La
despedida Jorge Gutiérrez |
A
María Rosa |
Cae
la tarde y hace calor. Un hombre y una mujer de unos cuarenta años, con
aspecto de estar en buena posición, entran a una heladería del Centro.
Se sientan junto a la ventana. En otra mesa hay dos mujeres. También hay
una empleada detrás de la caja y tres más al fondo, detrás del
mostrador. El hombre se levanta y paga los tickets; después lleva los
helados a la mesa. No entra nadie más y las empleadas conversan entre
ellas. La pareja termina los helados y se va. Todas
las parejas deben aprender a caminar en la calle. Nosotros no habíamos
tenido tiempo: nos conocíamos desde hacía sólo tres meses. Uno de los
dos siempre iba demasiado rápido o saltando demasiado. Enlazados o no, no
habíamos aprendido a caminar juntos. Cuando entramos a la heladería (un
lugar desinfectado, puro acero inoxidable y acrílico) se presentó un
problema: ninguna mesa nos gustaba. En realidad, nada en la heladería
nos gustaba (no éramos partidarios del acero inoxidable, ni del acrílico,
ni de la excesiva pulcritud). Nos dirigimos hacia una mesa que no me gustó,
luego hacia otra que a ella no le gustó, y el asunto amenazaba
durar más de lo normal -no es normal que dos personas maduras anden
rebotando de mesa en mesa en un local casi vacío. Finalmente anclamos en
una mesa junto a la ventana. Enseguida empecé a transpirar y me di cuenta
que estábamos al rayo del sol, pero no me atreví a proponer un nuevo
cambio. Nos miramos a los ojos para darnos confianza: para mí, mirarla a
los ojos era mucho mejor que el helado -tenía ojos color miel y una
expresión... Pero, bueno, habíamos ido a tomar un helado y a hablar de
cosas serias, no a mirarnos hasta el alma. Además, ¿las empleadas habrían
tolerado que sólo nos miráramos, sin pedir nada? Me dirigí hacia la
caja y entonces recordé que hay varios tamaños de helado y volví a la
mesa a preguntarle. Ella puso cara de preocupación y amagó ponerse de
pie para acompañarme a la caja. En realidad, no había más de cinco
pasos entre la caja y la mesa y creo que se dio cuenta que acompañarme
era una cortesía exagerada, de modo que no llegó a pararse. Saqué los
tickets y volví a la mesa a preguntarle que gustos quería: después
caminé hasta el mostrador (unos nueve o diez pasos) y una de las
empleadas se acercó a atenderme. Sonrío y a mi me dieron ganas de darme
la cabeza contra el acero inoxidable del mostrador; increíblemente, había
olvidado uno de los gustos, el segundo. Arranqué hacia la mesa y ella
nuevamente amagó pararse; para evitarle la molestia (ella quería
evitarme molestias a mí), le pedí de lejos que me repitiera los
gustos. Yo estaba un poco distraído, esa es la verdad. No me importaba el
helado en lo más mínimo, pero hay que hacer algo además de mirarse.
Fingí inspeccionar un cartel con la lista de especialidades de la heladería
mientras muchas ideas confusas pasaban por mi cabeza. Debía tener
una mirada extraña (probablemente vacía) porque la empleada suavemente,
casi piadosamente, dijo: —Esa
lista está en italiano, señor... De este lado la tiene en español. Podía
haber estado en serbio-croata que no me habría dado cuenta. Di las
gracias con una sonrisa probablemente forzada y giré hacia la lista en
español. Fue como leer una sopa de letras. Por otra parte, no tenía
ninguna necesidad de consultar la lista porque siempre pido los mismos
gustos. —¿Vaso
o cucurucho? — preguntó la empleada. Había
olvidado ese detalle. No tenía más remedio que volver a la mesa. Esta
vez ella se incorporó a medias (era la mujer más gentil que he
conocido), pero quedó atorada con la pesada mesa de acero y noté que me
miraba con desesperación y yo hubiera levantado la mesa en peso para que
no quedara en una postura tan desairada .. y todo estaba saliendo aún
peor de lo que había temido. Por fin ella optó por sentarse y yo volví
al mostrador con toda la información necesaria para obtener un helado
grande de chocolate y dulce de leche en cucurucho. Estaba agotado. Le llevé
el helado (por suerte no se me cayó) y me senté junto a ella,
transpirando a chorros y con el sol en la espalda. —El
dulce de leche está rico —dijo ella apreciativamente. Entendí
que me estaba convidando y le robé un poco de helado. En el instante en
que lo estaba haciendo comprendí que había cometido dos errores graves:
1) había sacado el helado de arriba hacia abajo y 2) lo había hecho con
la cara posterior, convexa, de la cuchara. Hay segundos que parecen
eternidades. Mientras acercaba la cuchara a la boca, veía (con una
lucidez que podría calificarse de dramática) que el helado resbalaba.
Pensé que iba a lograrlo, pero cayó a medio camino, en el pantalón que
había lavado y planchado el día anterior paro salir con ella. Ella se
preocupó e hizo un gesto (en realidad varios, todos atolondrados) para
limpiarme y ambos nos dimos cuenta al mismo tiempo que no había manera de
hacerlo en la heladería. Y mientras ella examinaba mi pantalón, noté
que inclinaba peligrosamente su cucurucho y (debo decirlo) que había
estado tomando el helado con una pésima técnica. No obstante, me
pareció inconveniente advertirle (a una mujer grande, a una profesional)
que debía apurarse con los bordes. Y en segundos sus dedos, los de las
dos manos, todos sus dedos, estaban sucios de chocolate. —¡La
cartera¡—exclamó. Si,
la cartera también (me gustaba esa cartera y me gustaba como vestía).
Engulló lo que quedaba del cucurucho y limpió la cartera con una
servilleta. Mejor dicho: con seis servilletas.. Los dedos consumieron
otras cuatro y no quedaron muy bien. Entonces nos dimos cuenta que las dos
piernas de su vaquero también estaban manchadas de chocolate. —¿El
chocolate sale? —pregunté alarmado. Podría
haber sido una anécdota divertida, algo para recordar de viejos. Pero en
ningún momento reímos. Estábamos asustados y tristes. Al fin de
cuentas, no habíamos ido allí solo a tomar un helado: habíamos ido a
hablar y a despedirnos. Un hombre y una mujer de unos cuarenta años entran a una heladería del Centro. Hacen buena pareja. Toman los helados sin que nadie les preste atención y hacen proyectos para encontrarse en Italia: ella sonríe y bromea, él le sigue las bromas. Esa noche él se queda a dormir en el apartamento de ella. Se despierta a las cinco. Ella se va a Italia esa tarde (tiene trabajo asegurado por seis meses y, si le va bien, quizá se quede más tiempo) y eso lo pone triste. Además tiene calor y afuera está clareando y la conoce sólo hace tres meses y se levanta para mirarla mientras duerme. Se quedaría horas mirándola, pero teme que ella despierte y se desvele y no esté debidamente descansada (el viaje será largo). De modo que se sienta a la mesa, aparta unas tazas de café y unos libros, y escribe la historia de una pareja de personas maduras que se despide, tal vez para siempre, en una heladería. Una historia triste. |
Jorge
Gutiérrez
El
País Cultural N° 536
11 de febrero de 2000
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