El sentido de la vida de Horacio Quiroga Antonio M. Grompone
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Dos hechos impresionan profundamente en las obras de Quiroga: primero, la falta de expresión subjetiva, de afectividad, la casi indiferencia por los personajes, a quienes muestra en sus torturas, caídas, miserias, sin manifestar hacia ellos simpatía aparente; en segundo lugar, todos los temas parecen sugerir algo de la vida misma del autor, como si en el desarrollo de las ideas hubiese un índice capaz de revelar cuál fue la consagración más íntima y el sentido profundo de esa vida.
La falta de expresión emocional se trasluce sobre todo en el tratamiento de los hombres. ¡Qué poco interés por el hombre hay en la obra de Quiroga! Es un elemento más en la naturaleza, pero no se inclina sobre el con amor ni con desprecio. El hombre lucha, se desespera, imagina, pero nunca es un triunfador y desaparece absorbido por un destino inexorable. En la selva, como víctima de fuerzas naturales, en la vida corriente, abrumado por su propio fatalismo o por fuerzas extrañas, el hombre es sólo un juguete y su voluntad se quiebra impotente o se torna trágicamente inútil por el juego de elementos que no pudo dominar.
Es una falta de ternura, de afecto, una sequedad impasible que le permite observar a los hombres, anotar sus problemas, verlos en la desesperación o en la tragedia y verificar su derrota en la desesperanza. Frío e impasible, sin ternura y sin subjetividad, sin la fácil emoción que se desborda, contiene la exteriorización de toda simpatía y de todo afecto.
Es esto lo que distinguirá siempre a Horacio Quiroga de los autores con quienes se le compara. En todos ellos, Jack London, Rudyard Kipling entre los contemporáneos, Maupassant entre los anteriores, el hombre es siempre el eje del cuadro, el elemento que concentra el interés y el drama. Sus personajes se agitan, luchan con la naturaleza o con otros hombres; se creen reyes de la creación, y tienen un aliento de superioridad que les permite vivir fraternalmente con los creadores del mundo; parecen vinculados a la divinidad. Pero en Quiroga marchan todos a la deriva y son despedazados sin piedad. Tal vez haya en lo humano un soplo divino, pero ese soplo no se manifiesta nunca y los hombres fracasan terriblemente ante el juego de las fuerzas implacables.
Por eso en El desierto, el protagonista lo previó todo menos la posibilidad de quedarse impotente y aislado en plena naturaleza. Los mensú que carecen de voluntad para vencer el clima, son víctimas de trabajos forzados y arrastran en la gloria de la naturaleza su miseria y su desesperanza infinita sin protestas, esperando sólo la alegría de una semana en que gastan todo lo que consiguieron en una contrata. Los dominadores mismos no tienen el aspecto brutal y triunfador que les presta la imaginación de un novelista social: tan esclavos los patrones como los miserables, aparecen todos arrebatados por una implacable tormenta avasalladora. Cuando el optimismo domina a un hombre como Benincasa en “La miel silvestre”, un accidente le hace terminar trágicamente la vida devorado por las hormigas en un instante inesperado. Un sino terrible parece transformar en trágico juego burlesco la confianza del hombre en sí mismo. La naturaleza ahoga todos los esfuerzos de liberación, a manera de esas plantas estranguladoras que rodean lentamente el árbol vigoroso y lo matan, o como esa savia tropical que exalta su vitalidad haciendo brotar lujuriosamente los troncos inútiles, mientras aniquila el esfuerzo del hombre y destruye su vida con las fiebres malignas.
Ni siquiera huyendo de la exuberancia tropical se evita el destino implacable. Las fuerzas que llevamos dentro marcan inexorablemente la marcha de nuestra vida y destruyen todos los propósitos de la voluntad. Los sueños se desvanecen y con ellos todas nuestras esperanzas. El amor es una ilusión que se borra y destroza sin que podamos hacer nada para salvarlo, siquiera como recuerdo de lo que pudo ser, de lo que se pudo soñar. Destrucción fría y perpetuo anonadamiento de sueños y de ilusiones sin notas inferiores; sin espectáculos crudos. Sólo el hombre abrumado que recoge, en “Una estación de amor”, los restos de la mujer que amó, o la desesperación de quien tomó a la mujer demasiado pronto o demasiado tarde como en “El ocaso”.
La trágica manifestación de fuerzas extrañas o el desborde de un mundo lleno de misterios se presenta con el mismo carácter: como el último resto de normalidad, como el automatismo del “El conductor del rápido” que hace naufragar la razón en un acto de heroísmo mental; pero las fuerzas ocultas no se exhiben con preocupación de neurótico o como la expresión de un espíritu delirante a lo Poe. Aparecen siempre la misma intención, el mismo concepto: el hombre, agobiado por lo incomprensible, marcha a la deriva como el pobre mensú que no tiene ya fuerzas y se deja arrastrar por la corriente, o el hombre estrangulado, como el árbol, que no resiste el abrazo mortal del zipó. Fuerzas que dominan y lo llevan, fuerzas que aniquilan y destruyen.
Sus personajes se debaten en un mundo de fantasmas, para terminar como juguetes de elementos que impiden la afirmación del individuo liberado. El destino absorbe la vida llena de esperanzas, de gracia, de posibilidades, con esa inesperada y angustiosa voracidad del insecto oculto en el “El almohadón de plumas”. Sólo por excepción el optimismo llena de alegría unos momentos fugaces.
Quiroga aparece con la sequedad de un espíritu que contempla el juego ridículo de unos seres que pretenden ser dioses y narra, con impasibilidad de observador indiferente, sin la menor emoción, sus más terribles tragedias. Esa desgarradora ansiedad de los niños abandonados en “El desierto", o el fin de “La gallina degollada’’, hacen pensar que lo humano se ha perdido fatalmente; que la angustia hace presa en el espíritu del narrador. II ¿Quién fue este hombre que concibió sólo la ridiculez de todos los esfuerzos y el fin de todas las esperanzas humanas? ¿Por qué halló satisfacción en burlarse de los ensueños y placer en describir los esfuerzos estériles del hombre, frente a un medio hostil en que fatalmente la víctima tendrá que ser el hombre mismo? ¿De dónde proviene esa literatura objetiva, que parece indiferencia y desprecio por todo lo humano? Conservo el recuerdo familiar de un Quiroga, muchacho alocado a quien se atribuían horrores en el pueblo: se le acusaba hasta de haber puesto tinta en la pila de agua bendita de la Iglesia, cierto día en que aparecieron manchas negras en el pecho de las beatas madrugadoras. Veo todavía el gesto de asombro con que se enteró mi padre de que Quiroga era un escritor; no podía concebir que aquel adolescente turbulento y destructor de la quinta, que acudía a ella con sus compañeros y terminaba siempre sus reuniones con diabluras inocentes, pero que un espíritu común no puede comprender, fuese capaz de escribir algo de valor. Y queda, además, el recuerdo de un joven mimado por la fortuna, que se dedicaba a rarezas literarias y parecía encaminado a realizar la vida espiritual de un señorito cualquiera, inteligente y sin preocupaciones económicas.
Junto con éstos, el recuerdo de una vida acariciada permanentemente por la muerte; su padre muerto trágicamente al disparársele la escopeta en una excursión de caza mientras cruza un arroyo por un alambrado (la figura de “El hijo" muerto del mismo modo). El padrastro que se suicida con un tiro de escopeta en la boca (esa escopeta que fue la primera que tuve en mis manos); los hermanos que desaparecen inesperadamente en plena juventud; la muerte, por causa suya, de su amigo Ferrando; suicidios que dominan con sus trágicas proyecciones toda la juventud.
Y como accidentes que coronan ese derrumbe de vidas, la pérdida de su fortuna; la aventura de plantador en el Chaco donde terminaría la vida con una tifoidea su hermano Prudencio; la acción en la selva tropical, mezcla de aventura y de lucha por la vida, donde no termina la serie de sus experiencias de muerte; el suicidio de la persona amada; y finalmente, su propio suicidio. Vida tocada por una experiencia suprema, que saca de los hechos trágicos la noción de la vida misma.
La vida, vinculada siempre por oscuros designios o necesidades vitales a un destino sombrío e inevitable en el que predomina el dolor y la muerte, puede sentirse como el punto hacia donde convergen un juego de fuerzas destructoras. Parece entonces que la propia presencia desencadenara los elementos de desolación y de tragedia. Quiroga hizo el sacrificio de toda su emotividad aparente quizá porque agotó sus posibilidades de temor frente a lo insondable: el hombre contempla serenamente todos los acontecimientos cuando ya nada parece capaz de superar la angustia y el dolor del pasado. Se ha vencido el infausto horror a la muerte; se ha racionalizado la inferioridad de sentir la suerte humana condicionada a fuerzas de naturaleza misteriosa. Por más extraños elementos que aparezcan, todas las posibilidades se aceptan porque la suerte del hombre estuvo ya unida a torturas excepcionales.
Frente a quienes lo trataban, Quiroga aparecía como un espíritu para quien la vida era sólo un motivo de experiencia por encima del dolor, porque era capaz de soportar impasible todas las contingencias. “Hay algo de gran señor en Quiroga” anotaba un amigo que se sintió impresionado por su gesto de nobleza y sus maneras de excepción. Era un gran señor en el modo de tomar los acontecimientos vitales, más que en la distinción atildada, que adopta un gesto teatral o impersonaliza la figura reduciéndola a actitudes externas, que ocultan el vacío del espíritu adoptando máscaras que otros hicieron dignas. Era un gran señor en la impasibilidad para contemplar las miserias de la vida, en el sello inconfundible con que impedía que los acontecimientos mezquinos absorbieran su espíritu o provocaran en él reacciones inferiores, en la lejanía con que trataba los acontecimientos cotidianos, para tomarlos sólo como elementos de verificación o de experiencia; superior al medio, sin el desprecio amanerado e hipócrita o la jactancia de una superioridad que no lo es porque carece de dignidad.
Le oí hablar serenamente de tinterillos que querían reducirlo a ejercer de amanuense en el Consulado del Uruguay en Buenos Aires, sin una queja, sin un gesto de impaciencia, como simple indicación de lo que pasaba y de lo que podía hacer. Gran señor impasible, con el espíritu de quien lleva toda su vida dentro, que no necesitaba de exterioridades; gran señor que se siente desprendido de todas las vanidades y de todos los rencores, que no se apasiona porque su vida brota sin contraste con los demás y siente que su energía le impide despreciar o herir. Serenidad extraordinaria de quien no experimenta la necesidad de afirmar su grandeza y mantiene el dominio de sí mismo, de un modo extraño, en la intensidad vital absoluta; gran señor, en el fondo, porque posee el señorío de la vida fuerte y honda, que no tiene ni necesita moldes tradicionales, ni medidas ajenas, ni cotejos con otras vidas. Siendo como era espontáneo, natural, sin aprendizaje previo, resultaba impresionante y grande.
Su señorío interior, quitaba interés a los hechos y a las preocupaciones inmediatas, porque situaba los acontecimientos diarios en esa perspectiva lejana que borra o desvanece todo lo pasajero y momentáneo. Los hombres se aferran a privilegios, a distinciones de clases, a modos de hablar y de vestir; pero frente a la vida pura, frente a la naturaleza se borran los afanes secundarios y el espíritu se impregna de indiferencia o de tolerancia. Se disputan las posiciones y se intenta vencer en una exaltación áspera de rencores mezquinos, de reacciones apasionadas por algo que no representa valor para quien carece de vanidad; para quien puede contemplar la verdadera naturaleza de todas las posiciones o de todas las conquistas humanas, dejando amarguras v absorbiendo vitalidad.
El gesto de Quiroga que narra simplemente sus andanzas de oficinista, marca un contraste violento con la visión de miles de burócratas que se desgarran por mendrugos, por la gloria de un nombre, o por aproximarse a un gobernante, preocupado a su vez por mezquindades aparatosas de éxitos aparentes e incienso pagado con favores. Es el gesto de un hombre que se liberaba interiormente de toda la pequeñez de los hombres esclavizados que rinden culto a las preocupaciones artificiosas de la vida.
Aparecerá a veces el calificativo de estoico, pero no lo era en verdad Quiroga. El estoico forzaba ridículamente toda su inclinación, ponía tensa la voluntad para contrariar impulsos íntimos y crear una orientación a la que naturalmente no se hubiera dirigido. En Quiroga vivía un ser armónico y lógico. Todo su espíritu se apartaba naturalmente de las pequeñeces humanas; de los esfuerzos que gastamos para soportar lo que nos disgusta o abrirnos camino en el medio social. Sus hombres se inspiran poca simpatía recíproca; en toda la obra se encuentran los seres humanos vinculados en el esfuerzo o en la oposición pero falta el vínculo afectivo; el aprecio y comprensión por la suerte de lo humano. La emoción sólo se transparenta frente a los animales y a las plantas. Un abacaxí que lucha en un medio hostil, la naturaleza que estalla en vitalidad avasalladora, los animales de la selva, la selva misma; el río que tiene impresionante variedad de vida, todo vibra y aparece como elementos que tienen espíritu y sentido; que se comprenden y se aman; que se sienten vinculados y se buscan. Hasta en eso se revela el gran señor que no puede sentir la fraternidad con lo humano, porque no quiere que otros hombres intervengan en su vida. Huye de los hombres para que no rocen las riquezas del espíritu con sus pretendidas comprensiones; porque tiene el terror de los que sólo viven para penetrar en los otros, para hacerles perder el sentido de su soledad, el placer extraño del aislamiento, la intensidad de una vida interior que es menos rica cuando se exhibe o cuando la sorprenden ojos indiferentes.
No desprecia ni odia a los hombres: ama su propia soledad y siente frente a ellos pudor de exhibir su alma, de descubrir sus preocupaciones y debilidades, sus miserias y sus coloquios más íntimos. Frente a los animales y a las plantas no se siente al enemigo, y la actividad se exalta en plena euforia en una objetivación que toma por medio los seres que viven fuera de nosotros. Al penetrar el mundo exterior extiende su propio mundo. Gran señor sin desprecio ni odio, mantiene en su alma un secreto que sólo podía entregar en la intimidad comprensiva de la naturaleza; secreto que se entrevé en la objetividad imperturbable de sus narraciones, en sus cuentos terribles de impasibilidad, en la descripción indiferente de las vidas desgarradas. III La impasibilidad es dominio, señorío interior del que no quiere entregarse a los hombres para que juzguen su vida y la utilicen en las enconadas luchas de los espíritus pequeños. La confianza en sí mismo se revela al no buscar complicidad con las miserias de los hombres, ni la simpatía o el halago.
El hombre que así huye de las debilidades humanas, si escribe lo hace como un complemento necesario de la vida misma; su pensamiento continúa la acción y no es un adorno que disfraza la intimidad espiritual.
Toda la obra de Quiroga es, así, la expresión de una ansiedad por la aventura; la concepción angustiosa de quien está dispuesto a jugarse la vida entregándose por entero al camino trazado. Es ese el secreto de sus actividades de hombre y de su producción de escritor; ahí puede encontrarse el vínculo que establece la unidad de la vida y de toda su obra, la confesión que no hizo, pero que se adivina en todo lo que fue y lo que escribió.
Cada época tiene sus aventureros reales y los que creen tener sus aventuras. Aquéllos ponen su destino en cualquier acontecimiento aún insignificante, y toda la vida está sujeta al fin que persiguen. Estos permanecen en un inalterable vacío interior, o porque falta la afirmación personal o porque se aniquilan en una desesperada inquietud sin objeto. En ambos casos necesitan de la magnitud del acontecimiento exterior para forjarse la idea de que algo han representado en lo real.
Los señoritos desocupados viajan para hacerse la idea de que descubren el mundo; los burgueses tranquilos se sienten Nemrods gloriosos al cazar con armas perfectas y aniquilar animales que no pueden crearles situaciones peligrosas. La imitación grotesca del hombre que se cree señor de la aventura y realiza solamente la concepción cómoda de un desocupado interior y exteriormente, hace pensar con tristeza en las energías destruidas sin inteligencia, con el fin de tener tema en tertulias amables o de representar una comedia. La aventura es concebida sólo como desplazamiento sin conmoción interior y sin que esté en juego el sentido de la vida o la vida misma.
En el otro extremo la inquietud impone el girar sin objeto, el cambio de escenario, el impulso sin dirección personal: la voluntad se convierte en una reacción frente a los acontecimientos externos, sin contralor íntimo. El hombre no tiene su dominio espiritual y sigue la primera imagen, cambia de aspecto exterior la vida, se encuentra siempre ante nuevos acontecimientos; pero no se hace un solo esfuerzo porque el sentido de la vida salga de uno mismo, no se tiene la impresión de que la personalidad se juega totalmente al orientarse: falta la ciencia misma de la aventura que puede promover la angustia del espíritu.
No es, pues, el hecho exterior el que da valor a la aventura, porque los grandes acontecimientos exteriores pueden carecer de trascendencia como aventura interior. Además, lo que fue resultado de un esfuerzo colectivo realizado por agrupaciones humanas, careció de valor como actividad individual.
La fantasía agranda los viajes de Marco Polo y el valor del viajero que retorna del Oriente lejano trayendo fabulosas riquezas y narraciones extrañas. Pero la aventura de Marco Polo fue creada por la imaginación de los hombres. Los verdaderos aventureros fueron los primeros venecianos que se lanzaron a la conquista de nuevos mercados, desafiando los peligros reales o posibles, ante el azar y lo desconocido, y abrieron una nueva ruta por la que los otros, y el mismo Marco Polo entre ellos, viajaron después con la casi seguridad de no encontrar obstáculos, aunque tuvieran que soportar las incomodidades naturales de un largo viaje.
No tienen tampoco espíritu de aventura los hombres que en nuestra época aparecen como dirigiendo vastas empresas industriales u organizaciones de las que depende la suerte de la humanidad. En la realidad de los hechos, son hombres representativos, son sólo instrumentos de una institución que no han creado y que ni siquiera dominan, y siguen casi pasivamente la línea de conducta que el mismo medio social les traza.
Los hombres se imaginan que un rey del petróleo, o un dominador capitalista actual debe tener personalmente intensidad de vida; y les ve con gestos de esclavizadores contemplando indiferentes cómo el sudor y la sangre de los hombres van convirtiendo en oro el sufrimiento y la vida misma de obreros y víctimas de las explotaciones industriales. En la realidad, la organización va haciendo desaparecer el sentido de solución personal, y el director general es un buen burócrata que sólo ha ordenado algo inmediato: ha carecido de imaginación y de inteligencia para pensar que al ordenar una compra de acciones, o disponer una explotación comprometía la vida de hombres aniquilados para la satisfacción brutal de las necesidades industriales. Los jefes que dirigen ejércitos y matanzas, los gobernantes que tienen a merced suya a tantos pueblos, en la generalidad de los casos han transformado la solución de sus problemas vitales en elementos de burocracia o en abstracciones, faltando el riesgo de la decisión adoptada por el hombre que toma la aventura como índice de vida. En la acción colectiva se diluyen todas las actitudes personales, y las que más trascendencia pudieran tener en lo social, fueron insignificantes individualmente consideradas.
En Quiroga toda la actividad del espíritu estaba encauzada por el ansia de la aventura. No tiene seguramente la variedad de acontecimientos y de paisajes exteriores de Rudyard Kipling o Jack London. Estos han recorrido más mundo, han visto más tierras, han descrito climas, naturaleza, accidentes geográficos más variados: un mundo a través de los cuentos. Y, sin embargo, en Quiroga aparece más grande y más rica la naturaleza, casi no se siente la impresión de que es un lugar limitado el escenario de su experiencia. Es que en los otros la aventura estaba en el movimiento, y el viaje exterior era sólo un cambio de decorado en el cual jugaban su vida los hombres. En Quiroga toda la vida dependía de esa naturaleza, y la importancia del medio la daba la vida misma, arriesgada en una lucha, a la que había entregado de antemano todo para realizar la solución buscada.
Acontecimientos tan sencillos como la implantación de la destilación de naranjas, la adaptación al medio hostil de unas plantas exóticas, la formación de un jardín, aparecen arrastrando a la aventura vidas que toman eso como un fin trascendente y que se aniquilan como si estuviera en juego la suerte de la humanidad: una pequeña industria puede, así, exigir un riesgo vital, una concepción espiritual, un despliegue de energías, un amor a la aventura incomparablemente mayor que el de cualquier director de empresa capitalista que domine un continente, pero que se ha mecanizado en una actitud de cómodo ordenador de escritorio.
Todo depende, pues, de la vida interior y de tomar el pensamiento como riesgo supremo. Y si en Quiroga la naturaleza prestó un marco para el juego de la vida, en otros casos la aventura lleva a la tragedia sin cambiar de decorado. Así, en Kierkegaard, una preocupación religiosa del padre, en la obsesión del pecado, arrojó sobre la vida del hijo el peso de su melancolía, aniquilando la despreocupación de la infancia y arruinando su juventud; posteriormente toda su religiosidad se manifestaba en una trágica desesperación interior, en el abatimiento que lo apartaba de la normalidad de vida de los otros hombres. Para esa vida interior, llena de misticismo, de melancolía, de crisis, de tormentos íntimos, un acontecimiento que pudiera conmover hondamente su espíritu era siempre un hecho espiritual y no un cambio exterior. Pudo tener la vida más atormentada y más dramática, pudo considerarse presa de espantosa tristeza, sin que ninguna de las turbulencias espirituales fuera provocada por hechos que llegaran a impresionar a los otros hombres o que pudieran ser notados objetivamente, dentro de la mayor normalidad de vida corriente. La única medida de la intensidad de la aventura, está en lo que cada uno arriesga al tomar el camino: puede hacer el sacrificio supremo sólo por un pensamiento y sentir el riesgo excepcional de orientarse en un sentido que absorbe toda otra posibilidad de acción.
Quiroga tuvo también en su vida el ansia de la aventura que tomaba como eje de la actividad de su propio espíritu, y es ese sentido de su vida lo que da rara unidad a su obra. Es él mismo el hombre que no puede quedar reducido en su acción al marco de las actividades sencillas. El adolescente de hace cuarenta años regresa del viaje a Europa, y trae la exaltación decadente, la lucha literaria en corrientes que escandalizaron, la subversión ruidosa que exhibió ante la cara espantada de los buenos burgueses; después, continúa como plantador del Chaco, medio explorador y medio colono; finalmente derrocha energías en las Misiones y en ensayos industriales, en fracasos de plantador. Se percibe el placer con que habla del hombre de la selva que maneja rudamente su machete, penetra en lugares donde otros hombres no han penetrado, y lucha por dominar esa naturaleza lujuriosa, siempre vencedora y que lo seducía a pesar de todo. Es la seducción que tienen para él todos los elementos que pueden presionar o poner en peligro al hombre: las animales que destruyen, su obsesión de las serpientes; y fuera de la naturaleza tropical el interés por fuerzas misteriosas. Entre las escenas de la selva y la concepción de los “Los Buques Suicidantes”, de las fuerzas extrañas, de los rayos N1, hay una íntima conexión; es siempre el mismo Quiroga, con experiencia diversa, que además ha tenido siempre en su vida la impresión de la muerte asediándolo en los hechos. Algo más que la voluntad humana aparece en el mundo, y vence a esa misma voluntad. Los hombres confían en su razón, pero esta es un juguete frente a fuerzas oscuras que la asaltan dominándola. Y no hay una construcción artificiosa, a lo Wells, de mundos imaginados; porque existe la convicción interior de que la concepción importa poco, lo esencial es que nuestro destino está en juego. Por eso, Quiroga aparece frecuentemente ingenuo en los temas extrahumanos; es que le ha traicionado su sentir y ha tenido sencillamente una confidencia que por carecer de hábil concepción y no dirigirse a impresionar, da la sensación de demasiado pueril.
Una doble aventura: en el campo de la experiencia con su vida de hombre de las selvas, en el campo de los sueños con su extraña concepción de la vida y de sus zonas misteriosas; pero siempre la misma atracción por el esfuerzo y la intensidad vital, le hace poner todo en el riesgo espiritual que es, en el fondo, lo único que crea realmente el riesgo y que quita tranquilidad a las vidas. Los acontecimientos anteriores acechan siempre para destruir los sueños de los hombres, pero carecen de importancia cuando no inquietan la vida interior; la grandeza no está fuera sino en el interior del hombre mismo. Viajero lleno de inquietud, ansioso buscador de aventuras, con la desesperación del cambio de paisajes, Jack London no da más impresión de penetración, ni de aventura que Quiroga, hombre de las Misiones; el gran señor impasible ha contemplado el más allá que estremece a los hombres, y ha retornado a la vida con la serenidad de esa experiencia extraordinaria. |
Antonio M. Grompone
Revista "Ensayos" Nº 11
Montevideo, mayo de 1937
Al día 5 de noviembre de 2016 inédito en la web mundial.
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Horacio Quiroga en Letras Uruguay
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