Quizá nunca sepamos qué fue lo que llevó a un sargento del Ejército estadounidense a salir de su base en Afganistán en medio de la noche y asesinar a al menos 16 civiles en sus hogares, entre los que se encuentran nueve niños y tres mujeres. La masacre ocurrida cerca de Balambai, en Kandahar, Afganistán, conmovió al mundo entero e intensificó los pedidos de que se ponga fin a la guerra más larga en la historia de Estados Unidos. El ataque fue calificado de 'trágico', y por supuesto que lo es. Pero cuando los afganos atacan a las fuerzas estadounidenses se habla de “terrorismo”. Esta es, quizá, la mayor incoherencia de la política estadounidense que impone la democracia a punta de pistola y combate el terrorismo con terrorismo.
“Fui yo”, dijo el supuesto asesino múltiple cuando regresó a la base militar de las afueras de Kandahar, la ciudad del sur denominada “el corazón del Talibán”. Se informó que habría dejado la base a las 3 de la madrugada y habría caminado hacia tres casas vecinas, donde mató sistemáticamente a quienes se encontraban dentro. El agricultor Abdul Samad no estaba en su casa en el momento de la matanza. Su esposa y sus ocho hijos e hijas fueron asesinados. Algunas de las víctimas fueron apuñaladas, otras fueron incineradas. Samad le dijo al New York Times: “Nuestro gobierno nos dijo que regresáramos al pueblo y luego dejan que los estadounidenses nos maten”.
La masacre sucedió luego de las multitudinarias manifestaciones contra la quema de copias del Corán por parte de las fuerzas armadas estadounidenses, que a su vez siguió a la publicación de un video que muestra a infantes de marina estadounidenses orinando sobre cadáveres afganos. Dos años antes, un “equipo de la muerte” integrado por soldados estadounidenses —también cerca de Kandahar— había asesinado a civiles afganos por deporte. Los soldados posaron en fotos horribles junto a los cadáveres mientras mutilaban sus dedos y otras partes del cuerpo como si se tratara de trofeos.
En respuesta a la masacre, el Secretario de Defensa, León Panetta, profirió una serie de clichés, entre ellos el de recordarnos que “la guerra es un infierno. Este tipo de sucesos e incidentes van a continuar sucediendo. Han sucedido en todas las guerras. Son sucesos horribles y no es la primera vez que suceden acontecimientos de este tipo y probablemente no sea la última”. Panetta visitó esta semana el campamento Leatherneck en la provincia de Helmand, cerca de Kandahar, en el marco de una visita previamente programada cuya fecha coincidió casualmente con los días posteriores a la masacre. Los 200 infantes de marina invitados a escuchar el discurso de Panetta fueron obligados a dejar sus armas fuera de la carpa. NBC News informó que dichas instrucciones son “bastante inusuales”, ya que a los infantes de marina se les ordena que siempre tengan sus armas en mano en una zona de guerra. A su llegada a Afganistán, una camioneta robada cruzó la pista de aterrizaje a toda velocidad en dirección al avión donde se encontraba Panetta y el conductor salió de la cabina en llamas, en lo que pareció tratarse de un ataque.
La violencia no solo azota en la zona de guerra. En Estados Unidos, las heridas de la guerra se manifiestan en formas cada vez más crueles.
El
sargento de 38 años que habría cometido la masacre
procedía de la Base Conjunta Lewis-McChord (JBLM,
por sus siglas en inglés), un centro militar en
expansión cerca de Tacoma, Washington, que fue descrito
por el periódico militar Stars and Stripes como “la base
más problemática de las fuerzas armadas” y más
recientemente, como una base “al límite”. 2011 fue el
año en que se registró el mayor número de suicidios de
soldados en esa base, de donde también procedía el
“equipo de la muerte”.
El Seattle Times informó este mes que un equipo de
psiquiatría forense que supervisó al Centro Médico
Madigan de la base Lewis-McChord revirtió
inexplicablemente el diagnóstico de trastorno por estrés
postraumático a 285 pacientes. La decisión está siendo
investigada debido a preocupaciones de que fue tomada en
parte para evitar pagarle la atención médica del
Ejército a quienes cumplían con los requisitos para
recibirla.
Kevin Baker también era un sargento del ejército de Estados Unidos apostado en Fort Lewis. Tras haber combatido dos veces en Irak se negó a ir una tercera vez luego de que le negaran el diagnóstico de trastorno por estrés postraumático. Comenzó a organizar una campaña para reclamar el regreso de los soldados a Estados Unidos. Me dijo: “Si un soldado es herido en el campo de batalla durante el combate y se está desangrando y un oficial ordena que esa persona no reciba atención médica y eso le cuesta la vida al soldado, ese oficial sería declarado culpable de abandono de funciones y posiblemente de homicidio. Cuando eso sucede en Estados Unidos, cuando eso les sucede a los soldados que buscan ayuda y los oficiales ordenan que no haya un diagnóstico claro de trastorno por estrés postraumático y básicamente les niegan esa ayuda, una verdadera ayuda psicológica, y el soldado termina sufriendo internamente al punto de quitarse su propia vida o la de otra persona, entonces los oficiales y las Fuerzas Armadas y el Pentágono deberían ser responsabilizados de estas atrocidades.”
Si bien es demasiado tarde para salvar a la familia de Abdul Samad, quizás el grupo de Baker, March Forward, junto con la “Operación Recuperación” de los Veteranos de Irak Contra la Guerra (que aboga por prohibir que soldados que ya sufren trastorno por estrés postraumático sean enviados a combatir) puedan ayudar a poner fin a la desastrosa y atroz ocupación de Afganistán.