La
familia Alfredo Dante Gravina |
Secundino
Ruiz había trabajado desde joven una chacra allá por Lomas de Zamora.
Habiéndosele muerto su compañera, y ya a las puertas de la vejez, el
chacarero casó de nuevo, con una mujer cuarentona, viuda ella también,
que no trajo sus hijos al rancho porque desde chicos loa
"acomodaba" en casas de familias pudientes para que no pasasen
necesidades. Arlinda, que así se llamaba, era fertilísima y no podía
darles de comer a todos. Al principio le había costado mucho contrariar
sus instintos maternales, pero luego se fue acostumbrando hasta parecerle
una cosa bastante natural. Los
hijos mayores de Secundino, hombres hechos y de oficio, ya no estaban en
la chacra. Quedaban allí una niña de cuatro años, Hortensia, y dos
muchachuelos que ayudaban a su padre a roturar la tierra. Los
muchachos no se avinieron con la madrastra. Los inquietaba esa mujer
demasiado joven y buena moza para el padre, que andaba por el umbral de
los sesenta y a quien querían y respetaban. Uno de ellos salió de
"bostero" en una comparsa de esquiladores y al terminar la
zafra, no regresó; el otro siguió su ejemplo marchándose de peoncito
con unos ladrilleros que estuvieron trabajando por las inmediaciones. Transcurrieron
algunos años. Secundino no permitió, aunque, soportaron de corrido un año
de sequía y otro de langosta, que su mujer "colocase" a la
pequeña Hortensia ni al vástago que nació de la nueva unión, Miguel. —¡Gracias
a Dios siempre pude criar a mis hijos —decía con orgullo—. Que se
vayan cuando ya pueden valerse, es otra cosa, pero así, cachorritos, en
manos de extraños, es una herejía. No ha de ser. Los gurises siguieron criándose en la chacra, y resultó que Arlinda no fue ni mala madre ni mala madrasta porque como ella decía, se desprendía de las criaturas por necesidad y no por maldad: —No
iba a dejar que los angelitos se me muriesen de hambre. Yo sé que es
pecado, pero como los pobres tenemos que pecar a la fuerza, es una
condena, entre el pecado grande y el chico, hay que quedarse con el chico.
¿No hallás, Secundino? Secundino
ee mostraba arisco en este punto de los pecados de mayor o menor tamaño. —La
tierra da —contestaba evasivo—, ha dado siempre, y pa muchas bocas...
Eso sí, hay que trabajarla y cuidarla mucho, con cariño, hay que
abrazarse a ella pa que rinda... La
mujer, supliendo la ausencia de los muchachos, supo abrazarse también con
la tierra, y la tierra continuó dando maíz, zapallos, papas, boniatos,
cebollas, y con el fruto de la tierra se alimentaban, se vestían y
pagaban el arrendamiento. En
ocasiones, durante los anocheceres estivales, mientras la brisa susurraba
entre el maizal de hojas filosas, mientras iniciaban los grillos su hogareña
canción y los gurises perseguían por la ladera de la chacra las fugaces
lucecillas verdes de las luciérnagas, conversaban, sintiéndose en paz y
hasta felices. La charla, por momentos, se hundía en el silencio. Un
silencio apacible, por el que transitaban los pensamientos con la misma
suavidad con que el mate iba de una mano a la otra. Durante
mucho rato, caída ya la noche, perduraba en el horizonte el resplandor cárdeno
del crepúsculo. Y en los campos desiertos, en las llanuras inmensas que
envolvían el grupito de chacras como el mar a un islote perdido, surgían
algunos puntos luminosos. Uno...dos...tres... Nada más, en toda la
anchura y la profundidad nocturnas. Eran
las estancias. La
mala nueva llegó de golpe, destrozó de golpe la paz en el hogar de
Secundino Ruíz. El
hombre no se preparó jamás para una desgracia antes de que aparezca o de
señales tan evidentes que desgracia y señales sean casi una misma cosa.
Si se abate sobre él, la resiste, la sufre, la asimila, se resigna,
arranca no se sabe de donde fuerzas para luchar contra ella. Se templa.
Pero no se prepara. Está hecho para la felicidad. Cuando parece que está
preparado es porque una nueva desgracia ha caído sobre la que ya
sobrelleva. Así,
de muy poco le sirvieron a Secundino las noticias que de boca en boca
llegaban hasta el rancho sobre los desalojos de labradores en otros puntos
del país. Una ligera alarma, si acaso, pero, ¿por qué había de tocarle
a él también? ¿Por qué atormentarse inútilmente? Súbitamente
fue notificado, y con él los otros chacareros del contorno, que el dueño
de las tierras las había vendido y que el nuevo propietario les daba el
desalojo. Secundino
quedó aturdido. Había sufrido las sequías que agrietan la tierra, los
soles que calcinan el mundo verde de las plantas convirtiéndolo en un
montón de hojas mustias, amarillas, vueltas hacia sí mismas, enrolladas
en un gesto postrer de agonía, terrible rictus de sus cuerpos secos,
sedientos, camino de la muerte. Años malos, años de hambre, de penurias
sin cuento. Pero
la tierra seguía siendo la tierra. Un poco de abono y la tierra, llegado
el siguiente período de siembra, reverdecía y daba sus frutos. La tierra
no tenía la culpa, era el agua que faltaba. Sólo el agua, sólo la
lluvia del cielo, capricho de la naturaleza, capricho de Dios, no se sabía
qué, tal vez castigo de fuerzas ocultas, por quién sabe qué pecados,
designios misteriosos que el hombre no podía penetrar. Por
eso él no entablaba diálogo alguno con la tierra; la tierra era
sencilla, sin misterios, sólo exigente como una gran amante poderosa y
fecunda. El diálogo, secreto, donde ora se deslizaba la suplica, ora la
imprecación y la blasfemia, era con el cielo, con las nubes, con las
potencias dueñas de la lluvia. Con
los hombres no sirvió ningún diálogo, ninguna protesta, ningún
petitorio, ni oral ni escrito. Fueron desalojados. Antes
de entregar la tierra Secundino recorrió leguas y leguas, holló caminos,
preguntó, averiguó y en parte alguna encontró tierra para arrendar.
Enloquecido, se dirigió a los otros chacareros. ¿Que hacer? En un
arrebato, propuso no entregar la tierra, resistirse a mano armada. Le
hicieron ver que eran muy pocos, que no estaban preparados y que serian
aplastados, encarcelados y sus hijos se morirían de hambre. Y
era cierto, porque si el hombre no puede prepararse para la desgracia,
puede en cambio prepararse para la lucha y ellos no lo habían hecho. —Igual
se van a morir —replicó Secundino—. Pero
se le había disipado la furia y de pronto se sentía cansado y viejo. Cansado,
si, y triste, y viejo, aunque no tanto como para entregar la guardia. Había
que vivir, dar de comer a los suyos. A dos leguas de allí y a poco de
media legua de un rancherío, sobre un ensanche del callejón levantó su
nueva vivienda. La que habían dejado era de terrón, pero estaba
recubierto de mezcla, blanqueada, tenía tres piezas, una sólida armazón,
un buen quinchaje, ventanas con vidrios; y además galpón, horno,
chiquero, gallinero, frutales. La de ahora era un rancho pelado sobre la
tierra pelada. Todo
lo que salvara del desastre estaba reducido a un carro de dos ruedas y un
par de caballos viejos con sus arreos. Se puso de carrero, ¿qué otra
cosa iba a hacer? Miguel oficiaba de ayudante y el viejo no tenía motivos
para quejarse de su desempeño. Por su parte, Arlinda tomó algunos
lavados y con la ayuda da Hortensia arrimaba algunos pesos más al rancho. Y
por un tiempo, debatiéndose en medio de grandes dificultades, mal comidos
y rotosos, siguieron tirando. Hasta que sobrevino un nuevo contraste.
Alguien, en el poblado, compró un camioncito de carga y ocurrió que en
la zona no había espacio para un camión y un carro y el camión desalojó
al carro. El
primer impulso de Secundino fue de odio a la máquina y al dueño. Cada
vez que el camión vencedor cruzaba frente a su mísera choza rugiendo y
levantando remolinos de polvo, el viejo le lanzaba un grueso insulto. Más
tarde, serenado, comento: —Es
al ñudo, en este mundo, donde uno entra a ganarse la vida, otro tiene que
morirse de hambre. Los más pobres no tenemos lugar. Pero yo pregunto: si
no tenemos lugar en esta tierra donde nacimos y nos criamos, y nos
deslomamos cinchando, ¿dónde vamos a tener lugar? Que me contesten. La
pregunta quedaba flotando en las conciencias. Se ensombrecía la vida de
los cuatro habitantes del rancho, apretaba la hambruna, pero aún seguían
pensando como miembros de una misma familia, cada uno en la salvación de
todos. Hortensia
tenia quince años y Miguel once. Para
volverse caviloso, al viejo chacarero no le faltaron motivos, que venían
a sumarse a los que la vida le había dado de antes. A
una muchacha cuyas caderas se redondean, cuyo busto se empina poderoso, ¿que
le inspiran los jinetes que los sábados al atardecer, ataviados de
domingo, cruzan hacia el rancherío? ¿Qué ve en los jóvenes estancieros
que aminoran la marcha de sus autos para recorrer su cuerpo con audaces
miradas? ¿Y qué hay en el rancherío cercano, aparte los almacenes
abarrotados de comestibles y telas que lucirían a la maravilla en su
cuerpo floreciente? Las
inquietudes de la edad, la curiosidad imperiosa por el otro sexo
arrastraban a Hortensia hacia esos hombres. En ellos estaba la respuesta a
los interrogantes del cuerpo y del alma, la continuidad natural de la
vida. Y
ahora que la miseria se plantó en el rancho y el hambre y la desesperación
tornan crueles las miradas sin esperanza que se cambian unos con otros, su
pobre cabecita fantasea. En las noches, bajo el firmamento estrellado sueña,
palpitante el corazón, con los rostros varoniles que el camino le depare.
No ha elegido, pero ansía que el más osado venga, la tome y se la lleve
consigo. El
viejo maliciaba los pensamientos de la muchacha: —¿Qué
te pasa, Hortensia? ¡No te duermas; mejor que vayas a llevar esa ropa y
te dejes de andar cismando. ¿Qué mirás? Hortensia
miraba el camino. En vez de salir con la ropa campo traviesa para acortar
distancia, enfilaba por el camino, tardo el paso, contemplando las
espaciosas curvas que describía antes de penetrar más allá, en el
rancherío. Y
el camino, a fuerza de exigírselo, le dio todo lo que podía darle. Un
hombre. No un estanciero, sino un tropero que le "puso" rancho
en el pueblo y mal que bien le dio de comer todos los días. Miguel,
al enterarse, declaró, categórico, con su madurez de once años: —Es
una puta. El
brazo del padre se distendió con la velocidad de una sombra,
revoleándolo por el suelo.
—¡Usté
se calla, porquería! —bramó—. Irguió
su cabeza cana mostrando un rostro lleno de arrugas, contraído por la cólera
y el dolor, en el que relampagueaban con odio los fatigados ojos pardos. Y
se encaró con Arlinda. Amenazador. Jadeante, —¡Y
usté también se calla! ¡Ya sé lo que piensa! Se calla, si no la mato.
¿Ha oído?.... M'hija no es una puta, como dice este lengua larga, ni va
a ser feliz como usté se cree.. . ¡Tenia que resucitar la desparramadora
de 'hijos! ... Mi pobre hijita, lo que es, es una desgraciada. Debían
saberlo. ¡Y respeten, aunque más no sea porque ustedes también son unos
desgraciados! ¿Entienden? ¿No se dan cuenta que son unos desgraciados
también? Antes
de que el viejo terminara su imprecación, la mujer se volvió y salió.
El niño, con los ojos muy abiertos, se quedó hasta el fin. Hortensia
había lanzado el "sálvese quién pueda" y partido. ¿Quién la
seguiría primero? ¿Lograría la mujer llevarse al niño? Secundino,
con el humor de un perro viejo, vivía callado y solo gruñía cuando
alguien se le acercaba. Vigilaba y esperaba lo inevitable. Pero no
esperaba simplemente. Su silencio estaba preñado de amargos pensamientos.
Ora una sorda rebelión contra el destino lo revolvía y entonces parecía
que de un momento a otro iba a estallar algo terrible en el rancho; ora se
hundía en el hoyo negro de la impotencia y sólo se arrancaba de él al
pensamiento de que después de todo era una suerte que la pérdida de la
tierra y la miseria consiguiente hubiesen llegado cuando Hortensia y
Miguel, ya creciditos, podían valerse por si mismos. ¿Qué hubiese
pasado si fuesen unos angelitos indefensos? Pero
en realidad, no se consolaba. Oleajes de furor, de odio contra los dueños
de la tierra que lo habían arrojado a este callejón sin salida, se sucedían
de continuo. Y más que consuelo, más que resignación era aquello un
lento desangrarse. —Peor
que si me hubieran hachado las dos manos —farfullaba mirándose las
tendinosas extremidades como si estuvieran secas o muertas. Y
la esperanza, la única esperanza que lo sostenía frente a la amenaza de
una soledad definitiva, era Miguel. El viejo comprendía que la actitud
del niño a raíz de la marcha de Hortensia, condenándola, lo había
definido en cierto modo; pero sabía de sobra que nada lo preservaba de un
viraje, tan dura era la fuerza que los disgregaba. ¿Quién
se iría primero? Por todo lo que él podía prever. Arlinda se iría
primero. Sin el niño. "No conseguiría arrastrarlo, si es que
llegaba a proponérselo. Sí, ella se marcharía irremediablemente. A ella
la había salvado la tierra mientras duró la tierra. Ahora había vuelto
a ser la de antes, la que "colocaba" sus criaturas. Y aunque
deseaba que ninguno lo abandonara, porque no quería verse abandonado,
llegó a anhelar que Arlinda se marchara cuanto antes. Donde Miguel se
marchara primero a cualquier estancia, a trabajar por la comida no más,
ella no vacilaría en imitarlo, no se quedaría a vivir con un hombre
viejo y empecinado, que para peor la odiaba sin reservas. Pero si se
marchaba ella primero, entonces sería probable que Miguel no lo
abandonase. Y
siguió ocurriendo lo que no se podía parar. Y hasta había que
agradecerle a Dios que las cosas siguiesen ese curso. Entraba el invierno
tupiando por los campos sus silbantes ventolinas cuando una mañana,
volviendo del rancherío, Secundino apoyó las manos sobre los hombros de
su hijo y lo miró a los ojos como nunca lo había mirado. —Usté
es un hombrecito ya —le dijo gravemente con voz que pugnaba vanamente
por disimular un temblor—. Sepa, amigo, que su madre no vuelve. Se queda
de cocinera en la Estancia Grande... Dice que siendo dos solos nos hemos
de arreglar mejor... Y yo digo que sí. En esto es en lo único que le doy
la razón... El
muchachuelo no dio muestras de extrañarse mucho. Permaneció mudo, mordiéndose
los labios. —Sepa que yo tampoco la quiero más aquí —añadió el padre...—. Quedamos los varones. A
escondidas de su padre Miguel lloró amargamente. Primero Hortensia, luego
su madre y ahora... quedaban los varones. Llevado por una fuerza tan
poderosa como indefinible, Miguel se prendió a esta frase que lo convertía
de golpe en hombre. Percibía que gracias al juego despiadado de la suerte
él cobraba en la vida de su viejo padre y en la suya propia un valor que
no había tenido antes. ¡Pobre viejo si se quedaba solo y enfermo! Un mate
de sabor gastado que va de las ásperas y nudosas manos del viejo a las
menudas y ágiles del niño; los profundos silencios extendidos; el frío
que cala los huesos; los recuerdos que calan el alma, y la tentación, la
tentación que crece y se hace terrible, todo lo comparten. En
este minúsculo universo compartido, sólo la tentación se desborda. Es
como un animal que aúlla y estira sus garras hacia afuera, hacia los
campos donde pastan miles y miles de vacas y ovejas. Si ellos se comieran
una oveja, ¿qué pasaría? Todo quedaría exactamente igual que antes,
menos el hambre de los dos cuitados. Una oveja no es nada para los campos,
nada para loa estancieros, y puede llegar a serlo todo para ellos. Sólo
que el que carnea ajeno, si lo descubren va a la cárcel. El
nudo de la cuestión es no dejarse descubrir. Secundino,
muy golpeado, teme. Tome la deshonra. Teme dar ese paso, presiente
que sería la confesión total de su derrota. Y más teme aún los
peligros —y el robo es uno de ellos— que pueden separarlo del niño.
Ha perdido la tierra, ha perdido una vida de trabajo, ha perdido la
familia, parecería que lo ha perdido todo. Y sin embargo, está Miguel.
Con el amor paternal se ha fundido un sentimiento de camaradería que
ahonda más los lazos que lo unen al niño. Miguel
iba con frecuencia al pueblito a vender los cueros de zorrillo y comadreja
que cazaba en los campos. Volvía con algo de yerba, sal y galleta. El
viejo temía que en cualquier oportunidad su madre le saliese al cruce en
el camino para "colocarlo" en la Estancia Grande, junto con
ella, o bien en otro lado. Claro
que él confiaba en Miguel. No eran pocas las muestras de adhesión que
tenía del muchacho. A veces hasta sacrificaba parte del escaso
aprovisionamiento de galleta para traerle un poco de tabaco. Pero fuese
como fuese, la experiencia era tan cruda, tan amarga, que el miedo de
perder a Miguel no se le quitaba del corazón. Y
una tarde Miguel no regresó. Se puso
el sol, llegó la noche, brotaron en la oscuridad las débiles luces del
rancherío, y Miguel ausente. Lentas pasaron las horas. Las luces se
extinguieron. No tardaría en llegar la medianoche. Entonces
el viejo se dijo que había llegado el fin. Dejó
la puerta donde había estado escudriñando las sombras y helándose. Se
deslizó pesadamente sobre el catre y se dejó caer en él con un bronco
sollozo. Había quedado solo. Silenciosamente,
pero con la respiración agitada, entró Miguel en el rancho. Secundino se
irguió, dejando escapar una exclamación de alivio y alegría. —Anduve
viendo si cazaba algunos bichos —explicó brevemente Miguel, anticipándose
a las posibles preguntas de su padre. Este
no se atrevió a averiguar más nada. Lo embargaba la sensación de
culpabilidad por haber desconfiado del muchacho, mezclada a la alegría
por su regreso. —M'hijo,..
con esta helada.... —fue todo lo que alcanzó a lamentar—. Y como
Miguel se tendiera en su catre sin encender siquiera un fósforo, el viejo
guardó silencio. A
la mañana siguiente Miguel salió y unas dos horas más tarde estaba de
regreso transportando a hombros una bolsa cargada. —¿Y
eso? —preguntó Secundino al verlo aparecer. —Carne. —¿Carne?...
¿Y cómo? ¿Vamos a comer carne apestada, m'hijo? Miguel
permanecía callado. —Tan,
pero tan infelices no hemos de ser —insistió el viejo—. Camine a
tirar eso ¿Cómo se le ocurrió? —No.
Es carne buena, fresca —replicó Miguel con sospechosa naturalidad. —¿Y
cómo? ¿De animal muerto en el campo, buena? —No,
ahogado no más... Se ahogó anoche la pobrecita... Yo le pedí la carne
al capataz de la Estancia Grande, y me la dio.. . —¡Ah!...
—dejó escapar Sccundino abriendo los párpados de tal modo que lo
blanco del ojo adquirió dimensiones inauditas. Luego
inquirió: —¿Y
vio a su madre por allá? —¡No.
No llegué hasta las casas. Lo encontré en el campo. Y
haciéndose el desentendido, Miguel empezó a desembolsar la carne. ¿Qué
iría a salir de aquella espesura de silencio en que se había sumido el
viejo? ¿Se imaginaría cuando menos el esfuerzo que le había costado esa
carne? ¡Todo lo que tuvo que hacer para agarrar la oveja, manearla y
ahogarla sin que se estropease! Recordaba la victoriosa lucha en las
tinieblas. Había colocado la oveja al borde de una zanja, se había
montado sobre ella y le había hundido la cabeza en el agua. La oveja se
debatía desesperadamente lanzando resoplidos y balidos roncos, y él,
jadeante, concentrando todas sus energías volvía a hundirle la cabeza,
crispado por el esfuerzo, sintiendo debajo suyo las convulsiones del
animal y oyendo el rumor de las burbujas que reventaban en la
superficie... En realidad, ambos habían luchado por su existencia. Secundino,
como ido, miraba sin ver hacia los campos incultos y desnudos que se
perfilaban más allá del camino. En un instante desfiló por su mente
toda su vida. ¡Ah, la tierra, los oscuros terrones, los benditos terrones
que dan de comer al hombre y aprietan la familia en un nudo fuerte y
honrado! ¡Y a dónde habían llegado! ¡Y a donde llegarían! Por
fin, volviendo la cabeza, miró al niño, que le daba la espalda. ¡Pobrecito!
¡Que pequeño era todavía! Contempló conmovido su cabecita desgreñada,
sus débiles hombros. ¡Cómo se amañaba para que la unión de los dos no
se quebrase ante el embate de fuerzas tan tremendas, para que no cayeran
hasta el horror de aplacar su hambre con la carniza de animales apestados
y el estigma de ladrones no acabara con el resto de orgullo de su padre! Vio
que en el niño crecería el odio que él abrigaba contra los que le habían
robado la tierra, pero con más astucia, con más poder, con una
experiencia que él no había tenido. Y otro orgullo, distinto al de no
robar, al de no comer carniza, nacía como una flor en su viejo corazón. Miguel
continuaba aguardando. Con movimientos habituales que ahora tenían un no
se qué de inexorable, se había puesto a preparar el fuego. Entonces
el viejo avanzó hacia él. Sabia que iba a sellar lo último y lo único
que les quedaba, pero que ellos no tenían la culpa. —Deje, m'hijo —pronunció suavemente—. Usté ya hizo bastante... Deje que yo preparo el fuego y aso un costillar. ¡Va a ver que asado!.. ¿Tomamos un amarguito, mientras? Deje, deje no más que yo también cebo.. |
Alfredo Dante Gravina
Asir - revista de literatura
Diciembre / Enero 1952
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