: el otro sería un amigo. Tal vez no fuera exactamente un amigo: bien podía ser un socio. Yo sentía la angustia del que descubre que sin saberlo ha estado trabajando a medias con otro y que ha sido el otro quien se ha encargado de todo. No tenían necesidad de ir a buscar las pruebas: éstas venían escondidas detrás de las sospechas como bultos detrás de un paño: invadían el presente, tomaban todas sus posiciones y yo pensaba que había sido él, mi socio, quien se había entendido por encima de mi hombro con mis propios recuerdos y pretendía especular con ellos; fue él quien escribió la narración. ¡Con razón yo desconfiaba de la precisión que había en el relato cuando aparecía Celina! A mí, realmente a mí, me ocurría otra cosa. Entonces traté de estar solo, de ser yo solo, de saber cómo recordaba yo. Y así esperé que las cosas y los recuerdos volvieran a ocurrir de nuevo. Ese otro, ese socio que allí aparece y que fue quien escribió la narración, apenas advertido queda separado y el narrador se retrepa hasta otra posición desde la cual contemplar —unificándolas— las diferentes actitudes de su propio ser. Quiere lograr, de sus recuerdos, una calidad más pura que la que tienen los recuerdos meramente evocados para escribir (!). Su propia reciente escritura le muestra a su conciencia como mediatizada y mercantilizada —por el mismo hecho de escribir— en la captación que realizó, y por ello, para ahondar —para ser más auténtico—, se repliega más en sí: "Entonces traté de estar solo, de ser yo solo, de saber cómo recordaba yo". Fácilmente se advierte que se produce así una situación de equilibrio inestable, por la cual queda motivada una vertiente de infinitos desdoblamientos sucesivos: cada vez que uno de ellos acontece, es separado, se objetiva, y el narrador pretende encontrar otro lugar desde el cual ampliar la conciencia de lo que ocurre para operar su síntesis, pero el análisis vuelve a escindirla, y así se desarrolla el peregrinaje de la conciencia desdichada en una monstruosa partenogénesis de infinitos yoes interiores. Este proceso de disociación, que rodea el tema central del doble, caracteriza buena parte de la literatura moderna. En la literatura universal el tema del doble aparece vinculado al desarrollo del romanticismo literario, y creo que esa aparición está fuertemente determinada por los hechos que caracterizan el período histórico correspondiente. Desde la concepción del Fausto de Goethe y su formulación básica de las dos almas que anidan en su pecho, con la paralela figuración dramática de esa dualidad en los personajes de Fausto y Mefistófeles, el tema del doble inunda la literatura romántica y post-romántica en los más variados desarrollos y en todas las literaturas, desde Chamisso y Hoffmann hasta Musset y Poe, o Dostoiewski o Tomas Mann. Hay un elemento del alma moderno que queda expresado en este mito del doble que consiste en la expresión de una profunda discordia interior a la vez que en una paralela incapacidad para aceptar el mundo. La aparición de este tema en Hernández tiene una gravitación profunda y consecuencias importantes que analizamos más adelante. Ahora sólo queremos destacar los hechos que derivan más directamente de él. Por lo pronto el doble no sólo es visto sino que también nos mira. Somos sujetos en cuanto lo determinamos, pero objetos en cuanto nos determina. Si por un lado corrobora la disociación, y dificulta nuestra entrada en el mundo con una fuerza que pudiera asir y modificar —empuñar— lo real. por otro nos hace caer entre las cosas: nos mira y nos desanima o nos impone un alma en la que no nos reconocemos (nos atribuye, por ejemplo sólo uno de esos yoes disociados). En un pasaje que, en el texto de El caballo perdido sigue inmediatamente al último que transcribí, el Narrador alude a la comentada disociación de los tiempos, y termina indicando que él, en su presente, actúa por hilos movidos por alguien que está en su pasado, quizá la misma Celina: En la última velada de mi teatro del recuerdo hay un instante en que Celina entra y yo no sé que la estoy recordando. Ella entra, sencillamente; y en ese momento yo estoy ocupado en sentirla. En algún instante fugaz tengo tiempo de darme cuenta de que me ha pasado un aire de placer porque ella ha venido. El alma se acomoda para recordar, como se acomoda el cuerpo en la banqueta de un cine. No puedo pensar si la proyección es nítida, si estoy sentado muy atrás, quienes son mis vecinos o si alguien me observa. No sé si yo mismo soy el operador; ni siquiera sé si yo vine o alguien me preparó y me trajo para el momento del recuerdo. No me extrañaría que hubiera sido la misma Celina: desde aquellos tiempos yo podía haber salido de su lado con hilos que se alargan hacia el futuro y ella todavía los manejara. Es un ejemplo claro de una de esas situaciones en las que, una vez hallado un momento de conciencia diferente, éste se transforma en un punto de vista que se dirige sobre el mismo y lo enajena. Que ese proceso es una de las más fuertes raíces de la experiencia del tema del doble y que lo arrebata a la vida, queda expresado pocas páginas más adelante: Mientras yo no había dejado de ser del todo quien era y mientras no era quien estaba llamado a ser, tuve tiempo de sufrir angustias muy particulares. Entre la persona que yo fui y el tipo que yo iba a ser, quedaría una cosa común: los recuerdos. Pero los recuerdos, a medida que iban siendo del tipo que yo sería, a pesar de conservar los mismos límites visuales y parecida organización de los datos, iban teniendo un alma distinta. Al tipo que yo sería se le empezaba a insinuar una sonrisa de prestamista, ante la valoración que hace de los recuerdos quien los lleva a empeñar. Las manos del prestamista de los recuerdos pesaban otra cualidad de ellos: no el pasado personal, cargado de sentimientos íntimos y particulares, sino el peso del valor intrínseco. Después venía otra etapa: la sonrisa se amargaba y el prestamista de los recuerdos ya no pesaba nada en las manos: se encontraba con recuerdos de arena, recuerdos que señalaban, simplemente, un tiempo que había pasado: el prestamista había robado recuerdos y tiempos sin valor. Pero todavía vino otra etapa peor. Cuando al prestamista le aparecía una sonrisa amarga por haber robado inútilmente, todavía le quedaba alma. Después llegó la ser quien estaba llamado a ser: un desinteresado, un vagón desenganchado de la vida. Sólo se puede entrar en la vida si la conciencia supera aquella discordia interior. Recordemos: "sólo su verdadero retorno en sí misma o su reconciliación consigo presentará el concepto del espíritu vuelto vivo y llegado a la existencia" (Hegel). Si no, se está "desenganchado de la vida", como escribe Hernández. Pero esa discordia es difícilmente superable. En primer lugar porque allí donde no aparece el tema del doble se da, como sustitución, el tema de la fragmentación de la persona. La conciencia aparenta estar en paz consigo misma, reunida, pero contempla, del mismo narrador, partes autónomas. Ya vimos, en El caballo perdido, algunos momentos en que la discordia se expresa así; es el caso, por ejemplo, de los pasajes en que "los dedos de la conciencia" buscan entre raíces: "Por último los dedos se desprendían de la conciencia y buscaban solos" (ECP p. 66). O los pasajes que se refieren a sus recuerdos como seres que deambulan con intención propia dentro de él. Así escribe de sus recuerdos y dice que quienes los habitaban —es decir, las personas recordadas— "a pesar de ser dirigidos por quien los miraba (el mismo Narrador) y de seguir con tan mágica docilidad sus caprichos, tenían escondida, al mismo tiempo, una voluntad propia llena de orgullo". En el camino del tiempo que pasó desde que ellos actuaron por primera vez —cuando no eran recuerdos—, hasta ahora, parecía que se hubieran encontrado con alguien que les habló mal de mí y que desde entonces tuvieron cierta independencia; y ahora, aunque no tuvieran más remedio que estar bajo mis órdenes, cumplían su misión en medio de un silencio sospechoso; yo me daba cuenta de que no me querían, de que no me miraban, de que cumplían resignadamente un destino impuesto por mí, pero sin recordar siquiera la forma de mi persona: si yo hubiera entrado en el ámbito de ellos con seguridad no me hubieran conocido. Y así se independizan y viven en él, autónomamente, recuerdos, imágenes y hasta percepciones. Un hermoso ejemplo de esto último es el que aparece al comienzo de El caballo perdido. En el instante de llegar a la casa de Celina tenía los ojos llenos de todo lo que habían juntado por la calle. Al entrar en la sala y echarles encima las cosas blancas y negras que allí había, parecía que todo lo que los ojos traían se apagaría. Pero cuando me sentaba a descansar —y como en los primeros momentos no me metía con los muebles porque tenia temor a lo inesperado, en una casa ajena— entonces me volvían a los ojos las cosas de la calle y tenía que pasar un rato hasta que ellas se acostaran en el olvido. Lo
que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque
los árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas
estaban cerca, escondidas detrás de los ojos. Y yo de pronto sentía que
un caprichoso aire que venía del pensamiento las había empujado, las había
hecho presentes de alguna manera y ahora las esparcía entre los muebles
de la sala y quedaban confundidas con ellos. Por eso más adelante —y a pesar de los instantes angustiosos que pasé en aquella sala— nunca dejé de mirar los muebles y las cosas blancas y negras con algún resplandor de magnolias. . Y aunque ya vimos ejemplos de como los recuerdos viven en él con independencia, quiero citar un breve pasaje motivado por la contemplación de un alfiler de corbata que le trae diferentes recuerdos: "Al principio, mientras yo lo daba vuelta entre mis dedos, pensaba en cosas que no tenían nada que ver con él; pero de pronto él me empezó a traer a mi madre, después a un tranvía de caballos, una tapa de botellón, un tranvía eléctrico, mi abuela, etc., etc.". Y el narrador explica: Todos estos recuerdos vivían en algún lugar de mi persona como en un pueblito perdido: él se bastaba a sí mismo y no tenía comunicación con el resto del mundo. Desde haría muchos años allí no había nacido ninguno ni se había muerto nadie. Los fundadores habían sido recuerdos de la niñez. Después, a los muchos años, vinieron unos forasteros: eran recuerdos de la Argentina. Esta tarde tuve la sensación de haber ido a descansar a ese pueblito como si la miseria me hubiera dado unas vacaciones. Pasajes muy similares pueden leerse también en Tierras de la memoria. Pero el autor también objetiva como partes autónomas e independientes las ideas, los pensamientos: Ella
me preguntó cómo eran esos pensamientos, y yo le dije que eran
pensamientos inútiles, que mi cabeza era como un salón donde los
pensamientos hacían gimnasia, y que cuando ella vino todos los
pensamientos saltaron por la ventana. Esa autonomía de algunos sectores de la vida mental viene indicada, naturalmente, por la índole de las imágenes de que el escritor se vale para aludir a ella, pero eso es precisamente lo que nos importa: que el modo de expresar la experiencia ponga de manifiesto justamente el matiz que nos parece más representativo. Lo que más profundamente detecta la vivencia de los hechos es su reflejo en el plano imaginario. Ya hemos visto el desarrollo frecuente de este tema en textos de El caballo perdido. En textos posteriores este elemento se mantiene y frecuentemente se modula de modo aún más enérgico. Como ya indicamos, la obra de la última etapa tiende a desarrollar como temas objetivos los que primero se formularon como metáforas o imágenes. Y bien: esta conciencia dividida llegará a motivar una división o autonomía de partes del cuerpo en la invención narrativa. Tierras de la memoria ofrece también otros ejemplos de esta imaginación disgregadora. A veces se trata de la desaparición de los objetos, de los que sólo quedan cualidades disociadas: todos estábamos alrededor de una mesa muy larga; una luz fuerte caía de la pared y daba sobre el blanco del mantel, donde estaba repartido el brillo de las copas, donde habían quedado parados los colores negros de las botellas de vino... A veces se trata de una descripción en la que las partes integrantes de un conjunto adquieren vida independiente. Es el caso de la descripción de la cara de la recitadora: Las partes de la cara de la recitadora no parecían haberse reunido espontáneamente: habían sido acomodadas con la voluntad de una persona que tranquilamente compra lo mejor en distintas casas y después reúne y acomoda todo con gusto y sin olvidarse de nada: allí estaba todo lo necesario para una cara. En la casa de los ojos había elegido un par grande, de color azul y se había fijado bien si su mecanismo estaba perfecto; con seguridad que los habría probado dándolos vuelta para todos lados; en la casa de las bocas se había elegido una de tamaño regular, pero cómoda, etc.. .. Naturalmente que esto le permite luego el desarrollo de un tema secundario del que muchas veces saca partido a lo largo de su obra y que es como el negativo del que venimos comentando: el análisis de la armonía entre las diferentes partes que primero disoció y supuso aisladas, para sorprenderse después por su coordinado juego. En el pasaje a que ahora aludimos no pierde la oportunidad. Primero desgajó a la recitadora en diferentes elementos; luego se maravilla del espectáculo armónico que supone su representación: En un instante en que yo observaba su estrategia combinada —que era cuando iba elevando los brazos, entornando los ojos y deteniendo las palabras en los labios— mis ojos se habían quedado en su boca. Al mismo tiempo que casi había cerrado del todo el escape de su voz, el labio superior había hecho una onda hacia un lado de la boca y expresaba la angustia de un escepticismo romántico. En los últimos estertores del poema, daba vuelta los ojos hacia el cielo y los párpados movían lentamente las pestañas como esclavos abanicando a un rajá. (.….. ) En el paño encorpado de aquel vestido se veía ondular un oleaje color vino; y esas ondas eran lentas, aún en los instantes en que de pronto subía la marea y sorprendía la rotación de aquellos grandes volúmenes. En un lado de la pollera había una fila de botones; el oleaje los hacía aparecer y desaparecer como a los corchos de un aparejo. A mis ojos se les ocurrió ir hasta el otro extremo de ella y ver sus brazos, que eran muy blancos y se elevaban más allá de mi cabeza; mis ojos hicieron ese recorrido, como si hubieran ido desde el mar hasta las nubes. La actitud del narrador ante los jirones de recuerdo que evoca es sensiblemente vinculable a la de los personajes que necesitan de aquellos espectáculos a que ya hicimos referencia. En ambos casos los sucesos son presentados luego de haberles extraído el hilo conductor que les daría sentido, destino. Esa actitud disgregadora culmina, además, naturalmente, en la aparición del otro gran tema conexo: el del doble. Tierras de la memoria contiene varias páginas —que nos es imposible transcribir aquí por entero— donde aquel subyacente tema del doble aflora y se expresa en una disociación entre el narrador y su cuerpo: es el notable pasaje que empieza: Yo nunca tuve mucha confianza con mi cuerpo; ni siquiera mucho conocimiento de él. Mantenía con él algunas relaciones que tan pronto eran claras u oscuras; pero siempre con intermitencias que se manifestaban en largos olvidos o en atenciones súbitas. En casa lo habían criado como a un animalito, le tenían cariño y lo trataban con solicitud. Y cuando yo emprendía un viaje me encargaban que lo cuidara. Al principio yo iba con él como con un inocente y me era desagradable tener que hacerme responsable de su cuidado... El mismo tema vuelve al fin del relato: De pronto se me ocurrió ir a buscar una silla. Esta idea me la había provocado mi cuerpo, quien desde hacía rato me venía cargoseando con su cansancio, (...) Al mismo tiempo pensé en el coloquio que yo tendría con mi angustia si me desentendiera del cuerpo; sentándolo en una silla, él se ocuparía de digerir las empanadas y el vino, y me dejaría tranquilos a mi angustia y a mí. Pero a último momento el cuerpo se me echó atrás. Nos interesa subrayar este hecho porque la autonomía de miembros, partes del cuerpo o energías físicas aparece como un término medio entre la disociación de la conciencia y la formulación del tema del doble. Se trata en realidad de diferentes modulaciones expresivas de una misma experiencia o situación básica. Recordemos que el punto de arranque para El doble de Dostoiewski fue La nariz de Gogol; recordemos que el primer texto que insinúa la aparición del tema del doble en G. de Nerval es su obra temprana. La main de gloire (en la que se narra la historia de alguien cuya mano se comporta autónomamente y en contradicción con la voluntad de su dueño). En Felisberto Hernández hay también momentos en que esa disociación se realiza de modo corpóreo. Así, por ejemplo, los ojos de El acomodador (en Nadie encendía las lámparas) que miran con su luz, que iluminan —a pesar de la voluntad de su dueño— con la luz verde de su mirada. O los miembros del caballo de La mujer parecida a mí (ídem): Mi cuerpo no sólo se había vuelto pesado sino que todas sus partes querían vivir una vida independiente y no realizar ningún esfuerzo, y una página más adelante: Tuve la idea de que algunas partes de mi cuerpo se habrían quedado o andarían perdidas en la noche. En el último cuento de Nadie encendía las lámparas. Las dos historias, el tema del doble aparece modulado a dos niveles diferentes. La historia alude con insistencia a la disociación temporal que ya conocemos de El caballo perdido: Hace un momento recordaba al tipo que yo era aquella noche y cómo era mi indiferencia. También imaginaba que si el tipo mío de ahora le dijera al tipo mío de aquella noche... Así consta en una de Las dos historias: la escrita por el personaje de la otra (Primera disociación). Pero, dentro de esa misma historia, el personaje tuvo un rival al que desplazó, y, aún, él mismo ve rota su relación con la mujer que ama porque el mismo se desdobla: parecía
que en ese mismo momento hubiera tenido dentro de mi un personaje que
hubiera salido al exterior sin mi consentimiento (...) Pero enseguida sentí
que otro personaje, que también se había desprendido de mí, había
quedado mirando en la misma dirección en que antes caminaba, que quería
predominar sobre el anterior y que me empujaba hacia adelante.
Si estos dos personajes no tenían
sentido y querían huir, era porque yo, mí personaje central, tenia el
espíritu complicado y perdido (Yo subrayo). Este pasaje, que es una clave del cuento (y una de las claves de la narrativa de Hernández) nos pone bien en evidencia que Las dos historias son una tentativa de objetivación —no resuelta— de la misma disociación que tan rica fue, en otro plano, para E! caballo perdido. Las dos historias no encontraron una eficaz conformación imaginaria para el conflicto que la nutre y que no pudo ser superado, de modo que éste quedó en pie corroyendo su estructura. Pero el mismo fracaso es significativo, porque nos enfrenta más directamente a la situación motivadora, que es ese mismo "espíritu complicado y perdido" a que el autor alude. La situación es similar a la que aparece en Lucrecia (en Las hortensias y otros relatos), donde también se da una situación temporal: el personaje está recordando un episodio de un pasado remoto (en el Renacimiento), desde donde recuerda a su vez su vida de antes en un futuro muy lejano (en el siglo XX). Y a lo largo del cuento advertimos que esas épocas que así se cruzan en su conciencia objetivan su disociación interior. El tema del doble queda además aludido directamente en el relato en pasajes muy claros; en un caso es solamente una insinuación que se borra en cuanto el narrador se siente a sí mismo: De una puerta salió un hombre que dio unos pasos a mi lado y en seguida entró en otra puerta y se dejó caer en una silla. Llevaba capa verde y pluma roja en un gorro caqui. No sé por qué pensé que aquel hombre era yo y que yo tenia que seguir en sus asuntos. Pero de pronto me sentí caminar... Pero en otro pasaje el mismo tema se indica expresamente de manera más dramática y con explícito terror: A mi lado había un tipo vestido de azul y sentí como un terror de que aquel traje fuera mío y que yo llegara a ser aquel tipo. El entrecruzamiento interior de los diferentes tiempos, el mismo que ya estudiamos en El caballo perdido y en otros textos suyos, se objetiva ahora en las ropas de época que provocan el sentimiento directo de la posibilidad de desdoblamiento. El interés de estos pasajes consiste en que ponen más en evidencia las relaciones que vinculan el tema de la desorientación temporal con el tema del doble y en que éste queda aquí expresamente aludido. Ya recordamos que se trata de una variante de un tema moderno cuya eclosión ocurrió hacia el 800. Y también indicamos que esas características de escisión y confusión otorgan buena parte de la vigencia presente de Hernández. No, naturalmente, porque nuestro tiempo sea el 800. Por un lado insinuamos ya que el tema, aunque desarrollado violentamente entonces, mantuvo su vigencia hasta hoy; pero por otro lado debemos señalar que si atribuimos a ese tema un valor dado como expresión de la situación conflictual en la que el hombre se halla en relación con su medio, si expresa un desacuerdo básico con la sociedad que fatalmente integra, pero con la que no puede en realidad integrarse desde la plenitud de su ser, es natural que aparezca también entre nosotros hacia el año cuarenta, esto es, cuando se están dando en nuestra sociedad caracteres que dominaban la europea desde hace más de un siglo. Dejando de lado características sicológicas individuales que no queremos considerar aquí, es muy difícil imaginar el tratamiento de estos temas en escritores anteriores en sólo cincuenta años pero americanos. Piénsese, por ejemplo, cómo el tono épico y afirmativo, de drama aceptado, de la narrativa de Acevedo Díaz, por ejemplo, está vinculado a la cabal inserción del autor en la sociedad de su tiempo, a su integración en el cuerpo social que le permite un total despliegue de su destino en acuerdo —o en lucha— con su contorno. La vida es vista, allí, desde la plenitud de las decisiones. Pero, desde 1890 hasta 1940 los tiempos giraron violentamente. Para el escritor que consideramos el cuerpo social que lo determina es más envolvente y difuso, más opacamente resistente, se hace impenetrable no como un muro sino como un arenal; contra el muro empeñamos nuestra fuerza, en el arenal nos perdemos entre espejismos e inseguros horizontes. Es el espíritu complicado y perdido, es la angustia. |
José Pedro Díaz
Felisberto Hernández
Tierras de la memoria
Arca, Montevideo.
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