Crónica del tiempo de los españoles

El poderoso caballero don Dinero

Crónica de Ricardo Goldaracena
(Especial para EL DIA)

Crónicas Culturales del Diario El Día

Nº 2835 (Montevideo, 22 de mayo de 1988)

Moneda columnaria acuñada en la Ceca de Potosí

El signo más estimado e influyente del mundo contemporáneo, el de pesos, formado por una S mayúscula atravesada verticalmente por dos palos paralelos, tiene una antigua raigambre iberoamericana. Aunque usado por primera vez en 1784 para simbolizar al dólar en Estados Unidos, hoy los historiadores están de acuerdo en que ambos palos representan las dos columnas de Hércules adoptadas por Carlos V como emblema de las Indias Occidentales y grabadas en las antiguas monedas “co-lumnarias” acuñadas en América.

En lo que no están contestes los historiadores es en la significación de la S. Mientras para algunos representa las dos mitades del mundo, para otros es una deformación del número 8 por el que se fraccionaba el peso de a ocho reales. Tal vez esa S no sea nada más que una estilización de las cintas que se enlazaban en las columnas de Hércules con el lema “Plus Ultra”. De todos modos, en la América española la discusión es ociosa, porque aquí no se conoció el signo de pesos en la época colonial, aunque sí se conocieron los pesos, los de plata y sus fracciones de reales, medios y cuartillos, los doblones de oro y las famosas columnarias, monedas tan abundantes en algunos bolsillos y tan escasas en otros, como siempre.

De Sajonia a Castilla

Puede resultar curioso verificar cómo el peso español, el táler alemán y el dólar del orbe anglosajón tuvieron orígenes comunes. Un valle llamado Joachimsthal, situado entre Sajonia y Bohemia, rico en minerales, proveía a comienzos del siglo XVI la plata con que los condes lugareños hacían acuñar su propia moneda: el “Joachimsthaler", cuyo nombre pronto se abrevió en la palabra “thaler” al mismo tiempo que su fama traspasaba las fronteras germanas.

Bajo los Habsburgos, cuando las unidades monetarias de la mayor parte de los estados de la cristiandad tenían paridad de peso y ley, cualquiera fueran sus tipos y denominaciones, el táler tendía a confundirse en el mundo ibérico con el real de a ocho. De su nombre derivaron el “daler” escandinavo, el “daalder” holandés y el “dólar” anglosajón[1].

En talleres como el que se ve en este grabado alemán del siglo XVI era troquelada antiguamente la moneda.

Los metales preciosos extraídos en Europa, pronto pasaron a ser una bagatela en comparación con los cargamentos de oro y plata que llegaban a Sevilla en el siglo XVI, procedentes del saqueo de los imperios azteca e inca y de las minas que los españoles iban descubriendo en el nuevo continente. Entre 1541 y 1560, la ciudad del Guadalquivir recibió con los brazos abiertos, como no podía ser de otro modo, 488.000 kilogramos de plata y 67.000 de oro[2]. La entonces imprevisible consecuencia de tanta riqueza, será un fenómeno económico cuyo nombre nadie ignora hoy: la inflación, que se traduce en la tendencia pronunciadamente alcista de los precios, vertiginosamente multiplicados entonces por cinco, por seis y también por diez, mientras el metal que entra por Sevilla sale presto rumbo a los demás países de Europa, y hasta llega al Extremo Oriente, en pago de costosos bienes de importación.

Moneda de ocho escudos acuñada en 1758, reinando Fernando VI de España. Es una pieza de oro fabricada en Santiago de Chile

La carrera del oro

La España rica, inflacionaria y derrochona de los reinados de Carlos V y Felipe II, que habrá de languidecer económicamente un siglo después bajo los últimos Habsburgos, conoció monedas labradas en oro, plata y vellón (cobre)[3], cuyos nombres arcaicos —ducados, doblones, escudos, reales o maravedíes— son familiares hoy a los lectores de la literatura del Siglo de Oro y a los aficionados a los temas de historia peninsular y americana. Tuvieron estas monedas diferentes valores y equivalencias según las épocas, y no es infrecuente tropezar con ellas todavía en nuestros documentos del siglo XVIII.

Sin embargo, después del advenimiento de los Borbones, el tan prestigioso y renombrado ducado corría como unidad de cálculo más que como moneda efectiva. En otro tiempo el ducado había llegado a dominar en un gran número de estados, consagrándose prácticamente como patrón áureo internacional. Batido en grandes cantidades en la época de los Reyes Católicos, resultó ser entonces la unidad de oro más abundante. Pero bajo la dinastía de Habsburgo cayó herido de muerte por el escudo de oro[4].

En el siglo XVIII, cuando el oro se había vuelto demasiado raro y costoso como para ser usado como base monetaria y la mayor parte de los sistemas monetarios europeos ponían sus ojos en la plata, todavía corrían en España e Indias monedas de oro: la onza y sus piezas subalternas, labradas con la efigie del rey en el anverso y las armas reales en el reverso. La pieza mayor era la onza, también llamada doblón de a ocho escudos, cuyo módulo, en acuñaciones de la cecaxhílena, medía 37 milímetros y medio (en medida actual, por supuesto). Le seguían la media onza de a cuatro escudos, la pieza de dos escudos (popularmente conocida como doblón), y finalmente el escudo u octava parte de la onza, de 19 milímetros de módulo[5].

De todas las viejas unidades monetarias peninsulares, la de mayor antigüedad sobreviviente hasta el siglo XVIII, era el maravedí (cuyo nombre árabe significa moneda), con el que se empezaron a ajustar en el siglo XI las cuentas que hasta entonces se llevaban con los ases, semises y tremises romanos. . En el siglo XV circulaban los maravedíes con distintas denominaciones (prietos, blancos, alfonsíes, etc.) y su valor se componía de otras monedas efectivas inferiores que se llamaron blancas, cornados, sueldos, dineros, meajas, etc. En 1737, al ajustarse el valor de la moneda de plata, se dispuso que un real de vellón se compusiera de 34 maravedíes, cantidad que era equivalente a medio real de plata corriente[6].

Apoteosis de la plata

Nuestra Banda Oriental conoció tardíamente el sistema monetario español, porque tardía fue la colonización de su territorio, verificada recién en el tercer decenio del siglo XVIII. En narraciones sobre la vida cotidiana de la colonia, don Isidoro De María se refería al cuartillo como “la menor moneda de plata corriente en el tiempo de los españoles en que no se usaba moneda de cobre”. Y añadía: “Los medios, reales y pesos de plata, que llamaban cortados, corrían que daba gusto, conjuntamente con la plata columnaria, de que dieron cuenta al andar del tiempo los plateros, fundiéndola como chafalonía para sus obrajes. Las compras y ventas se efectuaban (...) por cuartillos, medios, reales y pesos"[7].

Son exactas las referencias del memorioso don Isidoro. Triunfante en el siglo XVIII la divisa de plata, el viejo real de a ocho, también conocido con los nombres de duro, peso duro, peso de plata o simplemente peso, era la moneda entonces dominante y más divulgada. Las emisiones se hacían en piezas de a ocho, cuatro y dos reales, un real, medio real y un cuartillo o cuarta parte del real. En tiempos de don Carlos IV, el peso duro o real de a ocho de plata, tenía un módulo de 39 milímetros y medio, en tanto que el módulo del cuartillo varió entre los ocho y los seis milímetros y medio.

Real de a ocho, o peso duro de ocho reales.

Las tantas veces nombradas columnarias de plata eran también reales de a ocho de largo abolengo en las cecas americanas. Se diferenciaban de los otros por las figuras estampadas en el reverso: dos mundos coronados, acompañados de las columnas de Hércules con el lema “Plus Ultra”. Don José Toribio Medina publicó una emisión de 1751 que luce en su anverso las armas reales. Son piezas de ocho, cuatro y dos reales, un real y medio real[8].

Lo curioso es que no todos los pesos o duros valían lo mismo. Varias veces en esta página hemos hecho referencia a los “pesos corrientes” y a los “pesos fuertes”. La distinción tuvo su origen en una ordenanza de 1737, por la que se dispuso que el “peso grueso” pasara a valer 20 reales de a 34 maravedíes de vellón, es decir, diez reales de plata americana, ya que la misma disposición establecía que cada real de plata provincial debía valer dos reales de vellón justos. El dinero circulante en nuestro coloniaje, troquelado después de 1737, era ajustado a la ordenanza y, por lo tanto, el real de a ocho americano valía sus ocho reales, mientras el llamado “peso fuerte" —que también valía por sí mismo sus propios ocho reales— equivalía a diez reales de la plata corriente americana, tal como enseñaba el Dr. Apolant[9].

En 1779, y para que hubiese correspondencia entre la moneda de oro y la de plata, se estableció que la onza de a ocho escudos debía estimarse en “diez y seis pesos fuertes cabales”, lo que significa que el doblón se debía estimar en cuatro y el escudo en dos[10].

"La moneda es un metal que hace bien y mucho mal

Como el peso era de ocho reales y la onza de ocho escudos, lo mismo que la libra británica era de doce chelines, nuestros antepasados dieciochescos se vieron obligados a practicar operaciones de fraccionamiento monetario que hoy pueden parecer complejas, pero que en aquel tiempo eran normales y corrientes. Al contrario, lo complejo fue habituarse entonces, para los colonos estadounidenses recién independizados, al dólar divisible en centavos según el sistema decimal, cuando más sencillo seguía siendo para ellos dividir por ocho o por doce.

Por supuesto que no se conocía aún aquí, para las transacciones corrientes, el papel moneda cuyo uso fue consagrado en las naciones civilizadas recién en el siglo XIX. El papel moneda, cuya Invención, según enseñaba nuestro recordado profesor de Economía Política, el Dr. Posadas, “es el invento más importante después del invento de la moneda misma”
[11], hizo su primera aparición entre nosotros durante la gesta emancipadora y del poco crédito de que gozaron por mucho tiempo los billetes es prueba la expresión popular “papel averiado” que recogía De María para referirse a ellos.

Sin embargo, al mediar el siglo XVIII, y al mismo tiempo que en Montevideo corrían reales y cuartillos en monedas metálicas, la colonia estadounidense de Virginia emitía billetes respaldados por la riqueza tabacalera de la región[12]. No faltó tampoco en el ámbito platense algún proyecto de lanzar papel moneda al mercado, como el formulado en Buenos Aires en 1808 para hacer frente a las deudas originadas por las invasiones inglesas y a la escasez de numerario que padecía la plaza; pero este proyecto no pudo prosperar por la oposición de Liniers[13].

Hoy, cuando las piezas de oro y plata han dejado definitivamente de circular como moneda corriente y nos manejamos con billetes de papel carentes de todo valor intrínseco (que para colmo de males son inconvertibles en metal precioso), resulta que el poderoso caballero Don Dinero ya no luce la brillante y maciza armadura metálica que tanto respetaron aquellos súbditos dieciochescos de los Borbones, gente que jamás habría podido entender la moneda de otra manera que en función de su sustancia material misma.

Empero, aunque ahora el insigne caballero no sea más que un pedazo de papel impreso con una S atravesada por dos palitos, sus favores y sus daños siguen siendo los mismos que repartía cuando la ceca de Potosí lo batía en fulgurantes ejemplares de metal. No andaba errado el cuerdo Timoneda, cuando discurriendo sobre su propio apellido filosofaba en versos: “La moneda es un metal/que hace bien y mucho mal”[14].

Notas:

[1] René Sédillot, ‘‘Le match du dollar”, en la revista “Miroirde l‘Histoire", N° 266, París, 1972.

[2] Ruggiero Romano-Alberto Tenenti. "Los fundamentos del mundo moderno”, Madrid, 1972.

[3] Según Lebrija, la palabra vellón viene del latín "vilis": vil, y se aplica al cobre por ser éste un metal de muy despreciable valor. Para Covarrubias y otros, el nombre proviene de la oveja que se estampaba en las antiguas moredas de los romanos. (Pedro Felipe Monláu, "Diccionario etimológico de la lengua castellana", Buenos Aires, 1941).

[4] Felipe Matéu y Llopis, "La moneda española". Barcelona, 1946.

[5] José Toribio Medina, "Las monedas chilenas", Santiago de Chile, 1902.

[6] Joaquín Escriche, "Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia", París, 1669. Acepciones "Maravedí" y "Moneda".

[7] Isidoro De María, "Montevideo antiguo. Tradiciones y recuerdos”, Libro primero.

[8] J. T. Medina, ob. clt.

[9] Juan Alejandro Apolant, "Génesis de la familia uruguaya”, tomo I, Índice glosador y critico de las fuentes. Acepción "Moneda".

[10] Ordenanzas reales de 1737 y 1779, citadas por Escriche.

[11] Gervasio A. de Posadas Belgrano, "Curso de Economía Política", Montevideo, 1962, tomo I.

[12] R. Sédillot. articulo clt.

[13] Ricardo Levene. "La moneda colonial del Plata", Buenos Aires. 1916.

[14] Lema del ex-llbris del escritor Juan de Timoneda. año 1550, cit. por F. Matéu y Llopis.

 

Crónica de Ricardo Goldaracena

(Especial para EL DIA)

Crónicas Culturales del Diario El Día

Nº 2835 (Montevideo, 22 de mayo de 1988)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                     Ricardo Goldaracena en Letras Uruguay

                

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