El calor era agobiante.
El viento del desierto levantaba torbellinos de polvo, y unas plantas
espinosas rodaban por la planicie, dejando oír un chasquido seco.
La vieja estación de servicio y el hotelucho tenían un cartel despintado
que anunciaba pomposamente: “Bar y Restaurante”. Aparecían de golpe
ante el viajero, borrosos en medio de la nada. Un poco más allá, unos
barracones guardaban la camioneta, las herramientas, y la huerta
hidropónica que Ana Losada había cultivado durante varios años con éxito
considerable.
Ana estaba sentada en el salón vacío, bebiendo un refresco al que le
había agregado hielo y una generosa dosis de ginebra. A su lado, una
vieja valija de cuero marrón guardaba todo cuanto necesitaba para irse.
Su cabello castaño estaba recogido en un moño flojo. El jean gastado y
la musculosa azul marino le daban un aire juvenil, a pesar de los
pliegues que rodeaban sus ojos y su boca.
Por los ventanales sin cortinas la mirada podía extenderse hasta el
horizonte, que se ondulaba a lo lejos en unas mínimas colinas azules.
Sólo el cruce de caminos en medio de las viejas construcciones,
recordaba que había otro mundo en alguna parte.
Sus ojos se llenaron de lágrimas ¿Sería la música de la rockola, ese
tango de Piazzolla llorado por un bandoneón el que le hería el alma?
¿Qué podía atarla al desierto patagónico, a esta parcela sin nombre que
casi todos iban dejando atrás?
Los recuerdos se desdibujaban. Los sueños ya no existían. Quedaron
enterrados en la tumba de su marido, que descansaba en el cementerio del
pueblo más cercano. Y aún siendo el más cercano, estaba verdaderamente
lejos.
El reloj de pared marcaba las once; pronto llegarían los camiones que
transportaban fruta desde el Valle y, casi enseguida, el ómnibus que la
llevaría lejos.
El viejo Alfonso estaba al alcance de su vista, concentrado en apilar
cajas de mercadería. Ema y Manuel no tardarían en llegar con su hijo
Quique. Entonces comenzarían los preparativos para atender a los
viajeros, pero esta vez sin ella. Esperaba que pronto encontraran su
reemplazo. Su reemplazo. ¡Cómo si fuera fácil!
Habían sido lo más parecido a una familia que jamás tuviera. Durante
varios años compartieron las tareas, y las pocas sorpresas y alegrías de
aquel amplio espacio desolado.
Cuando ya no estuviera… ¿se acordarían de darle suficiente agua a Piki,
el terrier de pelo duro que abandonó un viajero hacía más de dos años?
Pensó que en poco tiempo las tunas que estaban junto a la entrada del
hotel volverían a florecer, como un desafío a la falta de agua, a las
temperaturas extremas y a la desesperanza.
Se preguntó que encontraría más allá. Nadie la esperaba. Recordó sin
nostalgia el mundo agitado y superficial al que había renunciado hacía
más de veinte años. Se sirvió otro trago. Piki entró agitando la cola, y
restregó cariñosamente el hocico contra sus rodillas.
Ana observó atentamente a sus amigos. Se levantó, y puso otra ficha en
la rockola. Nada de tristezas. Un rock furibundo de los cincuenta
inundó el salón y escapó, estridente, por las ventanas abiertas de par
en par.
Alfonso y Ema, Manuel y Quique, se acercaron sorprendidos. Ana frunció
unas cejas dubitativas, pateó la valija que se derrumbó sobre el piso, y
poniendo las manos en la cintura, dijo:
–Voy a buscar más servilletas. ¿Les parece que la bebida ya se habrá
enfriado lo suficiente? |