Una visita inesperada
Sergio Gutiérrez

El mar estaba verde y con olas. La barra de jugadores de paleta nos reclamó mate. Martín puso a hinchar la yerba y yo fui a buscar bizcochos en la bici de Bily, que el óxido le había comido hasta las cubiertas, pero no me importó, tenía la vacuna antitetánica al día.

El Niño, el Bily, el Chato y los demás se resguardaron en un descampado entre los tamarices que los protegían del fresco viento sur. El sol llegaba por detrás de las casas como una caricia en la piel.

Enterrando los zapatos en los médanos al caminar, un hombre de traje realizó aspavientos incomprensibles. Martín protestó:

-¿Otro de la A.F.A.P. que viene a romper las pelotas?

Pedro, prendido con las dos manos del mate, miró al tipo.

El hombre insistió:

- ¿PODRÍAN SALVAR ESOS DELFINES? –gritó al fin.

- Delfines... Salvar... ¿Cómo?

A una velocidad incalculable doblé mi cabeza. Varada a cien metros en el agua, una cosa negra y monstruosa se movía desesperada. Desconcertados, corrimos. En la orilla comprobamos que era una ballena. La boca, una ese alargada, inspiraba confianza aunque no imaginé qué sucedería si la hubiera abierto tan sólo para bostezar. No dudé en tocarla. Lentamente reconocí su cuerpo con la mano, brindándole confianza, cerciorándome de que no estuviese lastimada. La tomamos de la cola y la arrastramos a lo hondo donde le propinamos un empujón. Produjo un estertor con su espiráculo, agitó la cola y se varó. Ladeada, su aleta lateral caía como la oreja de un perro triste. En los reiterados y agotadores intentos para liberarla, el animal volvía a fondearse. Los rescatistas, vencidos, se retiraron apenados. La corriente arrastraba a la ballena a su desgracia: las rocas. Sin convencerme, le hablé. Ella abrió un ojo y me observó: Tranquila, estoy contigo. ¡No te rindas! Tenés que hacer el último esfuerzo.

Le acaricié su largo y suave vientre color ébano. Agobiado, la empujé. Las olas limpiaban mis lágrimas.

Hacía cuarenta minutos que estaba en el agua. Con la piel enternecida pisé las primeras y filosas rocas. Intenté desviar a la ballena a lo hondo para disminuir el impacto. Las olas, la corriente y mi amiga eran ingobernables, toda una amenaza. Dos hombres, realizando exabruptos, me gritaron diciéndome que abandonara el agua.

En la rambla divisé a un tumulto de espectadores que decantó un cuerpo negro que corrió en mi dirección: el muchacho de traje, emocionado, se zambulló vestido. Le siguieron dos guardavidas más. A metros de que la ballena me dejara como pegotín en las rocas, llegó Pedro maniobrando el kayac. La mole se enderezó y siguió a la resplandeciente embarcación. Yo no tenía escapatoria, a menos que trepara las rocas en un momento calmo, de lo contrario debía nadar mar adentro, desafiando la fuerte rompiente. Exhausto, me agarré de la aleta dorsal de la ballena y dejé que ella encontrara la salida. Mis compañeros venían nadando, le hice señas de que estaba bien, aunque quedé sin aliento al ver que la ballena se dirigió a la rompiente. Imaginé que estaba acostado sobre un tablón de surf, tomé aire y pasamos por debajo del rompecoco. En un remanso, la observé efectuar tres serenas inmersiones y desaparecer detrás de Pedro, en dirección a la restinga. Mis compañeros nos ayudaron a salir a mí y al muchacho del traje. Una vez en la torre, festejamos.

Cuando todo había terminado los padres trajeron a sus hijos a ver a la familia de ballenas con lentes de sol que habían cenado y tomado Coca Cola en Mc Donald's de Carrasco.

Los periodistas no demoraron en llegar. Como hormigas coloradas caminaban por la rambla a la captura de la fabulosa noticia.

Me marché ansioso por contarles a mis viejos lo que me había sucedido. Hasta donde sabía, era la única vez que una ballena había encallado en Montevideo, no me creerían. En casa me recibió Mandíbula con exagerados festejos, como si supiese de la proeza. Abrí la puerta del cuarto, pintados por los relampagueos coloridos de la tele, los viejos dormían a pata tendida. Frustrado y rendido, me tiré en el sillón. Mandíbula descansó su cabezota sobre mi pie lastimado y se durmió. Con mucho cuidado, le levanté la oreja y le conté.

"Vientos de tierramar"
Sergio Gutiérrez

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