Había una vez una ciudad con colinas. En la más alta se levantaba un Palacio, visible hasta de los barrios más alejados. Era un gigante níveo, erguido, opulento, que servía de centro y guía de la ciudad. Todas las avenidas convergían en él, formando una enorme estrella con muchas puntas. Grandes escalinatas de mármol blanco de Carrara conducían a un pórtico cuya bóveda se sostenía en un bosque de columnas dóricas. El exterior del Palacio se encontraba revestido del mismo mármol, recargado aun con tallas y ornamentos.
El salón de entrada era muy largo, con piso y paredes recubiertos de un mármol siciliano de fajas anchas y sinuosas, blancas y verdes sobre fondo rojo claro. Todo era reluciente, brillante, pulido. Los abundantes espejos reflejaban constantemente al caminante que lo atravesaba, inhibiéndole frente a tantos sosías. Las arañas de Baccarat cuajadas de caireles de reflejos irisados, iluminaban día y noche el salón, en el cual hasta los pasos se perdían porque gruesas alfombras y tapices de Esmirna apagaban los ecos.
De allí se pasaba a otras salas utilizadas con diferentes propósitos: recepciones, bailes, conferencias... Entre ellas, la más importante, la más sobria y fina era la de Reuniones de la Junta. Sus paredes estaban cubiertas de listones de caoba tallada con aplicaciones de nogal. El piso de roble se asomaba apenas entre las alfombras persas. Una enorme mesa ovalada se encontraba en el centro de la habitación, rodeada por doce sillas idénticas para los miembros de la Junta y un sillón para el Jefe. La madera absorbía los ruidos y desde afuera era imposible escuchar lo que allí se hablaba. No había ventanas; solamente una enorme puerta, enfrente del sitial del Jefe y dominada por sus miradas, comunicaba con el exterior. Todo estaba previsto: los renovadores permanentes del aire, los sistemas automáticos de iluminación de emergencia, los timbres e intercomunicadores para el personal de servicio, las alarmas de seguridad, los mecanismos de defensa en caso de ataque sorpresivo, los detectores de micrófonos, el circuito cerrado de televisión...
De todos los sistemas electrónicos instalados, el más perfecto era el de los ficheros. Había una ficha computadorizada sobre cada habitante del País: señas personales, nivel educacional, composición familiar, costumbres sexuales, trabajos efectuados y un resumen completísimo de sus ideas religiosas, sociales, filosóficas y políticas. Cada individuo era una novela que se enrababa con otra y otra, de tal manera que ese fichero era una gigantesca maraña que se entrecruzaba, repetía y relacionaba incesantemente. Partiendo de uno cualquiera de los habitantes se podía seguir la historia de todos porque los vínculos pasaban de persona a persona de modo que los pobladores se amalgamaban en un monstruo único de infinitos miembros. Ese era el verdadero y profundo sentido de Nación: unión indisoluble de individuos cuya vida compartida, entremezclada, confundida, era registrada en un cerebro electrónico inconmovible, objetivo, perenne...
Había muchos otros ficheros computadorizados: el registro de todos los haberes y gastos nacionales, de las transferencias de un fondo a otro, de los vaivenes de los préstamos. Estaba el registro de los bienes de capital, de los bienes inmobiliarios y de todo lo que se consideraba de valor: autos, televisores, heladeras, lavarropas, grabadores. Estaba el registro de las vacas, terneros, ovejas, cerdos y todo tipo de animal comestible con sus características: peso, tamaño, edad, dentición, enfermedades, vacunas, crías, posibilidades futuras de gestación. En fin, todo lo registrable estaba registrado y bastaba con apretar los botones adecuados para llamar a la memoria de la Gran Computadora: en la pantalla de la sala de Reuniones de la Junta aparecía en segundos la información requerida.
Aquel día, como todos los lunes, la Junta estaba reunida en Sesión Secreta. Se le llamaba SS para abreviar, en la jerga de los iniciados en el Gobierno. El clima era muy tenso; había gran preocupación en el ambiente. El Jefe levantaba la voz histéricamente, todos gritaban al unísono y nadie oía a nadie. De pronto el más anciano, pero no por anciano sino por sagaz y pérfido, pidió ser escuchado. Se hizo un silencio nervioso: la solución incluía el énfasis en los valores nacionales, el incremento de la campaña popular sobre la Patria y el entronizamiento de un Héroe. Necesitaban un Héroe. El pueblo podría así reafirmar su confianza en la Junta, aceptarla más que nunca y olvidar los problemas económicos secundarios que en un sinsentido momentáneo ocupaban la preocupación cotidiana. Por un error que frecuentemente los pueblos cometen, se había aletargado el sentimiento de Nación con la droga de lo material. De esta manera se desvanecía el papel protector de la Junta. Era necesario encauzar nuevamente las mentes para que disfrutaran del hermoso presente y del feliz futuro. Se necesitaba una nueva estrella de David, un Símbolo, ¡un Héroe!
Inmediatamente la Junta comprendió que esas prudentes palabras contenían toda la verdad. Se acabaron las discusiones: el Jefe apretó el teclado codificado del fichero llamando al registro de Héroes. La lista era muy corta. Uno había muerto fuera del País; su historia se presentaba como dudosa debido a ciertos rasgos de despotismo y crueldad pero en caso necesario podía ser rehabilitado; el problema fundamental radicaba en encontrar sus cenizas en el extranjero. Otro había sido Brigadier en el siglo anterior pero no tenía clara actuación en la lucha armada. Un tercero aparecía como vencedor de muchas batallas pero con una vida íntima que no era la adecuada para la moral del momento porque había dejado un reguero de hijos naturales. Y la lista se agotaba. Sólo quedaba uno más, el último en aparecer en la pantalla: militar de carrera pero con una única incursión marcial, presentaba el atractivo innegable de su personalidad: protector de su pueblo, carismático al punto de arrastrar muchedumbres tras de sí, luchador incansable por la libertad (lo cual podía servir como una consigna efectiva), pensador profundo e ideólogo. Había muerto en el exilio pero, según indicaba la Gran Computadora, sus cenizas se encontraban en el galpón número diecisiete de la Aduana.
Frente a los rasgos definidos de tan augusto personaje, la Junta por unanimidad resolvió usarlo como Héroe para la campaña de los Valores Nacionales. Se procedió entonces al estudio de los detalles del Plan. Había que retirar la vieja urna y fabricar una nueva, construir un espléndido Mausoleo, organizar un gran desfile para el día de la inauguración. El primer problema a resolver era encontrar un Maestro Platero que hiciera la urna interior (la exterior sería de madera de algarrobo y talladores todavía existían). Se trataba de una gran dificultad: hacía años que en el País no había ni plata ni oro para trabajar... La Computadora velozmente informó que en el barrio de los bajos, en las viviendas de emergencia construidas en las últimas inundaciones de treinta años atrás, vivía el único Maestro Platero que quedaba y que en ese momento era recolector de desperdicios por las calles. Se dieron órdenes perentorias para buscarlo. Se tomaron las precauciones de rigor: fuerte escolta, carro blindado, capucha en la cabeza...
Y el Maestro Platero comenzó su obra: sus manos, enmohecidas por el frío y por el contacto con la basura, fueron recuperando su habilidad ante el roce del noble metal. Y rápidamente la urna sagrada se fue moldeando.
Y comenzaron las obras para el Mausoleo. Vinieron los arquitectos encargados del diseño; vinieron los talladores y el mármol del Extranjero; vinieron los expertos en iluminación; vinieron los especialistas en acústica...
Y comenzó también la propaganda. Cadenas de televisión, carteles cruzando las calles, altoparlantes a toda hora, clases especiales para los estudiantes... Todo el País vibraba en función de las cenizas del Héroe que serían colocadas solemnemente en el Mausoleo. ¡El Pueblo entero se preparaba para el gran día en el que él y su Junta tuvieran al Héroe para rendir honores, llevar ñores y dedicar todos los actos, pequeños y grandes, de la vida nacional!
Y el tiempo en su marcha inexorable trajo al Gran Día, y éste vino con banderas, estandartes, bandas de música, desfile de uniformes, carrozas y caballos, gente emocionada. El Pueblo lagrimeaba agradecido por la buenaventura de tener a quien consagrarle la vida; la Junta, vestida de gala pero cubierta de humildad, contemplaba conmovida la urna con los restos del Héroe...
Y allí también, entre la muchedumbre pero solo, estaba el desconocido artífice de la obra: el Maestro Platero miraba, aplaudía, agitaba banderines y pensaba..., pensaba.., recordaba... Recordaba la urna rota, podrida, deshecha que le habían traído del galpón diecisiete de la Aduana. Recordaba el asco con que la había abierto y el disgusto con que la pulverizaba entre sus dedos. Recordaba el olor a moho, a ardido, a descomposición que salía de los despojos. Recordaba la sorpresa y el dolor con que había revisado el contenido: un poco de tierra, un hueso de perro y una suela de bota... Recordaba al Héroe... y lloraba. |