Rufina
Daniela Hehus

¨Ahora bien; basta que dos personas sorban los 
deleites de la vida de un modo anormal
para que se comprendan tanto mas íntimamente
cuanto mas extraña es la obtención de goce.
Se unirán enseguida excluyendo toda otra pasión
para aislarse en la dicha alucinada de un 
paraíso artificial…¨

H. Quiroga; ¨El infierno artificial¨ ; (1917)

Casi llegando a la ría, por el camino de los comercios y de los turcos vive desde hace años la familia Ferras. Estacionados en el tiempo, seguidores de recia obediencia a las costumbres del bien, pasan sus años en incorrupta rutina pueblerina que los llena de orgullo y les marca cada día mas el camino que va desde la comisura de la boca bajando hacia el mentón en actitud solemne y cada vez mas duro. Esta es la marca que confirma que el lema de la casa se obedece de forma activa, que allí no se falta ni se ha faltado nunca a la sagrada moral pueblerina.

Tuvieron una hija y nada mas, no fornicarás! La madre se vió desde muy temprano incapaz de responder a las demandas de la niña que quería de todo una respuesta y la manera alegre con la que decidió crecer era demasiado estrepitosa para su mente pequeña, pobre mente encuadrada y podada por partes a través de los años. Hija de la norma y de la obediencia, vivía al compás que le marcaban los salmos de turno y los mandamientos y el movimiento mas grácil que alcanzaba su persona eran las continuas persignaciones ante todo cuanto se desviara de la palabra divina.

Lo cierto es que un día invadida de incomprensión ante un mundo que inevitablemente devenía diferente por la creciente influencia de las nuevas ideas que desde las ciudades invadían los pequeños pueblos, donde ahora las explicaciones eran dadas a la sombra de algo maligno llamado ciencia su estrecha mente gris decidió retirarse del mundo amenazador que la rodeaba, un mundo terrible donde ella era solo una parte que obsoleta quedaba en el desuso y el olvido. Así, se sumió en una especie de estado de ensueño y simplemente calló un día y partió con su mente cada vez mas angosta a un lugar donde más nadie pudo llegar. Entregada a un grave mutismo de mente y cuerpo.

Todos los que la vimos alguna vez, esperamos o queremos creer que en su nuevo mundo sin gente, sin comunicación ni intercambio su gris totalidad halla adquirido al menos algún tono de cualquier color.

Así entonces quedó, hibernada, en un estado de profunda huida hacia el mismo interior de su Yo más primario.

La hija quedó al cuidado del padre luego de internar a la mujer-planta.

El padre era un hombre de rectitudes insobornables que fueron de a una cediendo, un poco por el amor que le tenía y otro poco porque ya golpeado por la vida, se agotaba y deprimía con ferocidad.

14 años tenía Rufina cuando vió partir a su madre ocupado su cuerpo y su mente por mundos demasiado lejanos, imposible para ella de alcanzar. La vió entrar en profunda analgesia y con mucho miedo a preguntar la miró ir, cubriéndose de capas varias, cada una de ellas hecha con diferentes materiales de dolor donde crecería sola e íntima esperando un día poder responderse a si misma, evitando el miedo a preguntar y la vergüenza de saber al escuchar.

El hijo mayor de los Figueroa observó todo el acontecimiento y supo cada detalle de todo lo que sucedía en la casa Ferras, como bien manda la ley no escrita de un buen pueblo chico y convencional que se jacta de tal.

Ya casi pisaba los treinta y acababa de terminar sus estudios de contador público en la gran ciudad Universitaria a 40 km del pueblo. Así era que sus aires y sus ojos miraban mucho mas allá de su pueblito natal al cual sentía diminuto e insignificante, al punto tal de sentirse sofocado como inserto a la fuerza en un minúsculo corset de señorita que lo oprimía y no lo dejaba ser como había aprendido y admirado de sus pares allá en la gran ciudad que con su dinámica siempre en movimiento lo hacía sentir como un gran señor a la moda. Su rutina en la ciudad era la de visitar con sus amigos bares y cafés donde debatían temas de importancia capital. Hablaban criticando intensamente todo al limite, fervientes, dueños de nuevas certitudes pocas veces claras, exaltados, repetitivos y borrachos con la vista borrosa y el discurso lento, arrastrando vocales y consonantes sin ningún nervio de ello, atolondrados por el láudano, sulfonal, brional, cloroformo o lo que hubiera que sirviera para hacer subir y bajar sus mentes letradas y ávidas de conversa transgresora e intelectual.

En aquel momento aun viajaba seguido a la ciudad pero cada vez encontraba menos excusas ya que su deber era asentarse y ejercer de lo suyo en su pueblo y así cumplir con la imposición inapelable del padre.

Un día en uno de sus acostumbrados paseos se detuvo en un banco que daba de frente a la ría callada y marrón. Quiso tomar un poco de aire que lo sacara lentamente de su sopor de morfina semanal que traía en cada viaje de la ciudad. También elegía este lugar porque al no ser tan transitado por la gente del pueblo, podía rascarse todo el cuerpo sin esconderse ya que la picazón se volvía irrefrenable; desagradable efecto que causa la morfina una vez que pasa el efecto primero.

Recién ahora lejos del barullo de los bares y de las luces, lejos de sus pares de alta intelectualidad sentía distintos los efectos. Ya no era igual. Ahora estaba habituado, solo y sin público y habiendo cambiado de entorno comenzaba a vivir sentimientos de poderosas nadas que lo invadían sin piedad. Ya no era lo mismo, la exaltación, el juego y la magia de las narcóticas reuniones de bares y cafés desaparecían, y atolondrarse y balbucear solo no era ni mundano ni moderno y esa realidad lo dejaba agobiado, angustiado y sin voluntades.

Fue ese día de resacoso letargo que la vió pasar justo frente a él y la siguió observando en su lento caminar. Y a pesar del sopor de sus sentidos supo ver en ella de forma muy clara todas sus capas superpuestas una sobre la otra mientras caminaba sin rumbo por el borde de la añeja ría. La vió arrastrando tras de sí, casi queriéndolo y no su profunda oscuridad como otra parte mas de su cuerpo y al compás de su gracia al caminar se movía con un atractivo nunca antes visto por el, esbelta como lo era ella, hermosa en su dolor.

Y así quedo el contador por largo rato con la mirada perdida en la esquina por donde Rufina dobló y desapareció. Todavía aletargado por los restos de morfina y aprovechando el estado semi idiota en el que lo dejó Rufina desertó de levantarse del banco para ir por el resto que le quedaba para inyectar.

Durante los siguientes días no faltó ni un solo atardecer al mismo banco de la ría por donde sin levantar la mirada ni una sola vez, aquel día la encontró.

Al tercer día la ansiedad de verla pasar oscura era más fuerte que todo lo demás. Entonces siguiendo la costumbre de la época y el lugar y dejando de lado su moderna actitud de ciudad, se vistió, preparó un deformado discurso y se encaminó donde los Ferras con toda la ley de lo formal.

Se presentó al padre como debe ser, pidiendo su consentimiento para visitar la casa los días y el tiempo que éste creyera conveniente, de manera de poder cortejar debidamente a Rufina.

Rufina callada escuchaba la conversación inmóvil desde la puerta de la cocina como una crisálida, Rufina como una cebolla de interminables capas que te hacen llorar.

 

Para aquél padre la noticia no pudo ser mejor. El contador del pueblo pretendía a su hija, lo cual haría olvidar por un rato en las mentes mezquinas de las vecinas la desgraciada condición de la madre introyectada y mutante que yacía lejos de cualquier salvación en el hospicio para locos donde para siempre quedó, por suerte muy lejos de ellos, ¨los normales¨. La familia volvía a ser honorable, nombrada e importante.

Así fue que comenzaron a verse de a poco. El quedaba siempre mudo por largo rato, perturbado, descubriéndose completamente falto de ideas y personalidad sintiéndose osco y muy torpe aunque plenamente deseoso de toda ella.

Al principio pensó en salvar y salvarse buscando abrir una brecha en la armadura de Rufina. No logró ni siquiera intentarlo, se sentía ferozmente atraído por ella y su tranquila oscuridad y omitiendo definitivamente lo que quedaba de él quiso desesperadamente ahondar en su sombra, ser parte de su oscura estela sin molestar. Y ya no quiso luz ni vivacidad. Solo quiso sumergirse en su mundo libre de colores, quiso ser comido, engullido por ella. Y la adoró en todas sus formas, adoró sus silencios, adquirió sus ritmos y quiso ser él también hombre-cebolla con la esperanza de llegar a su centro y confundirse en la penumbra de sus complejos pensamientos como analgesias para el dolor.

Algunos meses pasaron y el contador debió viajar a la ciudad. Ya no se sentía atraído por las eufóricas reuniones, pero el recuerdo del olor a cloroformo y la nostalgia de sus efectos lo tentaban y lo hicieron volver. Al principio sus capas artificiales de hombre-cebolla le hacían retroceder pero después de unas pocas horas de mundito de ciudad, su débil naturaleza lo hizo volver más ávido que nunca a sumergirse en el mareo, a volver al letargo y al aturdimiento y por dos días no salió del bar.

Cuando por fin la culpa y el remordimiento lo invadieron se recuperó como pudo y volvió al pueblo decidido a compartir con Rufina a modo de comunión, un poco de su benigna enfermedad convencido de que ésta seria la forma de despegar en tan particular encuentro alguna de las capas que envolvían a su mujer-cebolla.

Y en un viñedo a 3km del pueblo destapó el frasco de cloroformo frente a Rufina que sin dudar aspiró varias veces sin preguntar, sin vacilar como cualquier veterana de ciudad y con toda la euforia que dan los años a esa edad.

 

Y vió los viñedos pequeños e inmaduros crecer e hincharse a la misma vez que sus ojos y labios. Sintió la tierra desnuda, negra y húmeda. Descubrió semi-sonriente el verde brilloso de las hojas de parra como manos extendidas. Aspiró el aire puro del campo a todo pulmón y a todo pulmón siguió aspirando del frasco. Y quiso sentir la textura del barro y de cara al cielo que atardecía sintió que Dios la tocaba y la elegía, que la halagaba y la suspendía, mecida entre sus manos divinas.

Rodó por el piso, arrancó las uvas inmaduras, rió, babeó y lloró, miró a su alrededor una vez, abría mucho los ojos ahora de un brillo algo raro y cristalinoso, de nuevo miró a su alrededor dijo algo parecido a una oración y corrió. Corrió por el viñedo, al principio equivocó el camino, pasó por encima de charcos de agua podrida y barro, saltó un alambrado y siguió corriendo en dirección opuesta al pueblo por el camino que va a la montaña y siguió y desapareció siempre corriendo por el sendero de piedras apenas marcado por las mulas que por allí pasan desde hace ya mucho tiempo.

A los dos días de desaparecer Rufina el padre recibió la carta en papel membretado y duro donde explicaban las monjas que allí estaba Rufina decidida por voluntad propia y apasionada convicción a permanecer luego del noviciado consagrada al servicio exclusivo de Dios. Decía también que el convento de San Francisco de Valdediós, estaba orgulloso y ávido de recibir a tan ferviente y amorosa criatura de Dios y que la dote por la clausura de Rufina debía ser entregada en fecha y forma que se detallaban a continuación.

No existió manera alguna de que el padre pudiera interceder en aquella situación. Agotó todos los medios a su disposición y al final, entregado, tuvo que aceptar lo que para él era una aberración. Lo peor de todo fue que nunca más la volvió a ver desde aquella tarde en que dio su consentimiento para que fuera de paseo por los viñedos con el contador. Los miró salir desde la puerta en dirección al campo mientras pegaban pequeños saltos llenos de emoción. Y se sintió bien.

El día de la consagración religiosa de Rufina llegó. Acompañado de una tía, el padre de Rufina se dirigió puntual hacia el convento de San Francisco de Valdediós. Apenas alcanzó a verla a través de una reja desde donde ella solamente lo miro sonriendo de una manera respetuosa y distinta despoblada de toda oscuridad.

Después de un largo rato dedicado a la oración, se llevó a cabo la ceremonia siempre detrás de la reja y en completo silencio.

Así, fueron pasando de a una las novicias, primero sobre el piso y con los brazos en cruz se arrepentían y hacían el santo juramento que las uniría para siempre a Dios.

Al rato todo terminaba. Y así en su nuevo envoltorio que fue el claustro separado del mundo por gruesos muros y elevadas plegarias, envuelta en nuevas capas superpuestas una sobre la otra, allí quedó.

Se supo del contador que regresó y se instaló en la ciudad. Sus emociones habían cambiado, eran otras sus ideas y conversaba lejos de la exaltación de una manera densa. Con la noche como único amor se lo veía declinar hacia algo singular y eso era lo único evidente en él. Por lo demás, ya había perdido todo interés y poco a poco se fue quedando solo. Lo único que hacía era esperar que llegara la tarde, el horario en el que abrían los bares. Y allí se lo veía todo el día, todos los días, casi siempre solo y raras veces con alguien que por un rato nada más aceptaba escuchar su miserable historia personal. Raras veces se lo veía escribir mientras destapaba generosos frascos de cloroformo y en esos momentos automáticamente siempre se le acercaba alguno a mendigar un poco de aquello que el compartía por soledad.

La mayoría de las veces cuando llegaba la hora de cerrar el bar, el pedía quedarse y era tal la sensación de penuria y necesidad que transmitía que los dueños de los bares resignados y cansados le dejaban la llave y nada mas le pedían cuidar el lugar. Al día siguiente allí lo encontraban siempre durmiendo o bebiendo o lo que fuera que lo mantuviera en su camino a la extinción...

Fue en una de esas tantas tardes que sobre una de las mesas del bar apareció muerto. Lo encontró el dueño del lugar con la boca muy hinchada y rígido el cuerpo. Inmóvil para siempre, atrapado en la certidumbre fantasma de su propio infierno personal.

Daniela Hehus

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