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Promesa de amor |
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| Usted no tiene fervor ni procedencia. Se ha endurecido. No puede entregarse a nada. Transite en paz, como las ratas. Teresa Porzecanski |
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Se cumplieron seis meses de la desaparición del tío. Su ausencia fue un hoyo grande entre los árboles del bosque que dejaba al descubierto un boquete en el cielo. La tía no pensaba más que en la desgracia de su muerte. Se recriminaba, a cada instante, que sus primeros auxilios no fueron adecuados. Quizás si le hubiese estirado mejor el mentón para insuflarle aire o si hubiese llamado primero a la emergencia y no al vecino... Por las noches no conciliaba el sueño, sus obstinadas maquinaciones no se cansaban de rondar su mente. Le surgían ideas como el renunciar a la ley natural de la vida. Pero se contenía. Antes debía realizar una sagrada petición: la última promesa de amor. Aguardaba ese día con tanta ansiedad que no encontraba ninguna actividad que la distrajese. El tío revivía en la silla ubicada antojadizamente contra la ventana, en la tasa en que ella tomaba la leche, en los libros de marxismo, en el diploma de director técnico, en sus pantuflas, en la radio que escuchaba el informativo y los partidos de fútbol, en los cachivaches desparramados por doquier, en el recuerdo de la tía cada vez que traspasaba el umbral de la casa. El gotear del grifo de la cocina retumbaba en todo el apartamento. La tía miró una caja repleta de objetos que debía haber tirado hacía tiempo, la miró y volvió a mirar. Se estremeció. Era ahora una reliquia entre sus manos temblorosas. Nada en el mundo podía volverla más feliz que su presencia, pero el destino era Dios y Dios, su sagrada voluntad. Con desgarro en el alma, se libró de la caja y de un pésame que le permitió respirar con más soltura. Los primeros días después de la muerte del tío, los familiares y amigos no la dejaban un instante sola. Luego se tuvo que ir acostumbrando a la inmensa mesa, a restringir la comida, porque todo era para él. Golosos banquetes de pescado, ensaladas de cril que él promocionaba en los asados de domingo familiar. Lo mismo sucedía con la cama, le quedaba holgada. También se tuvo que ir acostumbrando al mate solitario, ya gustaba diferente y amagaba convidar, juego mecánico de seis décadas de matrimonio. Los mandados cambiaron radicalmente, ya no cargaba el carro de la feria con los tomates maduros que engalanaban las ensaladas, ni naranjas, ni nada. Un litro de leche le rendía días. Las compras eran austeras y rápidas, sin variedades. Pese a tal desavenencia, ella dedicaba sus fuerzas al último deseo que le encargó el tío antes de irse. Se desvelaba noches enteras murmurando entre sueños, memorizando los pasos a seguir para no equivocarse. Más tarde se dormía rendida, sin saber aún si despertaría a su lado. El horizonte era una línea perfecta. Un hombre de piel curtida y sombrero de paja le tendió la mano. Ella la tomó sin dejar de asir una caja de zapatos contra su huesudo pecho que potenciaba la percusión de su agitado corazón. El bote se bamboleó. El palo mayor en cruz se dibujó en el cielo sobre su cabeza blanca. Sin soltar la caja, la separó apenas para respirar, confiada que al final del viaje se sentiría mejor. Ella hubiese preferido que usara los remos; el pescador encendió el motor y ambos se adentraron en la soledad del mar. - Hoy es un buen día para navegar –habló el pescador. - ¡Oh! Sí. - A él le gustaba mucho el mar –agregó. - ¡Si lo sabré! Era un apasionado. Lo único que deseaba cuando estaba en el hospital era escaparse a darse un baño en la playa. Después le pusieron las dos sondas... y bueno, usted ya sabe. La tía pestañeó. La cabeza le cayó en etapas. Apretó la caja y tartamudeó al hablar. El pescador la contuvo: - No me cuente... por favor. Yo lo conocía, era una buena persona –lchasqueó la lengua –. ¿Quiere agua? - No, gracias. El motor estornudó y se apagó. La embarcación se deslizó hasta que se le acabó el impulso. El viento chilló al atravesar los menhires de rocas de las Pipas acompañando la letanía de la tía hasta que ella se descompuso. El hombre quiso reanimarla, ella alzó los ojos sin brillo y le pasó la mirada por delante como si no existiese. Él se quitó el sombrero de paja y lo ubicó en el centro de su pecho, inclinó la cabeza y enmudeció. El bote navegó sin rumbo. La tía abrió la caja con movimientos confusos y retiró una urna. Introdujo su mano en la concavidad vidriosa y la elevó al cielo. El viento sopló interminablemente las cenizas de su palma, mientras ella se despedía del tío. El mar recibió los restos y lo hizo suyo, igual que al principio de los tiempos. |
"Vientos
de tierramar"
Sergio Gutiérrez
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