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Perfil de un hombre contemporáneo
Cinco episodios memorables en la historia de Estigarribia
Eduardo Víctor Haedo

El Desfile de la Victoria. — «La expiación de la grandeza». — Su vida en el exilio. — La Paz del Chaco. — Su reivindicación y su muerte. 

El 22 de Agosto de 1935. Todo Asunción estaba en la Avenida Colombia, convertida en Champs Elysées, con su Arco de Triunfo, bajo el cual había de pasar el Ejército que regresaba, victorioso, del Chaco. Lo vi desfilar. Horacio Fernández, hacía de dueño de casa en el palco destinado a los legisladores[1]. Desde una hora antes nos había hecho la descripción de los Héroes. A todos los conocía. En sus defectos y en sus virtudes. Junto a ellos había encanecido en pocos meses. Le costaba creer que, de verdad, había cesado la matanza. En el Paraguay la paz es lo anormal; el combate, la disputa salpicada de sangre, es casi una ley inexorable. ¡País sin suerte! se ha dicho. No; ¡país que no ha podido gozar de la suerte! porque cuando la tiene, o desde afuera se la intentan cambiar o desde adentro se la deshacen. Manantial que da agua, sin reparar en quien ha de beberla, y que la sigue dando, aunque —no se sabe quien... ¡fatalidad o inadaptación!— se empeñe en segar su matriz... 

Demora el desfile. ¿Qué sucede? Se advierte la intranquilidad de parecer que están tranquilos. Ahora que ha «estallado» la paz, las dificultades se acumulan. Pero, lo ocurrido, ha tenido rápida solución.

El General no entra en la ciudad, si se insiste en que abran la marcha charangas que exalten con dianas la presencia de la victoria. Debo pensar —ha dicho—, no en los que traigo conmigo, sino en los que quedaron, cuyas madres encresponadas saldrán al paso demandando: ¿porqué?... ¿porqué?...

Ya están en lo alto de la colina. Vienen. ¿Cuál es? ¿Dónde está? ¿Cómo marcha? ¿Qué hace? Ni una bandera. Ningún signo guerrero le precede. Son las nueve de la mañana. Apenas si un poco de sol regala ternura. Todo se ha vuelto sobriamente emocionante. No hay vítores. Una compostura religiosa domina el ambiente. De pronto, aquellas doscientas mil personas se han quedado mudas. Los dientes se apretan. Los ojos se exaltan. El paraguayo no sabe reír ni llorar; no lo han dejado aprender lo primero e ignora como se hace lo segundo. Los brazos quedan caídos. Hay un vasto rumor, sin palabras. Todos se han puesto hieráticos. ¡Va a pasar el General...!

Y pasa. A caballo. Rinde su espada ante el Presidente Ayala y cuando la recoge sobre el hombro, parece que en vez de saludar, ha hecho la señal de la cruz, en signo de suprema bendición. Viste el uniforme verde-olivo de campaña. No trae condecoraciones. Insinúa una sonrisa y sigue... para tender de nuevo su espada —esta vez afilada prolongación de su mano misericordiosa— ante los mutilados de la guerra que agitan los tallos de sus muñones, y, los que pueden, los trágicos banderines de sus muletas...

Siguen los conmilitones. Ahora la angustia largamente reprimida se desata en eco de campanas enloquecidas. El pueblo repite en alta voz las hazañas de los que pasan. El coronel Carlos Fernández, a la cabeza del primer Cuerpo de Ejército; en seguida, el coronel Rafael Franco, cuyo caballo pasea de vereda a vereda y ante quien —todos lo notan— es más profunda la reverencia de los estandartes y más vivaz el clamor de la muchedumbre...; después, el coronel Nicolás Delgado y al frente de sus compañías: Andrada, Caballero Irala, Urdampilleta, Ramírez, Balbuena, Vera y Aragón, Sosa Valdez, Bóveda, Sartori, Vega, Guerrero Padín, Ramos, Céspedes, Quiñones, Giménez, Martincich, Benítez, Jara Troche, De Filippi, Aguilera, Barrios, Bogado, Martínez, Aranda, Torreani, Villasboa, Samaniego, Cáceres, Palacios, Espínola, Andino, Báez Allende, Yegros, Velilla, Smith, Meyer Da Costa, Pérez Uribe, Davales... imperturbables, como si en vez de regresar, los dominara la obsesión de volver a partir...

A medio día Estigarribia recibió en su casa. Dirigiéndose al doctor Luis Alberto de Herrera, dijo: «Para mi todo ha terminado, pero para el Paraguay comienza el segundo acto».

A media noche, mientras se bailaba en el Palacio de López, en la ciudad hubo ruido de armas.

17 de Febrero de 1936.Le sorprende en el Chaco la noticia de que pasea por las calles de Asunción, triunfante, un movimiento revolucionario. No le extraña. Más que presentirlo, lo conocía, lo había visto gestarse, casi en su presencia. La Revolución estaba estructurada mucho antes del Desfile de la Victoria. Se hizo en pleno Chaco. ¡La patria era el Chaco! Pero ¿el Chaco de quién era? ¿Acaso se había peleado para que después siguiera todo igual...? Se nutrió la rebeldía de anhelos y humanas reivindicaciones. De ella fue enterado Estigarribia e invitado a encabezarla. No tenía alma girondina. Carecía de aptitudes políticas. Era un patriota. Había asistido a muchos desgarramientos intestinos. Los consideraba funestos, sin excepción. ¡Todo no había terminado para él! Amaba a su pueblo y comprendía que tenía derecho a reclamar un nuevo ordenamiento de su vida social, política y económica. Lucharon en su espíritu un sentimiento y un deber, el hombre y el soldado. Triunfaron los segundos. Hizo honor a su palabra. Se colocó al lado de los poderes constituidos. No era un cerebral, sino una fuerza de la naturaleza. No tenía ambiciones y dentro de una simpleza instintiva no comprendía como los demás podían tenerla. Poseía concepto firme de que el Jefe de un Ejército podía ser todo, menos gobernante. Consideraba que su rol en la vida paraguaya correspondía jugarlo al margen de las pasiones. Albacea de una tradición, debía administrarla con máxima prudencia, puesto que nunca creyó que la paz en América estaba consolidada definitivamente y menos que el destino de su patria podía reducirse a vegetar entre las cuatro paredes de su forzado encierro. Creía en los hombres civiles, y entre acaudillarlos o servirles de arbitro para sus inevitables disputas, prefería esto último. No era demagogo. Era un jefe y no para lanzar a unos contra otros, sino para conducir a todos, en la hora del sacrificio común. Repetía que «en tiempos peligrosos como los que vivimos, posiblemente en el ejercicio de un cargo de alta responsabilidad, se necesita ser malo para ser bueno». Nunca estuvo en su pensamiento gobernar al Paraguay. La Revolución la consideró un hecho natural, lógico. Más tarde, desde el Poder al que llegó sin quererlo, empezó a hacerla[2]. Descendió en Campo Grande, creyendo que podía detenerla e impedir la división áspera de sus conciudadanos, resuelto a aconsejar que el gobierno Ayala cediera su lugar a otro, que evitase la guerra civil, escuchando el reclamo de los ex-combatientes. No le dieron tiempo. Del aeródromo pasó a la cárcel. ¡A la cárcel, Estigarribia! Nunca he podido comprender como los vencedores cometieron tan grave error, redoblado con el del inaudito procesamiento. Alguna vez se lo dije al propio Dr. Estefanich, cerebro de aquella Revolución: Estigarribia comenzó a ser una realidad para el pueblo paraguayo el día en que lo encarcelaron. Todos los pueblos tienen un número reducido de hombres —desgraciados los que no lo tienen— para los cuales no hay juez que pueda interrogarlos. Estigarribia era uno de ellos. Los encargados del proceso no atinaron a mirarlo de frente. Eso no los desmerece. Así son las cosas porque así es la vida. ¡Tres años contribuyendo a cimentar una gloria y creer que puede abatirse en tres minutos y por decreto...! El día que lo llevaron a declarar, la Revolución se suicidó. No murió, pero agonizó. Los pueblos, cuando se destemplan no tienen memoria, pero la recuperan, integral, cuando se retemplan. Nada hay más difícil que la lucha de presencia con un hombre integérrimo. Se le puede castigar, pero no vencer. Se puede lidiar con cualquier cosa menos con una Fama bien ganada[3]. Después de seis meses de prisión, le permitieron salir. Vino a Buenos Aires y más tarde al Uruguay. «Prefiero la paz a la más brillante de las Victorias», dijo siempre. Ahora, su triunfo, comenzaron a prepararlo sus propios adversarios.

Diciembre de 1936.Entre recepciones, agasajos y cortesías mundanas que no alcanzan a mitigar la persistencia de finas y sutiles nostalgias nativas, se desenvuelven los días grises del exilio. El Gobierno Argentino demora en acordar medidas de amparo al Héroe. Por indicación del Presidente Agustín P. Justo, apenas si se había obtenido que el Banco de la Nación designara a Estigarribia, tasador de unas tierras en litigio, ubicadas en Santa Fe. El Gobierno uruguayo fue informado de esa situación y resolvió ofrecerle medios para que residiera en Montevideo, todo el tiempo que deseare. El Presidente doctor Gabriel Terra, concretó su deseo amistoso en estos términos: «hay que hacer gestiones para que venga y decirle que se le dará tratamiento no de un desterrado, sino el que merece por lo que es, la primer Espada del Continente». Estigarribia vaciló[4]. Tenía una doble personalidad. Antitética en la esencia. Recio y clarividente en la guerra, apacible e irresoluto en la paz. Todo le era fácil en las horas difíciles, pero no sabía resolver los detalles domésticos. No tenía secretos para él la transformación de un pueblo de agricultores en un Ejército y su conducción hasta la Victoria; pero no atinaba a conducirse a sí mismo. «En la preparación de una batalla, acicateado por dificultades al parecer insuperables, adquiero una lucidez que me sorprende —decía— pero la pierdo en la vida normal». Intrépido en el campamento, tímido en la calle. De uniforme, todo, hasta López y Bolívar; sin él, un hombre del pueblo librado a los acontecimientos. El Chaco hizo a Estigarribia. Allí creció y culminó. Fue su bandera. Debió ser su mortaja.

Se insiste en la invitación. Seducía la idea de contribuir a saldar en él, la deuda inextinguible que los orientales tenemos con los paraguayos por lo que hicieron con Artigas. Irritaba sentir que aquel Hombre que había llevado de la mano a su Patria desde el sacrificio hasta la gloria, seis meses después no encontrara en América, asiento estable, condigno de su jerarquía, para sobrellevar en silencio «la trágica expiación de la grandeza». Acepta. El 23 de Diciembre, el Poder Ejecutivo solicita del Parlamento una partida equivalente a un sueldo de General. Nadie opone reparos. Se insinúa la conveniencia de evitar suspicacias del gobierno paraguayo. Se redacta una fórmula sobria y previsora: Escuela Superior de Guerra. Para Extensión Cultural, $ 6.000.00. Se dejó constancia de que era inconmovible y que mientras viviera en el Uruguay esa suma le sería entregada al general José Félix Estigarribia, sin compromiso[5], por su parte, de especie alguna. Quedó convertido en Ley de la Nación. Se cumplió estrictamente. El gobierno tomó para él una casa en la calle Pimienta N.° 959. Allí residió con su familia, envuelto permanentemente en una onda de afecto y de admiración, con los ojos puestos en su tierra. Quería volver. Su ideal era el retorno. ¡Una granja... y vigilar, patriarcalmente la marcha de la heredad común! Ignoraba la rebeldía. Jamás conspiró. «Yo sé —decía— lo que el pueblo paraguayo hizo por su independencia; no importa que él olvide lo que yo hice». No dio un paso por volver. Se adaptó exteriormente al halago mundano, lo dis­frutó, se dejó querer; más de una vez, deliberadamente, se aturdió para disimular la enfermedad que le producían los recuerdos. No hablaba de su patria como un ciudadano, sino como un padre. No com­prendía lo que estaba pasando. No quería saberlo. Su destino fue ser protagonista pero no intérprete. De igual modo que vio cuando sus adversarios iban a tomar el poder, previo en que circunstancias lo iban a perder. Sin agravio y sin rencor se enteró de que habían caído. Comenzó a recibir muchas cartas... y emisarios. Le pedían que se acercara a Buenos Aires, donde estaba el centro de la conspiración. Cuanto más parecía alejarse la hora de la reparación, a altas horas de la noche hablaba por teléfono con el coronel Ramón Paredes, que en Asunción tenía el control del gobierno. Y sonreía...

21 de Julio de 1938.Ya había retornado. Triunfalmente[6]. A golpes suelen hacerse los hombres y los pueblos. Nada madura el carácter como la adversidad. Las generaciones rioplatenses sufren la desolación de no haber sufrido. Naciones que no dan santos ni héroes no pasan de carne opulenta para los materialismos. Más grande que hacer un Prócer es rehacerlo. El Paraguay se salvará siempre por esa cualidad original. Tiene siempre que hacer. Vive reconstruyendo, lo que deshace la pasión. Pierde en prosperidad pero gana en sustancia nacional. A pesar de las apariencias, será siempre la presa más difícil para el extranjerismo voraz y desnutridor de razas y de pueblos. El Paraguay es una patria grande, solía decirme Estigarribia, porque para establecer la jerarquía de las patrias hay que tornar como punto de referencia el dolor. Por eso creía no en las muchedumbres que ora lo denostaban y al rato lo aplaudían, sino en la asociación de fuerzas inmanentes que vienen del pasado y estructuran una Nación por encima de artificios doctrinarios y lustres legalistas. ¡Reapareció el Chaco! ¡Se trataba de concertar la Paz! La Conferencia de Buenos Aires, se debatía en la inacción. O una paz «Saavedrista» o nada. Volvió a la plenitud de su lucidez. La anarquía entre los paraguayos había cobrado imperio. Se estaba perdiendo lo que siempre les había distinguido: la voluntad de no desaparecer. No se estaba en condicio­nes de volver a la guerra. Por la misma cosa ganada no puede volver a desangrarse un pueblo para ganarla un poco más. El Paraguay tiene escasa fibra legalista, pero no hay un paraguayo que no sepa la ley que fija sus fronteras. No se inquieta por una conquista social, pero no duerme, y mira su arma, si está en pleito una lonja de su territorio. Aunque no le sirva para nada. Perdona pero no olvida. Nadie tenía autoridad para señalar el rumbo. Se había perdido la fe en las instituciones, que pasaban de mano en mano como fruto de la altanería molinera. Hasta la casa de Estigarribia llega la incitación tentadora... No puede vivir en su tierra si no se embandera y desfleca su toga de Prócer y la entrega para gallardete de la ambición facciosa. Tiene todo para tomar el poder, menos impudor. ¡Creen que su pensamiento está en el Palacio del Mariscal, pero está en el Chaco! Hizo la guerra, quiere hacer la paz. Tiene horror a que las madres encresponadas, aquellas mismas del desfile triunfal, le pregunten otra vez: .. .¡hasta cuando! Su decisión era inquebrantable. La guerra, como las dictaduras, no solucionan nada. Reconocía que era necesario entenderse con Bolivia en vez de pelearse. Siendo un paraguayo integral, era un americano pacifista de alma y no de discursos. Había estado en Washington. Desde allí vio lo que no había tenido tiempo de ver, porque no se puede ver sin tomar perspectiva. Vio que los que trajo de la guerra estaban peor que los que quedaron. En pleno camino del Calvario. Había hecho retroceder al enemigo desde el Río Patrio hasta la estribación de los Andes, y se encontraba con que eso podía haber sido «arar en el mar». Miseria, desolación, anarquía, amenaza de guerra. Ni escuelas, ni hospitales, ni carreteras, ni fábricas, ni industrias. Deshecha la unidad nacional, aquella que él hizo, automáticamente, en seguida de Boquerón. Culminaba el segundo acto. Cecilio Báez clama desde Buenos Aires: «Estigarribia debe presidir la dele­gación a la Conferencia de Paz». ¡Se pone el uniforme! Es el otro. Manda. Es dueño de sí mismo y ve resplandecer la Patria en el bronce de su Cruz del Chaco. Y viene a Buenos Aires. Y firma la paz. Y desafía el juicio de sus contemporáneos y se hunde en la Historia, con la misma simplicidad con que el 14 de Junio rompió la cuerda del reloj, al firmar la orden para que cesara el fuego[7] y ordenó a sus aviadores que arrojaran flores sobre los tumbas de los paraguayos y de los bolivianos, cuando ante el aldabonazo del armisticio, se entreabrió, después de tres años, la puerta de la fraternidad. Si se observa bien, su nombre y la rúbrica, componen gráficamente la proa de un navío. En actitud de marcha. Esta vez lo esperan los arrecifes de la política. Hacia ella fue, sin reparar que lo empujaba el viento de la fatalidad.

7 de Setiembre de 1940. — Hacía un año que ejercía la Presidencia de la República. No lo había querido. Cedió, dominado por la obsesión de vivir en su tierra. En todas partes estaba de tránsito. Ponía siempre distancia entre él y quien le hablara sea quien fuere. Más que inaccesible era insondable. Más que responder sabía preguntar. Le gustaba bailar. Es un ejercicio —decía— y si la compañera no habla, es una liberación. De la vida de un soldado —agregaba— el combate es el drama y el baile la anécdota. El 15 de Agosto de 1939, con la insignia presidencial, que había recibido esa mañana, bailó la última vez en público y esa misma noche, ya en la intimidad de la casa, bailó con su hija Graziela... No lo hizo nunca más. Comenzó el período más difícil de su vida. Envejeció en pocos meses. ¡Dejó de usar uniforme! Tenía planeado un ministerio de conciliación, cuyos nombres me había dado la noche anterior y los cambió al día siguiente, bajo la influencia de los políticos consultados. Había vuelto para ser libre y quedó prisionero. Utilizó los políticos y se desprendió de unos para formar otros, y quebró las leyes para intentar hacer lo que no había podido y quería: un gobierno patriarcal. Hizo lo que pudo, improvisando, con alta intención y ejemplar probidad. Cuando hacía construir una gran carretera, pensaba que estaba planeando una batalla decisiva contra las sombras de la miseria. El ruido de los tractores no le permitía oír el rumor de los sables molineros. Creía estar en el valle y andaba sobre un volcán. Mantuvo el orden sólo con el crédito de sus galones. Vio de cerca una cosa que no veían los demás; el peligro de las patrias pequeñas, política y económicamente. Sintió que en un día podía desmoronarse lo construido con la sangre de cien mil paraguayos. El, que no tenía miedo a los hombres, empezó a tenerlo a los acontecimientos. No se arredró y se dispuso a luchar. No era hombre de diálogo, sino de monólogo. Poseía una casa de descanso en San Bernardino. Solazábase en mirar el espejo del Lago Ipacaray. Se fue a pensar, un fin de semana. El 7 de Setiembre —hace hoy tres años—, a las 10 de la mañana llegó con su esposa al campo de aviación. No atendió nunca el ruego de su hija Graziela, que, desde Estados Unidos, empezaba invariablemente sus cartas con este consejo, ins­pirado por la ternura y por el instinto: «Papá, no subas en avión». A la hora en punto no estaba pronta la máquina en que debía volar. Pidió otra. Un «Potez», trofeo de la guerra del Chaco. ¡La guerra del Chaco! ¡Hasta el fin! A las 10 y 45 remontaba el vuelo. A las 10 y 52 minutos se desplomaba y moría. Extraña coincidencia. A las 10 y 52 minutos rompió la cuerda al reloj que marcó los momentos decisivos de su campaña del Chaco. A la misma hora, la Fatalidad le detuvo la existencia. Con él se deshizo el avión que el día del Armisticio había arrojado las mejores flores del Chaco sobre las tumbas de paraguayos y bolivianos...

Muerto, le pusieron uniforme. ¡Esta vez, el de gala! Para conversar de igual a igual, con López padre y con López hijo, en el Panteón, en la inefable tertulia de los inmortales, nimbados de claridad infinita.

Referencias: 

[1] Los legisladores que se habían trasladado especialmente de Montevideo, eran los señores Dr. Luis Alberto de Herrera, Juan Pedro Suárez, Pablo G. Ríos y Eduardo Víctor Haedo. Estaban también los señores Alberto Puig, Dr. Alberto Mané, Juan Ganzo Fernández, el poeta Fernán Silva Valdez, el Prof. Javier Gomensoro y el entonces Intendente Municipal de Soriano, don Raúl Viera.

[2] - Presidencia de la República. — Asunción 15 de Junio de 1940. — Señor Eduardo Víctor Haedo. — Montevideo. — Mi estimado amigo: Por el correo de hoy, llegó a mis manos su carta fecha 10 del corriente. Con viva satisfacción me he enterado de sus términos. Estamos abocados a encausar, afirmar y demostrar con hechos la Revolución Paraguaya. En este momento histórico por que atraviesa el mundo, debemos adelantarnos a los acontecimientos. Nuestro Movimiento Nacional tiene ese fin. Mi mayor satisfacción será el de haber, una vez más, contribuido con mi concurso al triunfo de los nuevos ideales nacidos del crisol glorioso del Chaco. Cuando vengan a ésta nos será grato recibirlos. Usted y Rosita saben que en casa tienen su pieza reservada. Tendremos la satisfacción de recordar juntos instantes tan felices que pasamos en su hospitalario Montevideo. Mí Gobierno acaba de conferirle la condecoración de la «Orden Nacional del Mérito» por su sincero afecto a mi patria. Le abraza su affmo. amigo José F. Estigarribia.

[3] Estigarribia tenía en su escritorio muy pocos recuerdos. Varias veces me señaló como su único título este Decreto que, encuadrado sobriamente, conservaba en sitio preferente: «Asunción, enero 19 de 1935. De acuerdo con el artículo 102, inciso 3º de la Constitución Nacional, artículo 1º de la ley N.° 1339 y disposiciones pertinentes del decreto reglamentario N° 49.326, el Presidente de la República, Decreta: Art. 1º Otórgase al general de división, comandante en jefe del ejército en el Chaco, la «Cruz del Chaco», con la siguiente citación en la Orden del Ejército: «Oficial formado en la escuela rígida del deber por propia voluntad, disciplinó su vigorosa inteligencia mediante la perseverancia en el trabajo y la ambición de servir bien a la Patria. Paciente y tenaz contribuyó en cuanto pudo a la preparación de la defensa. Estallada la guerra, organizó las fuerzas nacionales, formando con precarios elementos la base del ejército que se bate gloriosamente desde hace más de dos años en el Chaco. Capacidad profesional, ecuanimidad, elevación moral, civismo ejemplar, audacia y prudencia armonizadas, amor a la tropa, resistencia física, bravura personal, son las cualidades más salientes del jefe que ha sabido conducir a nuestros soldados a la victoria». Art. 2º El Presidente de la República impondrá en la zona de operaciones las insignias correspondientes al general Estigarribia con los honores reglamentarios. Art. 3° Tómese razón, comuniqúese, regístrese y archívese. Firmado: Ayala. Víctor Rojas»

[4] Buenos Aires, Diciembre 15 de 1936. — Señor D. Eduardo Víctor Haedo. — Montevideo. — Mi querido amigo: Esta carta dirigida al amigo de todas las horas no puede expresar los gratísímos sentimientos que han despertado en mi su carta, nuestras anteriores conversaciones y sobre todo su último llamado telefónico. Sentimientos suscitados por un acto de generosidad hidalga, de un desinterés casi desaparecido en nuestros tiempos y que hay que apreciar, además, como expresión de la nobleza de un pueblo, el suyo. Ya sabe Vd. cual es mi deseo íntimo en lo que respecta a mi residencia en el Uruguay. Pero, contrariamente a lo que esperaba, hasta hoy día no me es posible decirle algo en definitiva. Para más, el señor Ministro Macedo Soares, quien actualmente se encuentra en Buenos Aires, me ha reiterado la invitación muy anterior de visitar el Brasil. Invitación que acepté complacido. Pero antes de realizar este viaje iré a verlo personalmente y explicarle mejor todos los asuntos. No hallo expresiones suficientes para agradecer a Vd. su intervención cordial y generosa en el asunto que motiva esta carta. Mi corazón de hombre y de paraguayo guardará eterna gratitud para Vd. y su Patria. Le ruego presentar a su esposa junto con mis homenajes, los recuerdos más cariñosos de mi esposa e hijita y Vd. reciba un apretado abrazo de su amigo. — José F. Estigarribia.

[5] Pundonoroso como era, espontáneamente ofreció dos conferencias en la Escuela Superior de Guerra. Tenía prontas dos más. Leyó. Obtuvo éxito resonante. Eran hechas sobre apuntes que utilizó más tarde en sus «Memorias», todavía inéditas.

[6] Asunción, Febrero 18 de 1938. — Señor Eduardo Víctor Haedo. — Montevídeo. — Mi querido amigo: Por fin estoy de regreso a la Patria. En todo el litoral he venido siendo objeto de especiales demostraciones de admiración y de cariño. En Asunción fue una apoteosis. Todo cuanto de mejor contamos en el país en todos los sectores de opinión, estaba presente en el puerto al desembarque. Después de los saludos y los discursos el pueblo delirante se apoderó de mi persona y me llevó en andas desde el desembarcadero hasta la casa de mi familia, en la Plaza Uruguaya. Usted que cree en estas cosas hubiera estado satisfecho observando este acontecimiento sin precedentes entre los paraguayos. Yo sigo con mi incurable incredulidad. En las esferas gubernistas parece estar decretada mi vuelta al extranjero. Me defiendo como puedo asistido por mis amigos militares y civiles, sin olvidar el deber, para mí sagrado, de no llevar las cosas hasta una alteración del orden. Antes que eso ocurra, pronto estaré de nuevo en viaje. Nada que pueda hacer o decir podría traducir con fidelidad la inmensa gratitud que siento para Vd. y para su Patria. Confío al tiempo que me resta de vida que irá demostrando esta gratitud. Por ahora sólo repito el honor de mi doble nacionalidad. Paraguayo de nacimiento y uruguayo de corazón. — José F. Estigarribia.

 [7]  Montevideo, Junio 14 de 1937. — Señor Eduardo Víctor Haedo. — Ciudad. — Muy estimado amigo: El reloj que me permito enviar a Vd., de una marca asunceña y que lleva el N° 83119, me ha acompañado en toda la guerra del Chaco, marcando horas decisivas, heroicas siempre. El 14 de Junio de 1935, a la hora que indica, le rompí la cuerda en el momento de poner mi firma al pie de la orden, para el Ejército en Campaña, de cesar el fuego, a las 12 horas del mismo día. Deseo que desde hoy, segundo aniversario de la última hora decisiva que marcó, pase a sus manos este reloj y le ruego lo conserve como un recuerdo de mi exilio y de mi amistad. — José F. Estigarribia.

Eduardo Víctor Haedo
Revista Nacional
Ministerio de Instrucción Pública
Año VI - Agosto de 1943 - Nº 68

Texto e imagen recopilado, escaneado y editado por mi, en abril del 2003, Carlos Echinope, editor de Letras Uruguay, sin apoyo alguno y sin trabajo rentado. Si me apoyan haré mucho más. Gracias.  echinope@gmail.com - @echinope

Nota del editor de Letras Uruguay: Los textos elaborados por prestigiosos escritores, ensayista y político uruguayo de relevancia, gran amigo de Paraguay, en este caso, permiten adosarle otros materiales para mayor conocimiento de la figura tratada. En esta oportunidad son videos y audio.

GUERRA DEL CHACO - Discurso del Mcal. José Félix Estigarrìbia.

En el infierno del chaco (1932).-

En el Infierno del Chaco (1932) Parte 2.-

En el Infierno del chaco (1932) Parte 3!!!!

En el Infierno del chaco (1932). Parte 4!!!!!

En el Infierno del chaco (1932) Parte 5!!!!

En el Infierno del chaco (1932) 6ª y Ultima Parte!!!!

 

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