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¿Qué apostamos? |
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| Era, sin embargo, el único pescador letrado de la costa. Contradecirlo podía resultar peligroso. No daba lugar a la réplica. Abrumaba a los analfabetos de la zona con raras teorías copando los mostradores ilustrando a una audiencia. Enrique Estrázulas |
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- ¡Que son seis te digo! - ¡Ocho! ¡porfía del demonio! - ¿Qué apostamos, Mulita? –eructó. - ¿Otra cerveza? - ¡Hecho! Que sea bien fría, entonces. ¿Qué hora es? Mulita se llevó a la cara un anticuado reloj de pulsera soviético y exclamó: - Las dos y cinco. Mojarra contó con los dedos y pensó en voz alta: - En una hora y diez, hora y cuarto, veremos quién gana la apuesta. ¡ARTIGAS!, ¡ARTIGAS! Por favor, guardá una Patricia en el congelador. Encadené la Zanela en el Bar La Playa de Santa Catalina. Los viejos seguían discutiendo acaloradamente sobre si eran ocho o seis. Mulita revolvió en su bolsillo y como jugando a los dados, arrojó un manojo de monedas sobre la mesa. Mojarra sorbió cerveza y chocó el culo de la jarra vacía contra la mesa de metal. Con la huesuda muñeca se limpió la espuma en los bigotes amarillos de nicotina. Temblequeando, esparció tabaco Cerrito en una hojilla arrugada y cuando fue a encender el cigarro, se frenó, pensó unos segundos y se lo guardó atravesado detrás en la oreja. Los pescadores, agitando sus cañas destellantes en las rocas, parecían langostas gigantes. Una barca de pesca se acercaba a la costa con una comitiva de gaviotas que la sobrevolaban en círculos. Un tábano me picó. Terco, voló esperando el momento para abrir una sucursal hasta que logró su cometido. Malhumorado, con una chancleta en la mano, lo perseguí por toda la playa. La gente me observó con los ojos grandes como de vaca que mira al tren pasar. Una nueva comezón desató mi desesperación. ¡Plaff!; le di santa sepultura al vividor. Unas vibraciones graves irrumpieron en la tranquilidad de la tarde; los herrajes de las casas reverberaron. Los viejos del bar corrieron a la playa, amagando caer a cada paso. -¡Estos borrachos son un peligro! –murmuró un pescador. -¡ESPERÁ, MOJARRA! Todavía no es la hora. Mulita se remangó los pantalones de tela y con la jarra en la mano se juntó al otro viejo. Miré el reloj; tres y cuarto pasadas. Por el sudoeste, a toda máquina, el Buquebus, que parecía una plancha a vapor, vomitaba una ola gigante por la popa. -¡ALLÁ! ¡Se viene! –gritó el Mulita señalando las rocas más alejadas de la playa. Una onda de agua se elevó por encima de lo normal y alcanzó una altura considerable. Mulita festejó: -¡AHÍ VA UNA! – y con un palo trazó una línea en la arena húmeda. -¡DOS! ¡Esta sí que es grande! –registró otra raya. Mojarra se alejó de la orilla tambaleando. La ola hizo un ruido seco y lo salpicó. Plaffff! Plafff! Plafff…! Los bañistas eran revolcados por las olas. Mulita contó seis rayas. Elevando la jarra vacía, festejó. A la distancia se armaron una séptima y octava ola que no prometían nada. Mulita, azorado, descendió los brazos y escupió en la arena pateando el palo. Mojarra entornó los ojos al prender el cigarro que perdía tabaco. Baquiano, vio crecer las olas hasta morir a sus pies. Sin pompa alguna, le reiteró al otro viejo: -Cuando un pescador te diga ocho, son ocho. Lo tuyo es la tierra. ¡Cabeza de Mulita! |
"Vientos
de tierramar"
Sergio Gutiérrez
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