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Ángel era uno de los tantos trabajadores que había esperado con ansias jubilarse para llevar a cabo su sueño rebelde: no hacer nada y disfrutar. Su sueño era la pesca.
De paso cansino, algo chueco, cargaba un bolso que cruzaba en el hombro con carnada, plomadas y un reducido espacio para el mate y el termo. El primer turno lo cumplía por la mañana. Regresaba a su casa, frente a la playa Verde y volvía al muelle hasta el atardecer. Lluvia o rayos le eran indiferentes. Se pasaba las horas inmóvil con la caña en la mano, mientras generaciones de nubes nacían al Este, sobre su cabeza, se reproducían, extendían y morían por el ancho horizonte de la playa: el muelle sin él estaba incompleto. Si la pesca había sido buena, nos regalaba una parte.
Un día, al limpiar la casilla, un collar de perro que yo había encontrado rodó hasta un médano sin que me diera cuenta. Ángel saludó al despedirse y al ver el collar lo recogió.
- ¿Nadie lo quiere? –preguntó.
- No, llevalo tranquilo.
- ¡Está bueno! ¡Es de cuero! Al Catalán le va a andar bien –dijo al sacarle lustre a la hebilla con la remera –.
Pero... ¿y esta mancha rosada en la arena? ¿Es sangre?
- No. Eso es del papel celofán desteñido de una bandeja en la que hicieron una macumba la otra noche – le dije y seguí barriendo.
Sentí apenas el golpecito metálico de la hebilla al caer.
Levanté la cabeza y vi a Ángel, alejarse por un sendero entre los médanos, con un paso rápido que exageraba su chuequera, mientras se limpiaba porfiadamente las manos contra el pantalón. |